LA PIADOSA PECADORA

Desde luego, Valentin, hombre de experiencia, no se asombraba excesivamente de haber conquistado por completo a la Señora de Rocas, esa española fervorosamente católica que va todas las mañanas a misa, se confiesa una vez a la semana, y que pasa todo el tiempo queriendo convertirlo de modo que el tiempo que no ocupa en besar sus labios, le dice, entre caricia y caricia: «¡Ah! lo que me preocupa, amor mío, es vuestra salvación!» y que lo obliga a llevar un escapulario no lejos del bucle de cabellos que ella le ha dado. Incluso él admite que ella coloca todas noches un crucifijo, – un adorable pequeño crucifijo de marfil y de plata, – sobre la almohada contigua de éste dónde, después de tantos abrazos, ellos acabarían desfallecidos finalmente; pues es natural, estando enamorada y siendo piadosa, que quiera quedarse dormida entre su amante y el buen Dios; y la devoción no excluye el amor, también religión. Pero la Señora de Rocas ¡no se limita a los sencillos ardores de las instintivas ternuras! Más que ninguna otra, ella es proclive a los besos misteriosos, a los besos extraños que saben lo que hacen; su deseo de delicias se adapta a unas sutilidades por donde el pecado, con el placer, se acrecienta. Jamás, – en la penumbra de la habitación de llena de perfumes que mueren y resucitan, después de los vuelos de muselinas y encajes, que son como huidas de ángeles asustados, – ha rechazado las largas y tenaces postraciones de rodillas; ella, al contrario, las acepta como una Virgen a quien la satisfacción de ser implorada por un ferviente peregrino pondría el cielo en los ojos; incluso, hay que decir que los atiende. Tan religiosamente como se los pueda expresar, tales maneras de divertirse en las horas nocturnas no dejan de parecer poco compatibles con una piedad rigurosa; y Valentin, aún complaciéndose con ellas, se sorprendía, estando tentado casi a censurarlas. Pero no tardó en comprender. – cuando hubo interrogado, en voz baja a su amiga, – que la juzgaba mal, que había cometido un gran error atribuyendo al único amor de las alegrías prohibidas la facilidad con la cual ella se resignaba a los excesivos dispendios. «Es muy cierto, murmuro ella, más roja que una muy casta rosa a quien se le reprocharía estar demasiado abierta bajo una mariposa posada, que os debo unos placeres sin duda reprobables ( ¡el cielo se digne a concederme el arrepentimiento!) ¡yo no niego los encantos con los que me transporta la estrategia de vuestras caricias! pero el pensamiento de vuestra salvación nunca deja de estar presente en mis más queridas preocupaciones: ¡me preocupa en los momento en los que vos menos pensáis en ello! y, si yo permito, y a veces reclamo vuestro fervor arrodillado, por desgracia tan poco sagrado, es sobre todo a fin de que los tormentos del infierno, más tarde, os sean evitados, – ¡Ah! ¡bah!, dijo Valentin. – Sí, amor mío, ¡yo arriesgo mi alma para salvaros! pues, desde el minuto, en el que, arrebatado, con la frente baja y los ojos cerrados, olvidáis todo en el exceso de mi apasionamiento y del vuestro, al menos yo puedo, – bien culpable y bien condenada si mi santa patrona no intercede por mí, – tomar a tientas, sin despertaros, el crucifijo, ya sabéis, el pequeño crucifijo de plata y marfil; lentamente dulcemente, lo coloco cerca de vos, delante de vos, y Él, tal vez, ¡Él crea que vos le rogáis!»

Traducción de José M. Ramos
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