EL POSESO

Joven aún, casi rico, marido de una cariñosa mujer que siempre tiene una sonrisa alegre en los labios, padre de un muchacho de nueve años y de una niña de seis que llenan la casa con un agradable tumulto de risas, – teniendo, como se suele decir, todo lo que hay que tener para ser feliz, – Pierre Féraud parece el más miserable de los hombres; ya su frente, bajo unos cabellos ya extrañamente grises, se inclina con profundas arrugas, ya sus ojos fijos, grandes, abiertos, que parecen desorbitados por el ya su boca se crispa con una maliciosa risa o se abandona con el aire de una renuncia definitiva. ¿Qué es lo que lo atormenta? ¿Qué doloroso recuerdo? Su vida, sencilla y conocida por todos los que lo frecuentan, no ha tenido ninguna de esas rudas sacudidas que quebrantan las almas. ¿Algún remordimiento quizás? Un remordimiento explicaría esa sombría actitud, esa apariencia de angustia continua; ¿pero cómo creer que haya cometido un crimen o una acción cobarde? Leal y bueno, amante, devoto con todos, dispuesto al sacrificio, irreprochable en una palabra, merece sin ningún género de duda la estima que lo rodea. Y resulta ciertamente un extraño espectáculo esa infinita desolación en el rostro de ese hombre afortunado y honesto.
No habría interrogado a Pierre Féraud si la curiosidad no me hubiese impulsado a salir de dudas; pero una vieja amistad me autorizaba a pedirle una explicación acerca de su misterioso pesar; tal vez mis consuelos suavizarían su amargura.
A mis primeras palabras, mi amigo se puso muy pálido, – más pálido aún de lo que estaba de ordinario, – hizo un movimiento retrocediendo hacia la puerta como si tuviese intención de huir. Pero se detuvo con un estremecimiento en todo su ser. «¡No! ¡no! ¡no me preguntes! ¡déjame!» Luego, bruscamente, como si una mano invisible sobre su hombro lo hubiese obligado a doblarse, se dejó caer en un sofá y se puso a llorar con la cabeza entre sus manos y el pecho sacudido por sollozos.
«¿Crees en las viejas historias de posesión? ¿Crees que el hombre y la mujer pueden estar acosados por espíritus tentadores, tener por compañero a todas horas a un demonio que les da malos consejos y que les habla al oído turbando sus conciencias? No, ¿verdad? ¿Cuentos de niñera, malas leyendas, absurda quimera? De acuerdo, así lo creo. Pero, entonces ¿quién me explicará lo que me pasa, lo que, desde hace tantos años, pasa en mí constantemente? Si Satán no existe, ¿cómo es posible que esté condenado?
«Me miras con estupefacción, no me comprendes, crees que estoy loco. Escucha.
«Una vez, – en esa época tenía doce años y era al comienzo de las vacaciones, – algunos compañeros y yo disparábamos al blanco en el jardín de mi padre con una pistola de salón. ¡Estábamos alegres y radiantes bajo el cielo en la libertad de nuestro placer! y yo estaba más alegre que los demás, sintiendo subir del corazón a la garganta esas bocanadas de gozo, de las que más adelante ya no volvería a disfrutar. Cuando fue mi turno de disparar, tomé el arma muy aprisa, introduje el pequeño cartucho. Sólo pensaba en mostrarme muy hábil; «¡vas a ver!» le dije a René, mi más querido amigo, casi mi hermano; pero cuando en la esperanza alegre del triunfo, me disponía a apretar el gatillo, – ¡horror! ¡Oh, horror nuevo entonces, y tan familiar después! – me invadió el abominable y delicioso deseo de disparar, sin motivo alguno, no al blanco sino a mi amigo. Sí, quería matarlo. No deseaba otra cosa. Y al mismo tiempo que esta idea, pasó ante mí, con la fugacidad de un rayo, toda la visión de lo que ocurriría cuando lo hubiese matado: el espanto de los demás niños en torno al cadáver, mi familia acudiendo a gritos, y yo, sin palabras, sin trastornos aparentes, ¡extasiándome en mi crimen! Emití un grito y arrojé la pistola entre las ramas y caí llorando en los brazos de René que estaba estupefacto. «¡Perdón! ¡perdón!» dije en un momento de locura tal vez debida a una insolación del mediodía; pero estaba acabado: me había apoderado para siempre del Mal Pensamiento.
«¡Acabado!, sí, como cuando se alcanza el eterno suplico de un condenado a la primera mordedura del hierro o a la primera quemadura del azufre.
«La imperiosa necesidad del mal no ha dejado de acosarme desde el funesto día, bajo todas las formas, en toda ocasión, casi a todas horas. ¿Qué hay en mí, o tan cerca de mí? ¿Quién me habla? ¿Quién me tienta? No lo sé, y creo que me será imposible saberlo nunca. Pero lo que no puedo ignorar, por desgracia, es que cuando el siniestro consejo entra en mi mente, trato en vano de desprenderme de él. ¡Y eso supone una monstruosa tortura! Ser bueno y querer perjudicar; sentirse dispuesto a llorar de piedad por un niño golpeado, por un animal maltratado, y querer pegar a ese niño, yo mismo, querer maltratar a ese animal, yo mismo; no dar una caricia sin desear que sea un estrangulamiento; pensar en el robo mientras doy limosna; aprovechar diversas circunstancias de la vida para soñar, siendo leal, en la traición, siendo casto, en el desenfreno; estando lleno de ternura, en las delicias del crimen; ser un hombre valiente que es al mismo tiempo un Judas, el marqués de Sade, Lacenaire; y siempre temiendo, en medio de las angustias de una lucha renovada sin fin, que la conciencia finalmente no me obedezca y ceda al execrable impulso, he aquí, he aquí el prodigioso tormento que ha encanecido mi cabello y me ha curvado la espalda, que ha hecho de mí, para quién la vida es tan bella, de mí, amante, amado, feliz, ¡el más deplorable de los vivos!
«¡Escucha, escucha!
«¿Recuerdas la enfermedad de mi padre el año pasado? ¿Sabes que durante más de dos meses no abandoné la cabecera del viejo, sin dormir, sin reposo, casi sin alimentarme? ¿Tú no has olvidado mi grito de alegría cuando, tras tantas mortales preocupaciones, el médico declaró que el mal estaba vencido? Pues bien, – esto es horroroso decirlo, – mientras él sufría, el querido hombre, mientras que cada una de sus quejidos me desgarraba el corazón, yo pensaba, no podía impedir pensarlo, que si moría yo sería más rico, que heredaría su casa de París, su granja de Normandía; pensaba en eso, muy a mi pesar, siempre, yo, yo, quién, para evitarle un sufrimiento habría dado hasta mi último centavo, toda mi fortuna, yo, que habría sacrificado mi vida por él con alegría; y me resultaba imposible no mirar la peligrosa poción con la que con algunas gotas de más vertidas en su manzanilla habrían dormido para siempre a mi padre. ¡Escucha todavía! Mi amor por mi esposa es devoto como una adoración; sé que la Providencia me ha dado en ella al más casto de los ángeles humanos; y desconozco en verdad lo que supera mi respeto o mi cariño hacia ella. ¡Soy un miserable! A esa dulce criatura, augusta a fuerza de pureza, que posee todas las santas ignorancias, no puedo acercarme a la hora en la que su frente se apoya sobre la almohada conyugal sin que la inmunda furia de un celo libertino no haga golpear, hasta romperlas, mis sienes, no me exaspere, no me enloquezca, y, tal vez, una noche, faltándome fuerzas para resistirme al Mal Pensamiento, haga de mi lecho conyugal algo parecido a una alcoba de prostituta.
¡Oh! ¡cómo me avergüenzo! Como alimento incesantemente el remordimiento de espantosos deseos que no se realizan, pero que me fustigan sin descanso. Tal es el horror de mi mismo que no me atrevería a pasearme solo a orillas de un río o sobre un puente, – ¡no, no me atrevería! – con mi hijo y con mi hija, pues, – abominación suprema, – vendría a mí el pensamiento, – ¡qué digo! me viene, lo siento, me posee! – de agarrarlos, apretarles la garganta, ver sus cuerpos llenos de vida, sus cuerpos adorados, mientras prorrumpo en carcajadas, caer sobre las gravas de los arcos en un estrépito de agua. Y nunca me abandonará, – tan puro, tan honesto, tan cariñoso como yo sea, – este inexorable deseo del mal. ¿Sabes que he conservado intacta la fe piadosa de la primera infancia; que creo firmemente en ese dios que me pone a prueba? Pues bien, – estoy seguro de ello – el día en que la muerte venga, a la hora suprema en la que el sacerdote, horrorizado por mi confesión ponga sobre mi labio el perdón y la salvación, entonces, – en mi religioso éxtasis, – ¡la infernal necesidad me torturará para que insulte a mi Dios y condenarme con una blasfemia!»

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes