PUNTOS DE VISTA

–Abracémonos – dijo Colette.
–¡Sí, me gusta!– dijo Lila.
–No. Seamos serias. Abracémonos con seriedad. No es motivo de risa, querida. Vengo a despedirme.
–¡Cómo! ¿Te vas?
–Me voy.
–¿Sin mí?
–El país al que voy no te gustaría – dijo Colette con tono de superioridad, un tanto desdeñosa.
– ¿Pero de qué país se trata? ¿Está cerca? ¿Está lejos?
– Muy lejos de ti, muy cerca de mi.
–Creo que me estás tomando el pelo.
–Jamás estuve menos dispuesta a bromear. No se trata de una de esas regiones, ciudad, aldea, montaña, playa, donde descienden a la vez todos lo que suben al mismo tren, sino de una región inmaterial cuya proximidad varía según que las almas peregrinas estén más o menos dispuestas a ir allí; en cuanto a mí, siento que casi he llegado.
Lila no comprendía nada y abría como platos sus pequeños ojos y su pequeña boca; entonces Colette, que miraba el techo al igual que una santa contemplaría el cielo, dijo:
– ¡Parto para el país de los eternos amores y de las inviolables fidelidades!
La otra comenzó a reír a mandíbula batiente.
–¡Magnífico! ¡Ya te entiendo! No es la primera vez que emprendes semejante viaje. ¡Pero regresas enseguida!
–¡Lila!
–¡Bueno! no te ofendas. No tengo porque sospechar de la sinceridad de tus intenciones. Sé muy bien que en el momento de cada partida, estás realmente decidida a un exilio sin retorno. A pesar de mil experiencias...
–¡Mil! ¡Qué dices!
–Digamos quinientas. A pesar de tus recuerdos que cuentan tantos olvidos como otros tantos amores, de tantos rápidos desenlaces a tantas fervientes pasiones, a pesar de tus cajones llenos de todos las dulces notas que nunca vuelves a leer, y de todas las fotografías, en las cuales no reconocerías rostros que durante una noche te fueron tan queridos, a pesar de todo eso sigues siendo la persona más ingenua e inocente que existe; desde que alguien te gusta, piensas que jamás dejará de gustarte; en el momento que amas, estás convencida de que amarás por siempre; y, de cada una de tus fantasías esperas una interminable novela. Luego, la novela se acaba, en algunos besos, como un cuento.
–Esta vez,– dijo Colette, – me he entregado para no volver atrás.
–No olvides que Ludovic y Tristán nos esperan, dentro de ocho horas. En Trouville.
–Me esperarán en vano. Es posible que antaño haya tenido el corazón frívolo; no podría negártelo a ti, que demasiado a menudo fuiste mi cómplice...
–¿Demasiado a menudo? ¡ah! ¡ingrata!
–No podría ocultarte las numerosas debilidades a las que me he abandonado y la brusquedad de mis inconstancias. Pero si con frecuencia fui culpable de infidelidad, la culpa no se me debe ser imputada sólo a mí: ¡no había encontrado realmente al hombre digno de una amor perenne! Mientras que ahora... ¡ah! querida, ¡si conocieses al que quiero! tiene todas las cualidades, las tiene, ¡y muchas más todavía!
– Que mañana serán otros tantos defectos. Es algo extraordinario, Colette mía, pero completamente innegable que cuando se deja de amar, – y eso ocurrirá, más tarde o más temprano,– las cosas que disgusta. Algunas mujeres, – las llamadas mujeres virtuosas – se obstinan en no reconocer este cambio de opinión de su corazón; ellas se obligan a no detestar, aunque él sea ruido, a aquél que eligieron porque era rubio; obedientes al deber, todavía besan, con una embriaguez muy bien fingida, unos ojos azules antaño adorados, cuyo soso color finalmente las asquea; y tal vez, por la continuidad de la mentira, llegan a recrear la ilusión primera. Pero a nosotras, que la costumbre de los rápidos placeres, nos disuade de caer en el aburrimiento, no perdemos el tiempo en esas hipocresías; nosotras evitamos, desde el momento en que ya no es agradable, permanecer donde estuvimos; y debes saber bien, Colette mía, que antes de tres días – ¡serás tú quién esperará a Ludovic y a Tristán! – debes saber que antes de tres días, deplorarás en tu amante las cualidades con las que hoy se extasía tu nuevo capricho. El corazón carente de imaginación ama y luego se vuelve indiferente, o lleno de odio, por las mismas razones.
Colette dijo:
–Tu chocheas. Jamás odiaré, ni seré indiferente – ¡lo que sería peor! – respecto al que adoro. Si sólo lo amase porque es guapo podría cansarme de su rostro pálido de ojos marrones, llegar ¿qué sé yo? a reprocharle que es un petimetre, a encontrarle algún parecido con los primeros jóvenes de los dramas románticos; si sólo lo amase porque es cariñoso, podría, agobiada por sus ternuras, enojarme con sus suspiros y sus elegías de rodillas; y si sólo lo amase porque canta mejor que nadie, con una voz de barítono – los tenores ya han acabado para mi – los romances de las óperas italianas, podría, prendada de pronto de la música alemana, despreciar sus gorgoritos y sus toques de órgano de violonchelo jadeante. Pero, gracias a Dios, el encanto que me ha vencido por encima de todo es demasiado adorable, demasiado especial, demasiado diferente, para ser alguna vez envilecido o vulgarizado, incluso por el largo uso. ¡Ah! si supieras, querida!
Lila se había acercado, curiosa.
– Figúrate – dijo Colette tomándole las manos – que a un extremo de la boca, a la izquierda, encima del bigote, tiene una marca marrón muy visible, no demasiado grande, donde vibran tres pelillos, sedosos, cortos, tan ligeros; y es imposible imaginar algo más picante, más invitador, más turbador que esa pequeña marca marrón encima del bigote: a causa de esos tres pelos, tan ligeros sobre ese lunar marrón, me he vuelto loca; y sí, sí, Colette mía, ¡permaneceré durante mucho tiempo, sino por siempre, en el país de los eternos amores y de las inviolables fidelidades!
Tres días después, en Trouville, Lila se sentía muy preocupada. Pues Colette no había llegado todavía. ¿Era posible? ¿Amaba realmente a ese desconocido porque tenía una marca cerca de los labios? ¿lo conservaría para siempre? ¿Le sería fiel, tan infiel como había sido a tantos otros? Lila se sentía cada vez más desolada. No tenía interés por nada, ni incluso en el deslumbramiento de los hombres y en la cólera de las mujeres, cuando salía de su caseta, en su traje de baño de franela blanca, transparente, con sombras aquí y allá; ni incluso en la coquetería de detenerse, regresando del baño, inclinada, con el traje de baño empapado, para poner su pie desnudo en la esterilla tumbada. Estando Colette ausente, Lila no era más que la mitad de sí misma; y tal era su amistad con la desaparecida, que recibió sin placer, en dos o tres ocasiones, unas visitas nocturnas que, en otras circunstantes, no habrían dejado de resultarle muy agradables; ¡Colette no estaba allí, en la habitación vecina! Lila parecía una viajera que no quisiera cantar en un valle sin eco. Poco le faltó para abandonar Trouville sin esperar a Tristán ni a Ludovic. Pero una mañana, saliendo del hotel, vio a Colette que descendía de un coche cargado de baúles y maletas. «¡Querida! – ¡Mi amor! » Y se dieron mil besos bajos los velos levantados. «Por fin aquí estas!» ¡Como te ha conservado tanto tiempo, el tunante!
–¡Ah! Lila, no me hables de él.
–¿Cómo? ¿Ya no lo amas?
–Di más bien que lo detesto.
Lila sonrió.
–Sin embargo era guapo. El rostro pálido con ojos marrones.
–Si, sí, bastante guapo. No digo que no. Aunque ... en fin, eso lo habría pasado por alto.
–Era cariñoso.
–Le hubiese perdonado suspirar todo el día. Lila, ¡me recitaba versos! No importa. No los escuchaba.
–Cantaba mejor que nadie, con voz de barítono...
–¡Oh! ¡de baritono!...
– Los romances de las operas italianas.
–¡Gorgoritos! ¡toques de órgano! sin embargo yo admitía todo eso. Lo amaba.
–Y bien, entonces, ¿por qué has regresado del hermoso país de los eternos amores?
–Por desgracia, figúrate, Lila mía – Dijo Colette tomándola de las manos – figúrate que tiene, en un extremo de la boca, a la izquierda, encima del bigote...
–Lo sé, una marca marrón, muy picante, muy invitadora, muy turbadora, absolutamente arrebatadora.
–¡Aggg! ¡bien sí, una marca! pero es una verruga, querida, – en los primeros momentos, se ven mal las cosas, – ¡una abominable verruga, enorme, con pelos, para pavor de las miradas y espanto de los labios!

Publicado en Gil Blas, 11 de agosto de 1885.
Traducción de José M. Ramos
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