LA PRUEBA

 

Una noche en la que no dormían, – noche semejante a todas las demás noches, pues el uno junto al otro jamás dormían, – ella, levantando sus brazos desnudos de donde se deslizaron los encajes hasta los hombros, le preguntó:

–¿Qué te ocurre, cariño? Por qué estás mudo, con esa tristeza en los ojos, mientras yo te abrazo, te mezo y te beso? ¿Qué te falta, y qué puedes echar de menos, o desear, cuando yo no te niego nada y quisiera darte más todavía? ¿No soy bastante hermosa? ¿La nieve de mis senos no está lo bastante perfumada bajos tus labios? ¿O consideras que el oro ardiente del sol es más rojo que mis cabellos? Dime, habla, explícate; pues tus preocupaciones me atormentan cruelmente. Tal vez la habitación principesca que todas las noches te acoge, no te parece maravillosamente lujosa con sus muselinas de Sirinagor, y los fulgores, aquí y allá, de abalorios que son rubís, diamantes y perlas? Las especies de la cena, – mientras de rodillas yo te miraba hundir tus labios en el vaso que mi boca enviaba, – te han parecido amargas, o las codornices de Córcega no estaban cocinadas en su punto, en el azúcar ácido de las uvas verdes de Chio? ¡Oh! no me ocultes lo que te ha molestado, mi niño, puesto que que no tengo más alegría que verte sonreír.

El ingrato, con voz enfurruñada, respondió:

–Si estoy enfadado es porque no estoy seguro de tu amor. Tú eres más hermosa que todos los sueños y más fragante que todas las flores. Tu habitación es el suntuoso nido de delicias infinitas, y la cena ha debido ser preparada por esos ángeles cocineros que se ven en los cuadros de Murillo. Sin embargo, no estoy satisfecho, porque me da la impresión de que, a mi lado, tu corazón no late con fuerza, porque no siento las venas bajo tu piel hincharse enfebrecidas cuando mis manos rodean tus brazos.

Ella lo miró, asombrada.

 

II

 

La valerosa mujer se había atrevido a todo por el amor de ese joven que tenía los ojos tan grandes. Ella, noble, ilustre, casi Alteza, tan bella, no se había limitado a entregarse a él. A fin de complacer a ese escolar bohemio, que desde hacía tiempo se había acostumbrado a los besos de las sirvientas de las tabernas, ella, sin apenas ocultar que lo amaba, había afrontado el desprecio y el más grande de los peligros. Pues su marido, en su robusta vejez, era un hombre temible. Celoso del antiguo honor de su estirpe, la menor sospecha le habría hecho olvidar toda misericordia, y no hubiese dudado en golpear a la esposa adúltera y arrastrarla por los cabellos con las manos ensangrentadas. A ella no le importaba. Cada noche, – cuando todos estaban dormidos en el palacio–, ella salía sin miedo, con la cabeza tapada con una manta, iba a buscar a su amante, que no siempre se dignaba en esperarla, a un miserable cuchitril. Lo tomaba del brazo, lo arrastraba, lo llevaba consigo al domicilio principesco. Para no despertar a los criados, caminaba descalza sobre las frías losas de los vestíbulos. Un solo ruido, y todo el servicio doméstico, despertado, habría acudido, hubiese constatado, proclamado el deshonor del amo. Ella no temblaba. «¡Ven! ¡ven!» decía en voz baja. Y, hasta la madrugada, sí, hasta el pleno día, – pese a que la huida del amado pudiese ser sorprendida y revelada, –lo mantenía entre sus brazos, ebria, en la habitación contigua a aquella donde algunas veces sonaban, entre el gran silencio nocturno, los pasos tan cercanos del esposo que habría podido mostrarse de repente, armado, ¡del esposo que no hubiese tenido compasión!

 

III

 

Sin embargo, el amante repetía:

–No, tú desconoces a mi lado la fiebre de los amores apasionados; tu aliento es lento, regular, apacible, tu pulso no está más agitado que el de un bebé que duerme.

–¡Oh! ¿eso crees?–dijo ella.

La mujer pensó durante un instante.

–¡Te demostraré que te equivocas!

Luego, con voz de mando, exclamó:

–Ocúltate bajo las sábanas. Ocúltate, te digo, sin soltar mi mano, y, ocurra lo que ocurra no te muevas si valoras la vida.

Lo ordenaba con tal firmeza que él obedeció, instintivamente, sin decir ni una palabra; cuando su cuerpo hubo desparecido entre las sábanas, con la cabeza bajo la almohada, ella tiró violentamente del cordón del timbre que pendía en la alcoba, lo agitó como en un despertar sobresaltado.

Un instante después, se produjo en la habitación una irrupción enloquecida de servidores. ¿Qué era eso? ¿Qué sucedía? ¿Estaba enferma la señora? ¿o había tenido alguna espantosa pesadilla? La precipitación, aún a media dormidos, de los sirvientes, iba, venía, se producía con mil palabras, con brazos levantados que ni siquiera han tenido tiempo de entrar en las mangas.

La joven mujer dijo:

–No me siento bien. Rogad al príncipe que venga a mi lado.

Advertido en el campo, el esposo apareció preocupado, interrogante.

–En realidad, – explicó ella,– es un mal que me ha tomado de repente y que no sabría explicarme. Os ruego que ordenéis llamar al médico.

A una señal, los sirvientes salieron; el príncipe se mantenía cerca de la cama, observando a la enferma con ojos llenos de una ternura alarmada. Si uno de los pliegues de la sábana se hubiese movido, si un movimiento de la almohada hubiese revelado una presencia culpable, la joven esposa no habría podido ver amanecer, y el alba hubiese llorado al verla, muy pálida, entre los encajes de la cama, rojos por la sangre.

Llegó el médico.

–Doctor–, dijo ella tendiéndole la mano izquierda, – con la derecha mantenía siempre la mano de su amante, – doctor, tómeme el pulso. ¿No es cierto que tengo una fiebre muy violenta?

El médico respondió tras un silencio:

–¡Muy violenta, en efecto! Como bajo el efecto de una emoción muy fuerte.

Ella continuó:

–Ponga su oído en mi corazón. ¿No es cierto que late de un modo desacostumbrado?

–El médico, tras haber obedecido, dijo:

–¡Late extrañamente, señora!

A estas palabras, el viejo esposo no puedo contener un grito, y sus robustos brazos comenzaron a temblar. ¿Qué era ese mal repentino? ¿era grave? ¿tal vez mortal? «¡Ah!, doctor, ¡todo lo que poseo es suyo si cura usted a la princesa!»

Pero ella dijo sonriendo:

–No os preocupéis. Ya veréis como no será nada. Me siento mucho mejor ya, y pienso que algunas horas de buen sueño acabarán por sanarme.

 

IV

 

–¡Ves como te equivocabas? – dijo ella cuando estuvieron solos, con una hermosa risa triunfal.

Pero el amante, salido de debajo de la almohada, tiritaba entre las sábanas como alguien que estuviese desnudo en la nieve, no decía palabra, le castañeaban los dientes; ella observó que estaba muy pálido.

Entonces se sintió llena de desdén, y arrojó de su cama a ese hombre que había tenido miedo mientras  ella exponía su vida para demostrarle los latidos de su corazón.

 

 

CATULLE MENDES

Publicado en Gil Blas el 8 de enero de 1884.

Traducción de José M. Ramos González

En exclusividad para http://www.iesxunqueira1.com/mendes