LA PERLA ENCONTRADA

 

Completamente sola, bajo el cortinaje de la gran cama, Colette apenas suspira, suspira en un estremecimiento de sábanas de fina tela estiradas hasta el mentón; luego, con la lentitud de los dulces desfallecimientos, sus párpados que ya no laten se van bajando poco a poco, y, con los ojos cerrados entre sus cabellos desordenados, parece como si estuviese dormida. Se advierte tal satisfacción en la sonrisa de su boca entreabierta, donde brillan los dientes, tal languidez de espíritu, se la ve tan visiblemente feliz en el abandono de su pose, que se la hubiese creído lasa de algún prolongado beso. Pero en realidad nadie estaba a su lado; y no es culpa de Colette si su sueño, incluso inocente, no se parezca del todo al de las pequeñas colegialas sobre la fría almohada de los dormitorios.

Un ruido le produjo un sobresalto.

–¡Es usted, al fin!– dijo levantando sus brazos desnudos, de donde emanó en la habitación la olorosa tibieza de la cama.

Y con aspecto de estar enfadada, exclamó:

–¡Qué tarde viene, señor! Demasiado tarde, se lo aseguro. ¿Sabe usted lo que hubiese merecido? En el mejor de los casos encontrarme dormida. No hay nada más impertinente, ni más imprudente, que dejar morir de aburrimiento hasta las dos de la madrugada, a una persona que lo espera llena de buenas intenciones. ¡Ah! las buenas intenciones que yo tenía. Incluso la cólera de verme olvidada, no me impedía pensar en usted con toda la ternura concebible; me gustaría golpearle, sin embargo hubiese querido abrazarle; en algunas ocasiones, cerrando a medias los ojos, imaginaba que usted ya había llegado, y creía sentir en mi frente, en mis mejillas, en mi cuello, sus caricias ausentes; la ilusión, a fuerza de dulzura, casi era real. ¿Acaso no es cierto que ningún hombre, querido ingrato, jamás fue adorado como usted lo es? Así es, hasta el punto que no vacilo en confesarle mi debilidad, y que apenas le regaño por su injustificable retraso. No obstante, puede ocurrir que, a muy a mi pesar, sea usted castigado; esperando demasiado la dicha que tarda, sucede a menudo que se reduce el delicioso poder de experimentarla y de que le sea concedida a aquel que la ofrece.

Como hábil hombre que era, Tristán se cuidó mucho de responder una sola palabra a esos tiernos reproches. Hay circunstancias donde las excusas más elocuentes no tendrían la eficacia de un silencio. En cuanto al castigo con el que le amenazaba Colette, él conocía perfectamente como evitarlo con otra medida; y, algunos instantes después, si ella hubiese querido añadir una frase, no hubiese podido, a causa del beso que le cerraba la boca.

 

***

 

Ella emitió un pequeño grito. Tristán no se mostró alarmado, ni siquiera sorprendido, pues, en ese minuto precisamente, mordisqueaba, cerca de la oreja, los cabellos rizados de su amiga; la emoción que ella debía sentir, explicaba de un modo muy plausible esa exclamación espontánea. Incluso esperaba oír muchos más pequeños gritos, cuando de repente, Colette lo rechazó vivamente, y, con voz espantada, exclamó:

–¡Mi perla! ¿Dónde está mi perla? ¡Mire!

Ella le ponía bajo los ojos el engaste vacío de una sortija que llevaba en uno de los dedos de su mano derecha.

–¡La tenía hace un instante. Estoy segura! La he visto, la he tocado antes de que usted llegase. ¡Oh! ¡qué desgracia si se pierde! Es culpa mía. Había advertido que apenas estaba fijada; el más mínimo choque, el más ligero rozamiento podía hacerla caer; debería haber apretado los broches del engaste.

–¡Eh!– dijo Tristán, no sin algún desdén, – mucho ruido por una nadería. Yo hubiese preferido que no tuviese el espíritu preocupado por una joya, mientras le manifiesto mi amor tan cerca de la oreja.

–Puede usted decir lo que quiera. ¡Tengo un cariño enorme a esa perla! Fue Lila quien me la regaló. Levántese, señor. Tome el candelabro, ilumíneme. Seguramente está en la cama. Busque, se lo ruego. ¡No tendré la cabeza en mí, ni en usted, en tanto no haya encontrado mi perla!

Tristán, con el rostro bastante compungido, enseguida se dio cuenta que había que resignarse a la voluntad de Colette. Se pusieron a buscar bajo el candelabro levantado que iluminaba toda la alcoba. Palpaban con las manos entre las sábanas, aquí y allá, por todas partes; registraban bajo la almohada, bajo el cabezal, creyendo a veces sentir una pequeña forma redonda entre una arruga de la tela; ¡vana esperanza! Nada bajo el cabezal, nada bajo la almohada, nada entre las sábanas. De rodillas, pasearon sus uñas entre los abrigos al pie de la cama, – «¡tal vez la perla haya caído – dijo Colette, – cuando levanté mis brazos para enlazarle el cuello, señor!» – miraron bajo los muebles, las cortinas, las alfombras; y si Tristán no encontraba más que un mediocre placer en esta búsqueda encarnizada, al menos tenía el consuelo, muy apreciable no obstante, de encontrar a veces, tanteando con las manos, los finos dedos de Colette o la curva de un pecho inclinado. «¡Eh! ¿qué hace?» decía ella. Él respondía: «Busco.» Ella tuvo una idea: «¡Tal vez entre mis cabellos!» Soltó su melena y la sacudió; de allí salieron todos los perfumes que enloquecen, pero nada más. Buscó con minuciosidad hasta asegurarse que la perla no se había enredado entre los rizos de la nuca, en la gruesa arruga del cuello, en algún hoyuelo de los hombros, bajo el oloroso misterio del brazo, sobre el saliente de la cadera. Todo ese celo no sirvió de nada; y era imposible encontrar la perla.

Desolada, Colette se sentó al borde de la cama; «Dios mío! ¿Dónde puede estar?» y Tristán se arrodilló.

–Veamos, alma querida, – dijo él – no se desespere de ese modo. Mañana, cuando se haga de día, buscaremos más. ¡Las horas nocturnas piden actividades más dulces! ¿No me ama lo suficiente para disipar con mi amor cualquier otra preocupación? Si fuese yo quien la hubiese perdido, no me ocuparía tanto de lamentarlo estando cerca de usted, donde todas las cosas son preciosas. Vuelva hacia mí su boca; ¡ah! ¡Cuántas perlas blancas! ¡Y no me quejo más que usted que ha perdido una sola!

Una de las debilidades de Colette es no saber rechazar la sonrisa o el beso que se le solicita; de modo que, por disgustada que estuviese:

–¡Tristán!– murmuró ella dejando caer su cabeza sobre la almohada – es usted el hombre más exigente que conozco; y veo que hay que hacer todo lo que quiera. Solamente prométame una cosa: si encuentra la perla en la cama, por casualidad, me la entregará de inmediato, ¿verdad?

–Se lo prometo, – dijo él, siempre de rodillas.

 

***

 

Algo reconocido por todas las bellas personas que no fueron precisamente crueles con el vizconde Tristán, es que nadie es tan sabio como él en el arte de las misteriosas delicias. Su delicada erudición sobrepasa todo lo que se podría imaginar; conoce los más exquisitos ardides, práctica las más tiernas ingeniosidades; y el propio dios Amor – hubiese sido durante tres meses, el amante de Jo, de Lo y de su amiga Zo, – no se atrevería a rivalizar con él. Sin embargo, –¡ah! esa perla perdida, ¡no podía consolarla! – Aun así, Colette apenas suspiraba, suspiraba en un estremecimiento de las sábanas de fina tela; luego, cansada como estaba, – pues sonaron las tres de la madrugada, – sus párpados bajaron poco a poco, y con los ojos cerrados entre sus cabellos desordenados, quedó dormida. Había tal dicha en la eclosión de su boca, donde los dientes brillaban, una languidez tan visiblemente feliz en el abandono de su pose, que tenía sin duda el más delicioso de los sueños. Pero, en el propio sueño, no podía perder el recuerdo de la querida perla perdida. «¿Dónde podía estar? ¿Dónde la he dejado caer? ¡Es cierto que no estaba bien fijada!»

De repente Tristán estalló en carcajadas.

–¡La he encontrado!– dijo.

Y, mostrándole con el dedo la perla que él había puesto por juego sobre su labio, bajo su bigote, se la entregó en un beso.

 

 

CATULLE MENDÈS

 

Publicado en Gil Blas el 11 de noviembre de 1884

Traducción de José M. Ramos González

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