...PORQUE ÉL HA AMADO MUCHO

Apenas lo conocía y me interesaba poco. Lo había encontrado aquí y allá, esporádicamente entre los triviales acontecimientos de la vida, en los estrenos teatrales, en los restaurantes que consideran con desdén gracias a las cortinas cruelmente apartadas – a los pobres diablos callejeros; yo sabía que había estado inmerso en aventuras financieras siempre felices, que no desdeñaba añadir a esas serias preocupaciones la inquietud por la literatura que se comenta y por la música que se canta en los Bouffes parisinos o en las Novedades; en nuestros escasos encuentros, me había parecido amable, elegantemente escéptico, ingenioso con las ideas tomadas de la última crónica de Aurélien Scholl o de Montjoyeux; a veces se acordaba con excesiva insistencia de las canciones de Eldorado o de las revistas de la Scala; cuando un artista, ante él, se desmandaba hablando de alguna quimera de altos vuelos o extraña, tenía un modo de abrir un ojo azorado, que lo clasificaba irremediablemente entre aquellos que jamás comprenderán y se vengan, negando, de no haber comprendido. Por otra parte yo no creía que fuese malvado. ¿Malvado? ¡Oh! no, ni mucho menos. Él pasaba pensando en otra cosa, – o no pensando en nada: hipótesis más probable. Era la inutilidad atareada. Me imaginaba que ni siquiera se encolerizaría con el amante de una mujer poseída y enriquecida por él; no habría perdonado la traición de su amante, pero se habría limitado a ignorarla; y habría entrado en casa de la bella, como de costumbre, un poco antes del amanecer, después de la ruleta en el casino. ¿Y bien, qué? él era parecido a tantos otros, era un jugador, –Bolsa o bacarrá,– un vividor, uno de esos que siempre van de traje negro, desde que el gas se enciende; dicho esto, yo no experimentaba hacía él más que una indiferencia compuesta de un poco de piedad y ningún tipo de menosprecio. De modo que su descalabro, que tanto alboroto produjo, no me dio ninguna lástima, dejándome frío a más no poder.. Había sido rico, ya no lo era; en lugar del palacete donde organizaba fiestas, ahora, huyendo, tenía el refugio de los coches cama, pagados con los últimos luises de la caja. ¡Nada más natural! ¡Nada más normal! No valía la pena ni que se le prestase atención.
Pero, como a todo el mundo, me invadió la cólera cuando supe de donde había obtenido el dinero dilapidado. Había sido banquero, era el que había arruinado a actrices y cortesanas. Desde luego, es de lamentarse cuando algún aventurero se lleva los honrados ahorros de personas humildes, burgueses o empleados; resultan algo muy triste los calcetines de lana, antes llenos y ahora vacíos, pero para el estafador no hay vergüenza más ignominiosa que robar el salario de los besos y de las caricias. Ser el encubridor infiel de las sumas obtenidas por la mentira del amor, el insolvente receptor de los luises dejados sobre el rincón de las chimeneas; tomar el dinero que gana la desnudez laboriosa de las putas, robarles el premio de su cuerpo, ¿acaso no es una infamia especial, desconcertante, y que merece el más despreciable odio? Se sospechan abominables engaños premeditados; consejos, entre dos vasos de champán, o, sobre la almohada tal vez, entre dos besos, vender títulos para comprar nuevas acciones; unos: «Entiende bien que si hubiese el menor peligro yo no...» y otras persuasivas palabras, y, quién sabe, la obtención, en el abandono supremo, de una firma sobre un talón o una letra de cambio. Luego, – la debacle inmediata, – con ganas de escupir en la cara del despreciable, las reclamaciones interrumpidas por alguna torpe impertinencia sobre el canapé de cuero verde del despacho, y el desabotonar apasionado de una blusa, permitiendo demorar la abertura de la caja. ¡Perfecta abyección! Vive Dios que lo que se desea es que ese miserable fuese pronto cogido del cuello, en alguna estación, por los agentes enviados en su captura.
Pero cuando fue detenido, hete aquí que se despertó en nosotros una simpatía hacia ese miserable.
¿Por que?
Porque se dejó prender por darse el gusto de sonreír a su amante.

***

Se había escapado, se había perdido su pista. Habían creído verle en el Havre, en Southampton, en Londres; había desparecido. Podía haber embarcado hacia algún país lejano, a América, donde se perdería como algo que cae en el Océano. Ante él, – gracias a algunos billetes de banco prestado por un amigo, – estaba la libertad, la esperanza de un nuevo comienzo, y también quizás el sueño, tras nuevas especulaciones, de acreedores desinteresados, de la estima reconquistada, ¡el sueño de la futura honradez! no tenía más que poner el pie sobre el puente del paquebote para encontrarse fuera de peligro, para sumirse en los azares sonrientes del porvenir. Pero el pobre hombre amaba a una exquisita joven que cantaba canciones picantes en un teatro de Bruselas, mientras el huía perseguido por la justicia; partió hacia Bélgica; y, una noche, fue reconocido por unos agentes, no gracias al retrato que se les había distribuido, sino a causa de la sonrisa con la que, sentado en un sillón de la orquesta, agradecía la mirada que la clemencia de su amiga le prodigaba entre dos coplas de opereta. El evadido fue hecho prisionero por el amor de ella. A él le pareció menos cruel estar detenido, encarcelado, juzgado, condenado, que no verla. Le daban igual los gendarmes o el juez de instrucción, puesto que ella tiene los labios tan rosas y tan tiernos los ojos... Se sentía demasiado enamorado de ella para no preferir la cárcel vecina al lejano exilio; y, a pesar de todo, a pesar de su banalidad de antaño, en los tiempo de la inocencia aparente, a pesar de la infamia, de las estafas demostradas y las justicias de la debacle, uno no puede dejar de pensar, sin una tierna compasión, en ese ladrón que es un amante.

***

Pero sobre todo vos, joven mujer que cantáis esta noche en ese teatro de Brusellas, sed prudente. Sin duda se os compadecía a causa de la desgraciada aventura que generó en torno a vos tanto escándalo, a causa del dinero perdido. Me pregunto si vos, cuyo oficio es derramar encanto y despertar alegría, os encontraríais sin amargura en las boinitas fiestas siendo aplaudida y aclamada. Vos estaríais melancólica como la única rosa de un jardín en la que no incide el sol, y se diría: «¡Pobre niña!»
Pero en este momento, compadeciéndonos de vos, casi se os admira. Vos no tenéis miedo de permanecer fiel al desgraciado que todavía os adora. El os ha arruinado, ha turbado vuestra risa y ha interrumpido, a causa de los sollozos, la continuidad de vuestras canciones; y vos ¡no os habéis negado a verle, a él, humilde, furtivo y pobre, entre la muchedumbre de los entusiastas espectadores! Vos lo habéis encantado con una acariciadora mirada, a ese despreciable hombre, ese deshecho, a ese deshonrado. ¡Ah! ¡qué encantador y tierno es eso! ¿Conocéis señora, un cuadro de Willette donde, sobre el Calvario, bajo una de las tres cruces, una muchacha bohemia se alza hacia el ladrón malo y le entrega los labios en un consolador beso supremo? Toda el alma se enternece con ese sueño de un poeta; la santa Cortesana, bajo la orca de Jesús, no puede impedir esperar el paraíso próximo; ¡oh gloria adorable! – a causa del desinterés – de ¡ser la Magdalena de un crucificado que no es dios!

***

Sin embargo tal vez os estéis reprochando esa mirada llena de dulzura hacia el despreciable amante, siempre amado; vos os decís que si hubieseis sido más fuerte, que si hubieseis sabido reprimir la ternura que os obligaba a volveros hacia él, a hacerle señas, a decirle con mudo movimiento de los labios: «Sí, sé que tu estás ahí, es a ti hacia quien me inclino, todo el mundo está contra ti, pero yo te amo», no lo habrían reconocido, no lo habrían detenido. ¡Oh! no os arrepintáis, señora! En los extraños países, tan lejos de vos, ¿qué suerte le estaría reservada? lo que le esperaba –a pesar de bellos espejismos – tal vez era la miseria, y la vanidad de los esfuerzos y del desánimo que aconseja un revolver en la sien. Gracias a vos, está detenido; pero, gracias a vos también, puede esperar alguna dulzura en su debacle; es muy difícil odiar y despreciar completamente al hombre que una hermosa joven cree todavía digno de una mirada; y, no menos que de su cariño por vos, nacerá, del amor que os ha tenido, una piedad por él.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes