LA QUE ERA MORENA
¡Pero ya no lo
es! Enseguida comprendió que sería absurdo, siendo estrella o rosa, envolverse
en negras nubes o sombrío follaje y que por tanto no había ninguna razón para
que los mechones estuviesen solamente en los rayos de julio o en las vitrinas de
los joyeros y cambistas, con su mágica llama de oro rojo y caluroso. Bien es
cierto que su palidez, antes se languidecía deliciosamente entre el despliegue
ondulado de sus largos cabellos negros, mostrándose como la antítesis de una
náyade de nieve extendida sobre una oleada de líquido color ébano; y puesto que
era morena – ¡tan bella de ser morena! – cobardemente a punto estuve de creer
que una mujer podía serlo en efecto sin ningún remordimiento. Pero ella tuvo el
noble coraje de no aprovecharse de mi debilidad para permanecer con su natural
semejanza con la noche. Siendo sabedora de que el único deber de las enamoradas,
esposas o amantes, es siempre la búsqueda de la perfección de sí misma, se
atrevió con todos los tintes, los inofensivos y los peligrosos, –¿Qué importa el
peligro si la conciencia ordena? – los que hacen que los rizos de la nuca
parezcan pequeñas llamas escarlatas, los que prorrumpen como un estallido en las
cabelleras hasta producir una herida agónica de un rojo descolorido, aquellos
que hacen de los cabellos, tomados a puñados, matas de ardientes mediodías; y,
después de haberlos empleado uno tras otro, los usó todos juntos; ¡de modo que
ahora beso y muerdo sobre el encaje de la almohada la mezcolanza olorosa y
variopinta malva de todas las tonalidades rubias!
Sin embargo, hay que confesarlo, tal delicia no se produce sin alguna
melancolía. Cuando ella era morena, mi muy bella me guardaba una fidelidad que
no quebrantaban en ningún caso los prometedores arrodillamientos de los más
expertos amantes, ni siquiera los cuchicheos sin palabras de las demasiadas
tiernas amigas que, en los cupés totalmente sombríos, al regreso de los
estrenos, mantienen con silenciosa lengua unas extrañas intenciones en la oreja
de nuestras amantes finalmente turbadas. Desde que su cabellera se parece a los
oros más encantadores, me he visto obligado a reconocer que, sin dejar de
mostrarse dulce hacia mí, es mucho menos cruel respecto a los demás. Sí, – pues,
ser rubia, fatalmente es asemejarse a la consentidora Anadiómena, – ha dejado de
repudiar los esfuerzos de los jóvenes arrodillados; incluso tengo buenas razones
para suponerla menos hostil a las delicias de los saloncitos demasiado femeninos
y exclusivos; delicias tanto o más completas por ser inferiores (¡ah! ¡pobres
hombres! ¡oh, tristeza! ¡oh, el peor de los celos!) y que, ¡siendo objeto de
placer, siempre reside en ellas en el deseo! Ahora bien, sufro infinitamente con
sus traiciones y me gustaría odiarla.
Sin embargo ¿me era más preciosa morena y fiel que rubia e inconstante?
¡Ah! ¡qué amargas son las lágrimas de las esperas nocturnas y cómo se turba y
aflige el corazón cuando se oyen las ruedas de un coche que se espera, acercarse
a la casa y que se diría que se detiene, para finalmente pasar de largo; ¡pero
cómo se estremecen de alegría las manos y los labios en el incendio de sus
cabellos rojizos! y, traidora o no, no sé lo que digo, soy el más feliz de los
vivos, ¡pues ella, siendo rubia, no se puede equivocar!
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |