PIERRE Y PIERRETTE

Con las manos llenas de ramilletes perfumados, – gavanzas y rosas – las dos criaturas regresaban del bosque. Ella dieciséis años, él quince, eran tan inocentes, los pequeños enamorados, – Pierre sobre todo, Pierrette también, a pesar de los dieciséis años donde se despiertan curiosidades, donde se inquietan de instintivas esperas, – que habían cogido, esa mañana, todas las flores, y ni un solo beso. Y regresaban radiantes, ella un poco turbada; ¿por qué? no lo sabía; tal vez se sorprendiese de que él no se dedicase a otra cosa que hacer ramos y molestar a las currucas, cuando se va al bosque con su buen amigo. De pronto, Pierre tuvo un gesto de espanto. ¡Ah! ¡Dios mío! No había medios de pasar el arroyo. El viento, de una racha, o algún bromista, de una patada, había empujado la tabla de pino que franqueaba el pequeño riachuelo, y el frágil puente sin duda había sido arrastrado por la corriente; había allí una barca, pero atada a uno de los sauces de la otra orilla. La situación era muy grave. Los padres de Pierre, y los de Pierrette, que vivían en esta casa blanca y verde, allá abajo, les habían prohibido rigurosamente ir a pasear juntos solos, y sería una terrible regañina si los niños no regresaban sin pasar desapercibidos, por la puerta que daba a los campos, antes de la hora del almuerzo. ¿Dar un rodeo y llegar hasta el pueblo siguiendo la carretera principal? Ni pensar en eso a causa del tiempo que corría en su contra. ¿Atravesar caminando el río poco profundo? sí, pero ¿cómo explicar, a su llegada, los vestidos empapados? Pierrette se desesperaba con lágrimas en sus manos llenas de flores; Pierre iba y venía a orillas del arroyo con una cólera creciente. Pero de repente:
–¡Tengo una idea– exclamó.
–¿Qué idea? – preguntó ella.
– Me voy a meter desnudo, haré un atillo con mis ropas y alcanzaré a través de la corriente la barca de la otra orilla, me vestiré y regresaré con ella a buscarte.
–¡Oh!–dijo ella–roja hasta la coronilla – ¿te atreverás a meterte completamente desnudo ante mí?
La objeción no era seria.
–Cerrarás los ojos o te mantendrás detrás de ese grueso árbol.
– Es cierto que podré no verte – dijo ella.

Así como fue convenido, así fue hecho. Pierre, en algunos segundos, se quitó el chaleco, el pantalón y la camisa, y, levantando por encima de su cabeza las ropas agrupadas en un montón, entró audazmente en el arroyo, mientras que Pierrette, – que había juzgado inútil ir detrás del grueso árbol – tenía sus ojos cerrados herméticamente. De espaldas a ella, él marchaba lentamente, a causa de la corriente, en la dirección de la barca. A través de la transparente agua, verde y clara, que le llegaba hasta los riñones, parecía muy esbelto aunque ya robusto, y blanco, de buena complexión aunque un poco delgado. Pero créanme cuando les digo que Pierrette se cuidaba mucho de observar ese espectáculo poco aconsejable para una muchachita.
Lejos de hacer trampas, así como se hace cuando se juega al escondite, ella juntaba los párpados con tal fuerza que su bonita cara sonrosada estaba completamente arrugada como una pequeña manzana; y estaba tan segura de sí misma, tan convencida de no ser tentada por ninguna curiosidad culpable, que no encontró ningún inconveniente en decir, en el momento en que él alcanzaba la mitad del riachuelo:
–¿Sabes, Pierre? ¡Puesto que no miro, puedes caminar marcha atrás, si eso te resulta más cómodo!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes