PUCK DENTRO DEL ORGANILLO

I

En cierta ocasión, Puck tuvo una disputa con unas abejas porque se había introducido subrepticiamente en una colmena para robar miel; las moscas doradas, embriagadas de melaza, le recriminaron despiadadamente con sus aguijones, en un tumulto de alas luminosas. En verdad, Puck no sabía donde meterse. Tomó partido por huir, saltando de rama en rama, brincando de brizna de hierba en brizna de hierba, diciendo a los pájaros: «¡Dejadme paso!» gritando a las cigarras: «¡Aparta! ¡aparta!» y pidiendo a las ardillas, que se escabullían entre las hayas, que lo dejasen subirse a sus lomos. Pero las crueles abejas no perdían su pista. Realmente él temía no poder sustraerse a su enfado, cuando, llegado a una calle de un pueblo, observó a un pobre muchachito, harapiento, tiñoso, que tocaba el organillo pidiendo limosna. ¡Ah! no era una hermosa música lo que salí del instrumento resquebrajado, desafinado y estropeado. Pero Puck no estaba de humor para reparar en tonadas más o menos agradables. Viendo el organillo, no se le ocurrió otra cosa que ir a ocultarse allí para evitar la persecución de sus enemigas. Hecho como dicho. Un duende se desliza fácilmente por donde no podría pasar el dedo meñique de una niñita. ¿Quiénes fueron engañadas? las abejas que, revoloteando a su vez en la calle del pueblo, ya no vieron a nadie, excepto al muchachito que giraba la manivela. Muy decepcionadas, retomaron su vuelo hacia sus rosas y sus jacintos, que comenzaban a aburrirse al no ser picoteadas en los jardines.
Pero, entonces ocurrió algo extraordinario. El organillo, antes tan patético, ahora emitía las más bellas canciones que se puedan oír; habríais dicho que esta repleto de ruiseñores, de currucas y alondras matinales, de los melodiosos sonidos que de allí salían, de los ligeros trinos y de los bonitos y claros gorjeos! toda una pajarera entre cuatro tablas. ¿De dónde provenía eso? del capricho de Puck, que, no sabiendo en que emplear su tiempo en el instrumento que lo había cobijado, cantaba para distraerse; ahora bien, nadie ignora que a fuerza de escuchar, desde la primavera al otoño, la algarabía de los nidos, se había hecho más hábil que nadie en el difícil arte de encantar por la voz. El mendigo fue el primero en asombrarse tanto como es posible estarlo, – jamás habría pensado su organillo capaz de tan deliciosa música! – si en el umbral de las puertas, bajo las ventanas abiertas, había grupos de personas encantado que no podían creer lo que sus oídos escuchaban. «¡Oh! ¡Qué bonito! ¡ah! ¡Qué agradables romances! ¡Que bien suena! »Los más avaros arrojaban unos centavos, monedas blancas; habrían arrojado Luises si los hubiesen tenido. Incluso las mujeres y las muchachas encontraban que el joven muchachito no era tan desabrido como se hubiese podido tener en una primera impresión; su tiña, considerando bien las cosas, hacía que su cabello fuese rubio, como pajas doradas; debía tener la piel blanca bajo los harapos. Tanto es cierto que resulta agradable ver lo que es agradable escuchar; fue por el oído más bien que por los ojos como se entró en los corazones.

II

La fama del organillero se propagó muy aprisa por las aldeas y los burgos. Pronto quisieron escucharle en las más magníficas ciudades y las más grandes capitales; el entusiasmo se desbordó. No había armonía delicada y amorosa hasta el punto, – pues arrullos de ramas se mezclaban ahora con los trinos de los pajarillos, –que todavía no hubiese deslumbrado a los diletantes. Él ya no iba a las fiestas populares. Solo se dignaba a aceptar las invitaciones en casa de la marquesa al salir de la casa de la condesa. Apenas comenzaba a hacer girar la manivela que ellas se extasiaban detrás de sus abanicos. «¡Ah!, querida, no se podría una hacer una idea de semejante encantamiento! ¿No da la impresión de estar en paraíso? En lo que a mi concierne, pienso que los ángeles no interpretan tan divinos conciertos con sus mandolinas ni sus laúdes.» Él no encontraba esos elogios exagerados, acostumbrándose a la gloria.
Ya no habríais reconocido al niño bohemio del camino. Ahora se vestía con satén escarlata y broches de plata, y llevaba sobre sus cabellos en bucles una corona de piedras preciosas y perlas finas; pues no era meno rico que ilustre; en lugar de las monedas que se le arrojaban antes, unos pajes arrodillados de ofrecían, de parte de sus amos, ducados, doblones, luíses y joyas sobre un plato de oro; y las bellas damas que obtenían de él el favor de una audición particular, le hacían regalos mil veces más preciosos.
La hija del rey escuchó hablar del maravilloso músico; ordenó que se le condujese a la corte. Ella desconfiaba temiendo una decepción; no creía posible justificada su fama. Pero, tras cuatro compases se vio invadida de tal entusiasmo que juró con gran pasión: «’Jamás tendré otro esposo que este apuesto organillero!» Esto, al principio, no fue del agrado del rey. Un gran monarca no se digna a admitir por yerno a un muchacho sin abolengo, – incluso sin padre ni madre – que mendigó por los caminos. Pero habiendo caído el rey en una lánguida enfermedad, los médicos declararon que no podría ser curado de otra forma que no fuese mediante el encanto de la música; fue necesario recurrir al melodioso vagabundo; con tres giros de manivela, el monarca recuperó la salud tanto como pueda ser deseable. Entonces el agradecimiento triunfó sobre el orgullo, y el mendigo de antaño se casó con la princesa.

III

¿Creéis que después de eso su gloria y su dicha llegaron hasta lo más alto? Os equivocáis. En cierta ocasión que el ejército partía para la guerra, él se situó el primero de la fila con el organillo interpretando furiosos cantos de combate – pues Puck recordaba haber oído a soldados tocar las cornetas en el bosque – que, según la opinión general, la victoria fue debida a la valentía extraordinaria que esa música había inducido en los corazones. Los pueblos, en su gratitud, no dudaron: el músico fue elegido emperador de toda la región y tuvo a su suegro por vasallo.
Y nunca reino alguno había sido tan glorioso ni tan feliz; para que sus más miserables súbditos estuviesen contentos de su suerte, para que no hubiese desesperación, ni cólera, ni revueltas, bastaba al nuevo amo hacer escuchar algunas de sus melodías.
Se comprendió que la corona, el cetro, los palacios llenos de cortesanos no eran más que débiles recompensan por un mérito semejante. De aquél al que se le había hecho emperador, se le hizo dios; le dedicaron templos de alabastro y porfiria, siempre llenos de inciensos y orantes arrodillados; había en ellos, pintadas sobre las paredes y encima de todos los altares, imágenes del organillo al que se adoraba. ¿Qué hombre conoció nunca tal gloria? Y, con tantos triunfos, él estaba alegre y poseía la dicha incomparable de hacerse tocar para él solo una música que lo hacia llorar de delicia.
–¡Ah! ¡ya está bien! – se dijo Puck – ya hace mucho tiempo que estoy en esta caja y comienzo a aburrirme.
Echó un vistazo al exterior, y, viendo que las abejas ya no estaban, se marchó ajugar al lindero del bosque cerca de Atenas, con el Sr. Flor de los Guisantes y el Sr. Tela de Araña.

IV

¡Toda la ciudad prorrumpió en carcajadas! ¿De la música? Digamos que un jaleo que espantaría a los osos bailarines. Jamás estrépito tan discordante había desgarrado los oídos. No se podía soportar. ¡Y no se soportó! Se expulsó al dios de los templos, al emperador de sus palacios. ¡Fi! ¡fi! ¡fuera de aquí! ¡fuera de aquí. Y las servidumbres de las cocinas, para burlarse del desdichado, le perseguían blandiendo y haciendo sonar unas cacerolas.
Él esperó encontrar una mejor acogida en casa de las marquesas y condesas que se extasiaban antes detrás de sus abanicos; pero, desde las primeras notas: «¡Oh! ¡oh! ¿qué significaba eso? En cuanto a mí, pienso que se ha dejado entrar en la casa a todos los gatos del país.» Luego, los criados lo empujaron a la calle, no sin haberle roto sus bonitos vestidos y robado el dinero que tenía en los bolsillos.
Desesperado, volvió a los pueblos donde antaño se le habían arrojado unos centavos, donde las muchachas se agrupaban al paso de las puertas, en el éxtasis de escucharle. Apenas comenzaba a tocar cuando las campesinas huían tapándose los oídos; ¡fueron piedras lo que le arrojaron! Entonces comprendió que habían acabado todas las glorias y todas las dichas. Se dejó caer al borde del camino, harapiento, tiñoso como en los tiempos de las antiguas miserias, sin otra esperanza que la muerte, tanto o más triste que, si empujaba la manivela del organillo, emanaba del instrumento un agrio ruido que incluso a él mismo lo deprimía.
Y contando este cuento, he pensado en los poetas tiernos o sublimes, durante mucho tiempo inspirados,, porque ellos tuvieron un amor en su alma, en los poetas gloriosos, casi dioses, que ahora languidecen, solos, sin sueños, en el olvido, y no pueden siquiera extraer de su corazón ni un lamento consolador, – de su corazón roto, ajado, estropeado, de donde las bellas músicas, junto con el amor, levantaron el vuelo.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes