EL PEQUEÑO FAUNO

Al doblar el paseo del jardín, sobre su zócalo de cerámica, el pequeño fauno reía descaradamente. Cornudo, mofletudo, panzudo, reía, desnudo, el lúbrico joven dios, – siendo el que preside los acoplamientos giratorios de los gorriones en la arena, las crepitantes ternuras de las libélulas sobre los brezales, el himeneo rápido y huidizo de las ardillas a lo largo de las ramas. Pero no bastaba a su triunfo mostrar este goce animal. Temerario hasta el cinismo, desdeñoso de todo tipo de pudor, al igual que un Eros embriagado, afirmaba a pleno sol, como un signo de supremacía, su altanera virilidad; al igual que un joven rey que porta el bastón de mando. De modo que ese fauno era objeto de escándalo para paseantes decentes, y muchas no podían verlo sin enrojecer hasta las cejas o sin poder ocultar una risilla que trataban de disimular tras la arpillera rosada de sus dedos entrelazados.

Pero Berthe-Marie, la señorita del castillo, caritativa y devota, tan buena y tan pura, que acude todos los días a la iglesia donde reza y a las chozas donde practica la caridad, pasaba sin enrojecer, ni desviar la mirada ante el descarado simulacro; ella lo consideraba, sonriente, con una complacencia que asombra un poco, pero no se escandalizaba en absoluto, – en la paz de una inviolable inocencia, – teniendo en el fondo de sus grandes ojos azules, sin sueño ni turbación, la ingenuidad perfecta de una niña que le gusta mirar de cerca, tocándolas con el dedo, las imágenes de un misal. Pues ella era el mismo candor, inefablemente ignorante del mal; y, si existen sobre alguna planicie alpina lagos en el azul inmaculado, donde jamás se haya visto siquiera la sombra de una blanca desnudez, sería uno de esos lagos a los que se parecería su alma.
Una mañana, la muchacha se dirigió a los bosques, con su enamorado, que era su novio. Sí, con su enamorado. ¿Por qué no? El corazón de las vírgenes también es fuente de ternura; se puede dar sin dar; y además el anillo de noviazgo no es el de Hans Carvel.
Él era casi tan joven como ella, ambos inocentes y candorosos. ¡Esa debió ser una exquisita jornada! No se tocaban ni la mano, y tenían mucho cuidado de ni siquiera rozar sus codos; como guiados por un instinto de saberse sensitivos. Pero sus almas estaban unidas, a pesar de que sus cuerpos estaban separados. Intercambiaban pensamientos sin decirse nada, en una conversación inmaterial, alternando dísticos de una égloga angelical. En vano, a su alrededor, en el aire que el sol calienta y se evaporan ardientes olores, las ramas se rozaban unas con otras con dulzuras de caricia, el vuelo de las cantáridas de oro verde, trazaba temibles círculos mágicos, el trino del ruiseñor se extinguía, extasiado, cerca del nido, y todo el bosque, rebosante de amor, los envolvía y les daba culpables consejos de abrazo y de labios unidos; ellos iban a través de los peligros sin preocuparse de las tentaciones malas, pero tan dulces. ¡Ni una vez, ni una sola! Él no la oprimió contra su corazón, ni una vez se miraron suspirando demasiado cerca. Estaban, en ese paraíso que no querían perder, como una Eva y un Adán que no piensan en el fruto prohibido. Sí, de ese modo debió transcurrir el lento paseo, bajo los árboles, de esas dos puras criaturas, e incluso, llegaría a jurarlo, no se entretuvieron en buscar, entre el musgo, las pequeñas fresas rojas que sugieren los besos, ni a interrogar a las margaritas, esas ofrecedoras de turbadoras respuestas.
Era noche con claro de luna, cuando regresaron. Desde luego que en el fondo de sus grandes ojos azules, Berthe-Marie siempre tenía, –¿y por qué no la habría de tener?– la ingenuidad de las inefables ignorancias... Cuando pasaron delante del fauno, cornudo, mofletudo, panzudo, que exhibía su triunfo más descaradamente todavía, el pequeño dios lúbrico, semejante a un joven rey que porta el bastón de mando, ella desvío la mirada, muy rápido y se echó a reír con risillas sofocadas en el cuello de su amigo.

Traducción de José M. Ramos
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