LA PRINCESA DESNUDA

I

Hay que creer que las providencias no estuvieron muy diligentes disponiendo las cosas para contentar de un modo completo a los mortales, pues, aún estándolo, ellas no hubiesen dejado de conceder el pudor a las feas, de tal suerte que para las bellas ya no hubiese quedado más. Pensad en la dicha de nuestra mirada si nada de lo que no puede disgustar le fuese mostrado, si nada se le hubiese ocultado de todo aquello que pudiese deslumbrar. Lamentablemente, la cosas no son así. Por lo común, son las señoritas y las damas menos provistas de encantos, las más proclives a desnudarse, mientras que podrían citarse un ciento de casos al menos, en los que personas exquisitas, amadas, adoradas, haciéndose de rogar, dudarán un cuarto de hora antes de conceder al amante la vista de un brazo blanco como la nieve o un pálido seno adornado con una rosa.
Ahora bien, la princesa Azélie, cuya belleza era legendaria es esa época por toda la tierra, se mostraba más obstinada que las más modestas. Sus vestidos, que descendían hasta la punta de las babuchas, estaban confeccionados con telas tan gruesas, satenes de oro o terciopelos engalanados con plata, que el amoroso viento renunciaba a levantarlos, por muchas ganas que tuviese; y tenía unas mangas tan largas que se confundían con los guantes. Apenas consentía en dejar ver su rostro a los mensajeros seguidos de hermosos cortejos que venían a pedir su mano para emperadores o reyes.
¡Se mostraba muy cruel también con un mago que vivía en la montaña vecina! Aunque era, por lo que se contaba, el más sabio de los encantadores, no llevaba una barba blanca, su cráneo no se parecía a una lisa bola de marfil; no, era joven como un paje, con unos cabellos de oro que caían en bucles sobre los hombros. Pero, por muy apuesto que fuese, y aunque, en el fondo de su corazón, ella experimentase quizás alguna ternura por ese guapo brujo, la princesa Azélie, con todos los síntomas de la más violenta cólera, lo expulsó de su presencia, porque un día, habiéndolo encontrado en un paseo de acacias en flor, él se había arrodillado ante ella, turbado de amor, con el corazón y los ojos extraviados, rogándole que no le ocultase el dedo meñique con la uña rosada, tan fino y tan frágil que tenía bajo su guante.
Hacer de un mago un enemigo es algo peligroso; la princesa Azélie lo comprobó en sus propias carnes.

II

Una vez ocurrió que, despertando de una siesta, se encontró completamente desnuda sobre el césped. ¡En pleno día! ¡Completamente desnuda! ¡Entre la luz que la envolvía como las miradas de un millón de ojos! Y, horrorizada, se preguntaba como podía suceder que estuviese allí, sin vestimentas, en esa clara soledad, cuando vio delante de ella al joven mago que reía con aire burlón. Ella comprendió que él era el responsable, que se vengaba por mediación de su brujería, del gran pudor con el que ella lo había ofendido. No pensó en implorar, teniendo el alma altanera, sino que huyó, corriendo, corriendo desesperadamente, esperando algún cobijo donde pudiese esconder la incomparable gloria de su perfecta belleza. La amorosa brisa que antes no podía levantarle la falda, ahora no tenía, arrebatada de gozo, nada más que desear.
Azélie emitió un grito de triunfo. Acababa de ver una cabaña con la puerta abierta y las ventanas cerradas, que parecía abandonada. Se precipitó hacia ella y se encontró en la sombra, creyéndose salvada. Pero ocurrió un terrible prodigio: las paredes del oscuro habitáculo se fueron haciendo poco a poco menos sombrías, menos opacas, casi transparentes, completamente diáfanas, convirtiéndose en paredes de cristal: ¡la desnudez de la princesa no estaba más oculta que de día! El joven mago, no lejos de allí, reía y la miraba.
Ella abrió una ventana, saltó, se escapó, se puso a correr, dejando tras ella una estela de blancura y de perfume. Llegó a las proximidades de un gran bosque: se puso muy contenta, pues en el espesor de los follajes y de las ramas, ocultaría a todas las curiosidades la espantosa rosa y los estremecimientos de su joven cuerpo. Por desgracia, apenas había entrado en el bosque, cuando todos los árboles, troncos, ramas y hojas, lentamente se hundieron en el suelo: la princesa estaba completamente desnuda en medio de la inmensa llanura luminosa que antes había sido un bosque. El joven mago parecía estar disfrutando al observar el aspecto furioso y a la vez penoso que la princesa no podía evitar tener.
Continuó huyendo. Tras varias horas, evitando las ciudades, circunvalando los pueblos, – pues tanto temía ser vista en el estado en el que se encontraba, –alcanzó la orilla del mar. ¡No lo dudó! Se vestiría de onda azul y negra, se hundiría bajo la profundidad de las olas. ¡Morir! consentiría en ello, pues pudiese ser que muerta fuese vestida. Así pues, se arrojó en el tumultuoso y misterioso océano. Pero, desde el momento en el que hubo penetrado bajo las olas, desde que la indiferencia del mar estuvo por encima de ella, la princesa Azélie se estremeció; pues hete aquí que las aguas, poco a poco, bajaban, bajaban, desaparecían, se desvanecían en las mojadas arenas: ella permaneció completamente desnuda sobre las rocas y las grandes algas del Océano enjugado. El joven mago se retorcía de risa.
Entonces ella comprendió que era inútil luchar contra el poder del encantador, decidiéndose a entablar un diálogo con él.

III

–Señor, –dijo – perdóneme. Es cierto que hice prueba de una modestia tal vez excesiva el día en el que rechacé mostraros mi dedo meñique de uña rosada. ¡Pero considerad que me habéis castigado terriblemente por mi gran pudor! Hacedme el favor de que pueda tener los trajes que convienen a mi sexo y a mi rango; os juro que, apenas vestida, no dejaré de ofrecer a vuestros ojos mi dedo meñique y mi mano entera.
Él se río con más intensidad.

Traducción de José M. Ramos
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