LA PRINCESA Y EL PÁJARO

I

Aunque fuese bajita y hubiese adoptado por hermana mayor a su muñeca, la hija del rey de la Isla de Oro era la más bonita princesa de la tierra; cuando su padre la vio en edad de amar y ser amada, su padre le preguntó si sentía repugnancia por el matrimonio.
–¡Oh, no! – dijo.
–Entonces voy a invitar a festejos y bailes a todos los jóvenes príncipes de los alrededores para que puedas hacer una elección digna de tí y de mí.
– ¡Oh, padre, no tenéis que recibir a tantos príncipes en la corte! Eso os supondría gastos inútiles. Hace mucho tempo que tengo un amigo y no desearía otra cosa que me dieseis por marido al ruiseñor que se posa todas las noches en el rosal trepador de mi ventana.
El rey, como se puede imaginar, hizo muchos esfuerzos para conservar la seriedad que conviene a una cabeza coronada. ¡Su hija quería casarse con un pájaro! ¡Tendría un yerno emplumado! ¿La boda se celebraría en un árbol o en una jaula? Esas burlas afligieron cruelmente a la princesa que se retiró con el corazón encogido. Por la noche, acodada en su ventana, mientras el ruiseñor preludiaba entre las espinas en flor, dijo:
–¡Ah! bello pájaro que adoro, no es momento de regocijarse, pues mi padre no quiere consentir en nuestros esponsales.
El ruiseñor respondió:
–No os preocupéis, mi princesa; todo irá bien puesto que nos amamos.
Y la consoló cantándole las hermosas canciones que sabía.

II

Entre tanto, ocurrió que tres gigantes (en realidad eran unos magos muy famosos), llegaron a asediar la capital del reino de la Isla de Oro. Al ser temibles no tenían necesidad de estar acompañados de un ejército de lo robustos y crueles que eran. Avanzaron solos hasta la muralla e hicieron saber, hablando con voz atronadora, que si antes de tres días no se les entregaba la ciudad, la demolerían piedra a piedra tras haber masacrado a todos sus habitantes; y lo que decían no hubiesen dejado de hacerlo. Se produjo un espanto tan grande que todas las madres corrían a través de las calles estrechando contra sí a sus hijos que lloraban, como las zarigüeyas que llevan a su camada; entre los cortesanos había muchos que se preguntaban si no sería lo mejor someterse a los tres magos, pues es más glorioso que prudente ser fiel al menos fuerte.
Para evitar el peligro el rey se valió de un medio: envió correos a todos los príncipes de los alrededores con la misión de anunciar que daría a su hija en matrimonio a aquél que los librase de los gigantes. Pero los príncipes, considerando la lucha desigual, evitaron entrar en conflicto por seductora que fuese la recompensa prometida; de modo que, un poco antes de la noche del tercer día, todo el mundo esperaba perecer en los escombros de la ciudad, cuando algunas personas, vigilando desde lo alto de la muralla, vieron a los tres gigantes salir con gestos de dolor y de sufrimientos de la tienda donde dormían la siesta, huyendo y gritando como locos.
La alegría general fue tanto o más grande que lo había sido la desesperación; sin embargo uno se perdía en conjeturas sobre la causa de una liberación tan imprevista.
–Padre mío, dijo la princesita, es al pájaro que amo a quien hay que agradecer este feliz acontecimiento. Él ha entrado volando bajo la tienda de vuestros enemigos y con su pico les ha picoteado los ojos mientras dormían. Pienso que mantendréis vuestra promesa y que me permitiréis tener por marido al ruiseñor del rosal trepador.
Pero el rey, – bien porque juzgase poco verosímil el relato de la princesa, bien porque, a pesar del servicio prestado, decididamente le repugnaba ser el suegro de un pájaro, – rogó a su hija que no le rompiese la cabeza; incluso le volvió la espalda de muy mal humor.
Por la noche, mientras el ruiseñor preludiaba entre las flores y las hojas, ella dijo:
–¡Ah! bello pájaro que adoro, no es momento de regocijarse; pues mi padre no quiere consentir en nuestros esponsales pese a que lo hayáis librado de los gigantes.
El ruiseñor respondió:
–No os preocupéis, mi princesa; todo irá bien, puesto que nos amamos.
Y la consoló cantando nuevas canciones que había compuesto.

III

Pasado algún tiempo, el tesorero del palacio desapareció sin que nadie supiese a donde había huido y se encontró vacío el gran cofre de cedro y oro que antes contenía tantos rubís, diamantes y perlas. El rey, bastante avaro por naturaleza, se mostró muy triste de haber sido despojado de ese modo; y aun cuando tuviese muchos otros tesoros, no dejaba de quejarse como un mendigo a quién se le hubiesen sustraído todos los centavos reunidos en diez años de «una limosna, por favor» y de «¡Dios se lo pague!» Hizo transmitir mediante heraldos, a los reinos de los alrededores, que daría a su hija en matrimonio a aquél que, príncipe o no, descubriese al ladrón y devolviese las piedras preciosas. Eso no sirvió de nada; pasaron muchos días y no se tenían noticias del tesorero ni del tesoro. Pero, una mañana, cuando el rey levantaba con melancolía la tapa del cofre, emitió un grito de alegría. ¡Todas las perlas estaban allí, y todos los rubíes y diamantes! Se hubiese dicho, de tanto centelleo que producían, que la habitación estaba llena de estrellas.
Pueden imaginar fácilmente la satisfacción del rey; sin embargo, le hubiese gustado conocer a la persona que había devuelto las piedras preciosas.
–Padre mío, dijo la princesa, es al pájaro que amo a quién hay que agradecer este feliz acontecimiento. Él vigiló y siguió al ladrón, él sabía donde estaba oculto el tesoro. Durante muchas noches y muchos días, con mucho esfuerzo, – llevando un rubí en su pata izquierda, una perla en su pata derecha y un diamante en su pico, – ha viajado desde el escondite al cofre; yo le abría la ventana durante vuestro sueño o cuando vos estabais de caza. Pienso que deberíais mantener vuestra promesa y que me permitiréis tomar por marido al ruiseñor del rosal trepador.
Pero el rey no era menos obstinado que avaro. Como las personas que persisten en un error, optó por enfadarse y manifestó a su hija que la encerraría en una torre si le volvía ha hablar de matrimonio con marido semejante.
Por la noche, mientras el ruiseñor preludiaba bajo las ramas pálidas de luna, ella dijo:
–¡Ah! hermoso pájaro adorado, no es momento para regocijarse; pues mi padre no quiere consentir en nuestros esponsales aunque le hayáis devuelto el tesoro.
El ruiseñor respondió:
–No os preocupes, mi princesa; todo irá bien, puesto que nos amamos.
Y la consoló cantándole nuevas canciones que había compuesto para ella y eran las más dulces que jamás hubiese oído.

IV

No la consoló lo suficiente y ella fue presa de una languidez a causa de su amor frustrado que la condujo a la muerte. Para llevarla al sepulcro real la pusieron sobre una carroza de claveles blancos y rosas blancas, donde estaba más banca que las flores; seguida de una muchedumbre anegada en lágrimas, el rey caminaba al lado del perfumado lecho, emitiendo gritos desgarradores que hubiesen conmovido un corazón de mármol. Cuando llegaron al cementerio, y se disponían a meter a la bonita difunta en la tumba, un ruiseñor gorjeó posado sobre una rama de ciprés.
–¡Rey! ¿Qué darías a aquél que te devolviese viva la princesa a la que lloras?
–¿A quién me la devolviese le daría su mano, lo juro, ¡y con ella la mitad de mi reino!
–¡Conserva todo tu reino! Tu hija me basta. Pero ten cuidado de faltar a tu juramento.
Dichas esas palabras, el ruiseñor descendió del árbol, se posó sobre el mentón de la muerta, y se pudo ver que con el extremo del pico, le introducía una brizna de hierba entre los labios. Era una brizna de la hierba que reaviva.
La princesa resucitó de inmediato.
–¡Ah! padre mío, creo que finalmente mantendréis vuestra promesa, y que me permitiréis tomar por marido al ruiseñor del rosal trepador.
Lamentablemente el rey no temía el perjurio aún; desde que tuvo entre sus brazos a su hija bien viva, ordenó a sus cortesanos que cazasen al impertinente pájaro.
Entonces sucedió algo que pareció muy sorprendente a muchas personas:
La pequeña hija del rey pareció todavía más pequeña y, siempre disminuyendo como un copo de nieve al sol, acabó por ser una grácil criatura alada menos gruesa que el puño de un recién nacido. La más bonita de las princesas se había convertido en el más hermoso de los pajarillos, y mientras su padre, arrepintiéndose demasiado tarde de su ingratitud, tendía sus brazos desesperados, ella levantó el vuelo con el ruiseñor hacia los grandes bosques vecinos donde aprendió muy pronto como se hacen los nidos.

 

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes