...PORQUE ÉL
HA AMADO MUCHO Apenas lo
conocía y me interesaba poco. Lo había encontrado aquí y allá, esporádicamente
entre los triviales acontecimientos de la vida, en los estrenos teatrales, en
los restaurantes que consideran con desdén gracias a las cortinas cruelmente
apartadas – a los pobres diablos callejeros; yo sabía que había estado inmerso
en aventuras financieras siempre felices, que no desdeñaba añadir a esas serias
preocupaciones la inquietud por la literatura que se comenta y por la música que
se canta en los Bouffes parisinos o en las Novedades; en nuestros escasos
encuentros, me había parecido amable, elegantemente escéptico, ingenioso con las
ideas tomadas de la última crónica de Aurélien Scholl o de Montjoyeux; a veces
se acordaba con excesiva insistencia de las canciones de Eldorado o de las
revistas de la Scala; cuando un artista, ante él, se desmandaba hablando de
alguna quimera de altos vuelos o extraña, tenía un modo de abrir un ojo azorado,
que lo clasificaba irremediablemente entre aquellos que jamás comprenderán y se
vengan, negando, de no haber comprendido. Por otra parte yo no creía que fuese
malvado. ¿Malvado? ¡Oh! no, ni mucho menos. Él pasaba pensando en otra cosa, – o
no pensando en nada: hipótesis más probable. Era la inutilidad atareada. Me
imaginaba que ni siquiera se encolerizaría con el amante de una mujer poseída y
enriquecida por él; no habría perdonado la traición de su amante, pero se habría
limitado a ignorarla; y habría entrado en casa de la bella, como de costumbre,
un poco antes del amanecer, después de la ruleta en el casino. ¿Y bien, qué? él
era parecido a tantos otros, era un jugador, –Bolsa o bacarrá,– un vividor, uno
de esos que siempre van de traje negro, desde que el gas se enciende; dicho
esto, yo no experimentaba hacía él más que una indiferencia compuesta de un poco
de piedad y ningún tipo de menosprecio. De modo que su descalabro, que tanto
alboroto produjo, no me dio ninguna lástima, dejándome frío a más no poder..
Había sido rico, ya no lo era; en lugar del palacete donde organizaba fiestas,
ahora, huyendo, tenía el refugio de los coches cama, pagados con los últimos
luises de la caja. ¡Nada más natural! ¡Nada más normal! No valía la pena ni que
se le prestase atención. *** Se había escapado, se había perdido su pista. Habían creído verle en el Havre, en Southampton, en Londres; había desparecido. Podía haber embarcado hacia algún país lejano, a América, donde se perdería como algo que cae en el Océano. Ante él, – gracias a algunos billetes de banco prestado por un amigo, – estaba la libertad, la esperanza de un nuevo comienzo, y también quizás el sueño, tras nuevas especulaciones, de acreedores desinteresados, de la estima reconquistada, ¡el sueño de la futura honradez! no tenía más que poner el pie sobre el puente del paquebote para encontrarse fuera de peligro, para sumirse en los azares sonrientes del porvenir. Pero el pobre hombre amaba a una exquisita joven que cantaba canciones picantes en un teatro de Bruselas, mientras el huía perseguido por la justicia; partió hacia Bélgica; y, una noche, fue reconocido por unos agentes, no gracias al retrato que se les había distribuido, sino a causa de la sonrisa con la que, sentado en un sillón de la orquesta, agradecía la mirada que la clemencia de su amiga le prodigaba entre dos coplas de opereta. El evadido fue hecho prisionero por el amor de ella. A él le pareció menos cruel estar detenido, encarcelado, juzgado, condenado, que no verla. Le daban igual los gendarmes o el juez de instrucción, puesto que ella tiene los labios tan rosas y tan tiernos los ojos... Se sentía demasiado enamorado de ella para no preferir la cárcel vecina al lejano exilio; y, a pesar de todo, a pesar de su banalidad de antaño, en los tiempo de la inocencia aparente, a pesar de la infamia, de las estafas demostradas y las justicias de la debacle, uno no puede dejar de pensar, sin una tierna compasión, en ese ladrón que es un amante. *** Pero sobre todo
vos, joven mujer que cantáis esta noche en ese teatro de Brusellas, sed
prudente. Sin duda se os compadecía a causa de la desgraciada aventura que
generó en torno a vos tanto escándalo, a causa del dinero perdido. Me pregunto
si vos, cuyo oficio es derramar encanto y despertar alegría, os encontraríais
sin amargura en las boinitas fiestas siendo aplaudida y aclamada. Vos estaríais
melancólica como la única rosa de un jardín en la que no incide el sol, y se
diría: «¡Pobre niña!» *** Sin embargo tal vez os estéis reprochando esa mirada llena de dulzura hacia el despreciable amante, siempre amado; vos os decís que si hubieseis sido más fuerte, que si hubieseis sabido reprimir la ternura que os obligaba a volveros hacia él, a hacerle señas, a decirle con mudo movimiento de los labios: «Sí, sé que tu estás ahí, es a ti hacia quien me inclino, todo el mundo está contra ti, pero yo te amo», no lo habrían reconocido, no lo habrían detenido. ¡Oh! no os arrepintáis, señora! En los extraños países, tan lejos de vos, ¿qué suerte le estaría reservada? lo que le esperaba –a pesar de bellos espejismos – tal vez era la miseria, y la vanidad de los esfuerzos y del desánimo que aconseja un revolver en la sien. Gracias a vos, está detenido; pero, gracias a vos también, puede esperar alguna dulzura en su debacle; es muy difícil odiar y despreciar completamente al hombre que una hermosa joven cree todavía digno de una mirada; y, no menos que de su cariño por vos, nacerá, del amor que os ha tenido, una piedad por él. Traducción de José M. Ramos |