LA QUEMADURA

Es cierto que hoy las cosas, en este orden de ideas, no pasan como pasaban antaño; y cuando nos enamoramos de una mujer no es porque el dios Eros, emboscado tras una mata de rosales, nos ha lanzado una de sus flechas hermosamente emplumadas.
Tanto como el mundo dure – como dice la canción – continuaremos dejándonos engatusar por la belleza de las vírgenes, incluso sin intención de noviazgo, y por la belleza de las esposas, sean o no las nuestras; continuaremos ofreciéndoles, como regalos que se merecen, nuestras esperanzas y nuestras desesperaciones, nuestras miserias y nuestros goces, y la sonrisa de nuestros corazones destrozados. ¡Vosotras sois las eternas vencedoras de los sentidos y de las almas, cabelleras rubias o morenas, color del día o de la noche, pupilas oscuras o claras, labios que son la envidia de las rosas, y vuestras pequeñas manos y vuestros inefables pechos! Que sean aldeanas o reinas, que se cubran con harapos o se vistan de satén, que se bañen en el charco cerca de los cañaverales o en bañeras de cristal rosado cincelado, el hombre no reconoce más delicioso sueño que el de besar los pies desnudos que salen de los zuecos llenos de paja o de las zapatillas emperladas; no existe ninguna visión que valga más que la de una pierna gruesa y lisa salpicando gotitas entre las altas hierbas o sobre las alfombras hechas de toisones relucientes. Los poetas cantando sus poemas, no sueñan en la aclamación gloriosa de las multitudes, sino en la belleza húmeda de una niña que no le dirá que no; cuando los conquistadores franquean las fronteras es con la esperanza de encontrar, allá a lo lejos, más allá de montes y ríos, la ignota belleza que su pasión anhela. El hombre no tiene un pensamiento, ni un gesto, ni una acción que no tenga por finalidad la unión de dos corazones y el himeneo de dos bocas. Si es sublime, es porque ama, Si es infame, es porque ama. El genio de Dante tiene una causa que se llama Beatriz; la ignominia del cajero que roba y toma el tren de Bruselas o el buscador de fortunas que estrangula a una vieja, tiene por causa a Anatoline Mayer, la actriz de las Fantasías Parisinas, o Nini Bat-au-Pieu, de la Boule Noire. Ilustres, despreciados, jóvenes, viejos, ricos, pobres, no importa, somos la presa reconocida de las miradas y de los besos, ¡y no somos dignos de vivir, ¡oh, bien amados!, si no somos capaces de morir por vosotras! Pero debemos reconocer que el Arquero vencedor ya no acecha a los mortales; el amante más prendado ya no siente en él penetrar la flecha lanzada por un arco de oro, ni lleva en el corazón una herida invisible. Los dioses, a pesar de los poetas, están muertos. No quedan incluso ya las ruinas del templo en la isla de Cítara que se llama Cerigo. Si descubrís – lo que es imposible – un altar del dios Amor en algún antiguo bosque de mirtos y depositáis allí como ofrendas nidos de tórtolas, ramos de violetas y pasteles de miel y néctar, no será esa una razón para que vuestra amiga deje de ser cruel con vos, y no por ello deje de dar más citas bajo los árboles de Meudon a vuestro execrable rival. La inclemencia de las divinidades tiene por excusa la sordera de los muertos. Se proyecta una estación de ferrocarril al pie del monte Olimpo.
Sin embargo, no os creáis que el cazador Eros, por muy difunto que sea, no influya en absoluto en la derrota perpetua de nuestros corazones; todavía padecemos su crueldad póstuma; y al respecto os contaré en prosa una historia que he soñado en verso.

Ocurrió poco después del fatal día en el que una voz que procedía de las orillas anunció el fin de los dioses en el pavoroso mundo. Antes de partir para el exilio, Cipris vagaba por ultima vez por los bosques de Amatonte, con la cabeza inclinada, el peinado deshecho y las perlas de sus lágrimas mezclándose con el oro de sus cabellos. Así que era cierto: debería abandonar la residencia florida, cerca de las murmurantes olas. Ya no volvería a oír más los epitalamios que susurran por las noches, en el silencio perfumado, los nidos de las palomas y los besos de los amantes. La hiedra ocultaría el mármol de su templo con las puertas cerradas; los lagartos y las culebras se calentarían al sol sobre sus estatuas rotas, y en las avenidas de altos rosales no se verían más las lentas procesiones de las vírgenes cantando los himeneos. Los hombres, mirando el mar, no se acordarían ya de la mañana radiante en la que Anadiómena salió de las olas, más bella que una aurora tomando posesión de la tierra posando su talón desnudo en la arena. Ya no abrazará al salvaje Ares, sangriento por las batallas, invulnerable a cualquier otra herida que no sea la provocada por los pequeños dientes que besan y muerden. Ya no tendrá más el delicioso dolor de acariciar a Adonis tumbado en las hierbas rojas, y que llora, cual asesino arrepentido, al Jabalí. ¡Estaba hecha de delicias y de glorias y ahora sería igual a las mujeres que le imploraron; y, tal vez, sería reducida un día, si alguna otra diosa surgiese de las ruinas de los templos, a hacerle votos y ofrendas.
Cuando se alejaba de la tierra en la que triunfó, vio a su hijo, el dios Amor, que dormía en un claro al pie de un árbol donde cantaban los pájaros, tenía cerca de él su arco de oro, y en la aljaba sus flechas. Cipris se sintió presa de una gran cólera.
–¡Ah!– dijo – si los dioses son expulsados de los bosques sagrados y de los Olimpos, si los mortales dejan de honrar a aquellos que los encantaron, es a ti, cruel niño, a quien hay que culpar. Has abusado de un modo terrible del poder que el destino te ha otorgado. Has sido cruel con la raza humana, cuya dicha era tu obligación. No te has limitado a unir las bocas, a entrelazar los brazos, a confundir los alientos; tu maldad en ninguna época no se ha contentado con las vírgenes sorprendidas en el desorden del sueño o con las ninfas con un pie en el agua tomadas y arrastradas por el furor de los faunos en celo. Has sido feroz e implacable. Por tu culpa mucha gente se ha degollado, las esposas, elevando el hacha, han precipitado el primer sueño en el lecho conyugal de los esposos hipócritamente atendidos; has vuelto locas a las hijas de los reyes por los toros monstruosos que pacen en las gargantas de los montes, vírgenes, en horribles himeneos, han compartido la cama de sus padres, y las madres, turbadas por tu celosa rabia, han degollado a sus hijas. A causa de tus estratagemas y de tus barbaridades, la tierra se ha convertido en un inmensa lecho de desenfreno, más rojo y más odioso que un campo de batalla, y hay sangre en todos los besos. Tanto, que al fin los hombres se han cansado de los crímenes que tu furor aconsejaba y se han horrorizado de sí mismos y de ti, Eros, y puesto que tú eras dios, han acabado por odiar a los dioses. Todos llevamos con nosotros la condena de tus despropósitos. Tu eres el criminal, nosotros las victimas. Y en expiación de tus afrentas conoceremos la humillación del exilio en las terrestres estancias, y yo ensuciaré en el lodo de los caminos los flecos de mi vestido de oro, que tanto brillaba entre las estrellas!
Ella hablaba, iracunda, mientras él dormía bajo el canto de los pájaros.
Ella añadió:
– Al menos, no nos habrás perjudicado impunemente. Hurtaré tus flechas y tu arco, en lo que residía tu horroroso poder y del que tan orgulloso estabas, y los esconderé tan bien que nadie, ni hombre ni dios, lo encontrará jamás.
Ella se inclinó para tomar el arco y las flechas. Apenas pudo reprimir un grito. Había sentido en sus ojos, en sus labios, en la punta de sus senos desnudos, una quemadura, que se hacía cada vez más intensa. Era a causa de la llama que emanaba de las armas de Eros. A pesar de este sufrimiento no renunció a su proyecto. Tomó la aljaba repleta de flechas, tomó el arco y corrió hacia la orilla del mar.
–¡Desapareced – gritó – ingenios formidables, por quienes perecieron tantos hombres, por quienes mueren los dioses!
Y los arrojó al mar profundo y rugiente donde se hundieron muy rápido al ser de hierro y oro. Ella triunfaba en su venganza. ¡Pero sentía en sus pezones, en sus labios, en sus ojos, en sus dedos que los había tocado, que se habían acercado a las fatales armas, una quemadura cada vez más ardiente, furiosa, inextinguible!
Ahora bien, a pesar del inmediato exilio, Cipris era diosa todavía, por haberlo sido. Toda la feminidad celeste y terrestre vivía en ella, como todos los rayos están en el sol; no podía ocurrirle nada, que al mismo tiempo, no le ocurriese a todas las mujeres. La quemadura que padecía las alcanzaba también a las demás en los dedos, en los ojos, en los labios, en los pezones. En vano las vírgenes, las esposas y las cortesanas intentaron apagar, en el frescor del agua y bajo el efecto de ungüentos perfumados, la invisible herida del fuego que ardía en las armas divinas. La quemadura persistía implacablemente y la fueron transmitiendo, de generación en generación, a sus hijas. Es por ello, – aunque Eros haya muerto hace mucho tiempo,– por lo que tenemos, débiles mortales, el corazón incendiado por las miradas de las jóvenes mujeres, por la rosa roja de sus boca y por las rosas rosadas de sus senos, y porque, con tan solo el roce de la punta de sus ligeros dedos, vagamos, día y noche, plenos de alegrías y de desdichas, ¡en busca de todos los goces y de todos los furores del amor!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes