EL POETA Y LA PERLA
Fábula
Una hada me dio
una perla diciendo:
– La mayoría de las personas creen que las perlas se forman en las conchas; nada
de eso. Las perlas son las lágrimas de las pequeñas Elegidas que caen en el mar,
cuando son regañadas, por haber hecho novillos en la escuela que está a lo largo
de la vía Láctea, por santa Gudula y santa Verónica, institutrices del paraíso.
– Siempre me lo había parecido – afirmé yo.
– Por otra parte – continuó – no es de esto de lo que se trata. Mira bien lo que
te entrego. Es la más clara, la más pura, la más exquisita de las lágrimas que
fueron lloradas por las colegialas del cielo. Ni Teócrito, ni Banville habrían
podido encontrar una imagen digna de representar el milagroso esplendor de esta
perla. En una palabra, es absolutamente perfecta.
–¡Os agradezco, buena hada, tal presente!
– ¡Me lo vas a agradecer todavía más! A esta perla tan maravillosa que nada
podrá parecérsele, le he concedido, tocándola con mi varita mágica incrustada de
rubís, el milagro de transformarse, según tu voluntad, en cualquier ser u objeto
que será tuyo y conservar bajo su nueva forma su incomparable belleza. Haz tu
elección; y si quisieras que se convirtiese en una estrella, ¡brillaría en el
cielo con más fulgor que Sirio, Venus, Orión y Aldebarán!
–¡Ah! – exclamé extasiado quiero que sea...
–¿Una mujer? – interrumpió el hada. – Esperaba de ti tal deseo; sabiendo que no
eres de aquellos, bastante raros por lo demás, a quien horroriza el rosa jovial
de las jóvenes bocas femeninas. Sin embargo no te apresures a tomar tu decisión;
suele ocurrir que uno se arrepiente de las resoluciones precipitadas. ¡Tómate tu
tiempo! Reflexiona, y, sobre todo sueña... Volveré mañana a preguntarte la
decisión que has tomado. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– ¡Hasta mañana entonces, poeta!
– ¡Hasta mañana, hada!
II
A decir verdad
yo estaba seguro de que ni la reflexión ni el sueño modificarían en modo alguno
mi instintivo y tan razonable deseo. La más bella de las perlas permaneciendo
igualmente bella, convertida en mujer ¿qué tesoro hubiese sido comparable? Toda
la alegría que hizo que se abrieran de repente todas las rosas de la tierra y
abrazar el día y azular el profundo mar cuando Afrodita salió de un vestido de
espuma marina, me invadía el corazón y el alma y – podéis apostarlo– el cuerpo
también. Vería, abrazaría, poseería a la quimera eternamente esperada, de
perfecta belleza que hizo sollozar de éxtasis y reír de desesperación a los
Fidias y los Cleomenes. ¡Religiosos transportes hacia el infinito cielo de los
ojos, donde se levantan extrañas estrellas! ¡Adoración juntando las manos
(pronto abiertas) hacia la divinidad del pecho, uno y doble! ¡Fervor de misas
celebradas ante el manto blanco del vientre! ¡Embriaguez de los cálices bebidos
en el altar mayor que deslumbra entre las augustas columnas de las piernas de
mármol! ¡Conocería todos esos goces! Y levanté con orgullo mi frente.
Pero, en ese momento, la joven que tan dulce me era, se apoyó en mi hombro,
curiosa de mi silencio soñador, y tuve, muy cerca del bigote, ese aliento tierno
precursor del beso. ¡Lástima! ¡Qué bonita es la muchacha! ¿Me encantaría hasta
ese punto la mujer-perla, más hermosa tal vez... o más deliciosa? ¿Por el amor a
la perfección debería renunciar a imperfecciones tan exquisitas y adoradas?
Quizás perdiese. Por otra parte, – contrariamente al ejemplo de los grandes
Amantes, arrastrando tras ellos un innumerable tropel de gimientes Elviras, – yo
siempre he tenido pavor al cambio...
Qué agradable sería vivir en un palacio dónde, como en el que Pierre Corneille
evoca para Psique, todo está hecho para el placer de la mirada. ¡La nobleza de
las arquitecturas ha de gustar a las almas prendadas de los poemas bien
ordenados y blancos como principescos vestíbulos! Yo pensaba que no sería una
idea tan descabellada convertir la perla en un soberbio edificio. ¿Y si se
transformaba en un suntuoso dominio, con largas avenidas, donde se prolongarían,
hacia el horizonte marino, mis ensoñaciones señoriales? ¿Y si la convirtiese en
un caballo rápido como el viento en la tormenta, de claras crines, que me
transportase a través de los vértigos del sueño? ¿Y en trajes tan
resplandecientes que Sardanapalo no los tuviese igual en su triunfal pira? ¿O en
un festín cuyo olor, universalmente expandido, iría a unirse al hambre
resucitada de Billat-Savarin y de Monselet? ¿o en una carroza de coronación
entre el entusiasmo de la muchedumbre? ¿O en un manto de emperador? ¿O en una
corona tan fulgurante que se humillasen ante ella todas las diademas y todas las
tiaras? Esas diversas metamorfosis de las perla me resultaban muy tentadoras...
También podía querer que se transformase en el trono de rayos y nubes dónde se
sienta Dios Padre, dónde yo me sentaría a mi vez... En verdad me encontraba
indeciso a más no poder.
III
Pero al día
siguiente, – después de tantas reflexiones y sueños, – ya no tenía la más mínima
duda; cuando entró el hada, miré resueltamente la perla que ella me había dado y
que yo había depositado entre los papeles de mi mesa, en una copa de bronce,
entre un volumen de Léon Dierx y otro de José María de Heredia.
El hada pregunto:
– ¿Y bien? ¿Has hecho tu elección, poeta?
– Sí, hada.
– ¿Definitivamente?
– Sí.
– ¿No echarás de menos ninguno de los bienes a los que has debido renunciar?
– A ninguno.
– ¿Nunca creerás haber hecho un mal uso del privilegio que te ha sido concedido?
– Nunca.
– ¡Habla pues!– dijo el hada. – ¿En que quieres que se transforme la perla que
bajo su nueva forma será tuya conservando su incomparable belleza?
– En un soneto – le dije.
Traducción de
José M. Ramos
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