LOS QUE YA NO SE AMAN

I

Entre todos los seres desdichados, no existe uno más desgraciado que ellos. Miradlos. Ella apenas tiene treinta años y él apenas treinta y cinco; jóvenes y bellos. El buen azar les ha concedido un poco de fortuna que saben emplear con distinción, el gusto por los libros, las pinturas, los muebles raros, sus casa es bonita, con delicados y confortables refinamientos; sus ventanas se abren a unos jardines. No habiendo hecho nunca daño a nadie, no tienen razón para tener malos sueños; cada mañana debían despertarse sonriendo a la luz que tamiza las cortinas de sus ventanas y bendecir al nuevo día, llenos de fe en los goces seguros, que de ordinario éste les aporta. En verdad nada les falta de lo que uno ansía. Son aquellos que hacen decir a los deprimidos, a los miserables, a todos los desheredados atormentados por la implacable insatisfacción: «!Ciertamente la vida puede ser dulce!»
Sin embargo, tal como los veis, sufren espantosamente.
¿Por qué?
Porque ya no se aman.

II

Se adoraron. Conocieron la incomparable delicia de las almas unidas, de los corazones fundidos, esa languidez dulcemente desfalleciente de sentirse penetrados el uno en el otro en un intercambio de sus vidas. Relacionándose todo en ambos, no podían concebir que podrían haber hecho, si no se hubiesen encontrado, por las mañanas, los días, las noches y las estaciones floridas, que invitan a los paseos, como en las estaciones taciturnas, donde el fuego se despierta en la intimidad de la habitación. No era sangre lo que corría por sus venas, sino su amor. La tranquilidad deliciosa de su dicha, sin aprensiones, sin vanos deseos que les inquietasen, se parecía a esas lentas siestas de las cálidas tardes, en una hamaca bajo las ramas sin viento; y tomados de las manos, pasaban muchas horas mirándose a los ojos. Se habían conocido cuando eran niños, en la barriada de una ciudad de provincias; sus padres eran vecinos; al no haber más que una puerta de madera enrejada entre los dos jardines que nunca estaba cerrada, habían jugado y correteado por los senderos, tanto en los de él como en los de ella, o se arrojaban flores, con risas disimuladas, por encima de los setos más altos que ellos. Es algo exquisito con lo que se extasían más tarde los recuerdos de los amantes, tales como haber estado juntos de pequeños en un lugar donde hay flores; la puerilidad de los idilios es el mejor comienzo de un poema de amor. Luego, al crecer, los separaron. Surgieron unas desavenencias entre sus familias y se les prohibió hablarse y verse. Como si alguna providencia se viese obligada a perfeccionar su felicidad, el obstáculo, esta incitación, había surgido en el mismo momento en el que su camaradería de infancia se convertía en ternura. Apenas habían comenzado a desearse cuando se desearon con furor a causa del alejamiento; se convirtió en pasión porque era producto de la desesperación. Triunfaron ante todas las resistencias, ignorando por completo pudores y prejuicios; se querían, se poseyeron; y su felicidad, revelada a pleno día, respondía: «¡Eh! bien, sí,» a las sospechas y a los reproches. Gozaron, durante muchos meses, durante algunos años, de los entusiasmos de los amores perseguidos; se apresuraban a amarse, como haciendo altos en su huida; cada uno de sus abrazos se redoblaba en su furia por temor a ser el último. Un drama siguió al idilio: en las alegrías unas lágrimas no importaban, ¡pero los corazones seguían latiendo con fuerza! Finalmente llegó la calma después de tantos transportes embriagadores, merced al perdón de las familias, gracias al olvido del mundo; fue como un torrente que se convirtiese en lago: menos violencia y más profundidad. Se amaron en paz, con la certeza de amarse siempre. Ya no tenían nada que temer, nada más que esperar. Su radiante porvenir era una sucesión de iguales dichas hasta la lejana muerte; a todas horas tenían en sus labios la imperturbable sonrisa de las satisfacciones infinitas.

¡Ya no se aman! no, en este momento ya no se aman. Pues hay una abominable ley que promulga que lo que es bello no es duradero; y los únicos árboles que siempre tienen hojas son aquellos que nunca tienen flores. ¿Hay algo más horrible que ser una rosa, ya que se marchitará, o ser un canto puesto que cesará? ¡Las cosas son así! Llega un momento en el que se desvían los labios de aquellos otros codiciados con locura tiempo atrás, con un comienzo de saciedad que acabará siendo desagrado; éstos no han cesado de expandirse, rojos y frescos, buscando todavía el beso de antaño, – el beso por el cual se hubiese dado la vida, – pero ya no desea, y se lamenta el minuto que se pierde. No hay delicia, por divina como sea, que no sigua al cansancio; al día siguiente de todo lo que quema y brilla, solo quedan cenizas: el tedio. ¿Por qué razón los buenos poetas hacer morir tan rápido a sus quiméricos amantes tras la primera caricia, incluso antes de nuestro celoso éxtasis? No hay desenlaces felices en las tragedias de amor excepto en aquellos en los que se muere joven. Es necesario que Romeo muera y Julieta muera tras la noche de bodas; es necesario que Hernani y Doña Sol no se abracen más que expirando. El horror verdadero, el desesperado espanto, sería ver a Romeo bostezando en las rodillas de Julieta, o sería como Doña Sol rechaza con disgusto su boca de la de Hernani. Hombres, mujeres, poco importa ser mortales, – pues finalmente, algunos estertores y luego nada más, – pero la cosa execrable, lo que hace erizar los cabellos de cualquiera es que el mejor de nosotros puede morir antes que sí mismo, es decir que estamos casi todos destinados a ¡sobrevivir a los funerales de nuestro corazón! ¿Quien no aceptaría el destino de apagarse a sí mismo completamente sin haber visto desvanecerse lo que era el encanto mismo de la vida? ¡Aquellos cuya historia estoy contando viven desgraciadamente sentados sobre la tumba de su amor, o errando, con los ojos llenos de lágrimas contenidas en el cementerio de sus goces! ¿Cómo es posible que a tanta dicha haya sucedido tanto duelo y que en lugar de todo no haya nada? Siguen siendo lo que eran. No han cambiado ni envejecido; el mismo tono de voz, las mismas actitudes; se reconocen en el espejo. Pero algo se ha ido en ellos, algo que valía más que ellos mismos; si se miran no sienten turbación; si se dan las manos no experimentan ningún escalofrío; la sola idea de una velada pasada juntos los consterna como una eternidad monótona de tedio; se hablarán, ¿qué se dirán ellos que, antes, siempre salían sus labios todas las tiernas y apasionadas palabra? Y consideraran, con un instinto de repulsa, la necesidad, –¡ahora una necesidad! – del abrazo sin deseo antes del sueño, de ese abrazo cuya sola esperanza antes les traía a los ojos, a las bocas y a los corazones todas las fiebres. No consiguen creer, estando muerto el deseo, que éste haya existido; su presente anula su pasado; piensan que sus recuerdos los engañan; tal es su continua y desoladora indiferencia que, no amándose ya, ¡parece que no se han amado nunca!

Vivir uno al lado del otro con los corazones tan distantes, mirarse sin el deseo de verse, hablarse sin la alegría de oírse, tocarse como se toca a un mueble al pasar, dormir juntos sin que uno sueñe en el otro, despertarse juntos por el tedio de no estar solos, y en un cumplido por costumbre, obligarse, por cortesía o habito, a la mentira de la mirada, de la palabra o del beso, ¡qué infernal refinamiento! Quisieran evadirse de este suplicio, sí, y saben que es posible. ¿Por qué no? ¿Acaso no son jóvenes y hermosos todavía? ¿No podría ella amar a otro hombre, ser amada, encontrar en un nuevo cariño las delicias violentas y los tranquilos éxtasis de antaño! ¿Y a él? ¿Qué le impide elegir otra amante entre tantas mujeres hermosas, cuya sonrisa levante su ánimo? ¿Qué hay más sencillo que alejarse cuando nada nos retiene? toda vez que por añadidura aquél que no recibe felicidad sabe bien que no puede darla. A pesar de la aparente unión, la separación es un hecho consumado; la cadena ya está rota, aunque los eslabones parezcan estar juntos todavía; no tendrían más que tirar, él de un lado, ella del otro, y se produciría la común liberación. ¡Vamos, tirad, liberaros! ¡Fuera del presidio! ¡Es fácil! ¡Ved como la tierra es grande y como el cielo es bello! ¿Acaso no quedan más primaveras, no quedan más rosas, no quedan más amores? ¡Pues bien! a pesar de esta instintiva necesidad de libertad que los corroe, a pesar incluso de la generosidad que aconseja a cada uno de ellos liberarse, permanecieron juntos siempre. No se atrevieron a ser libres. Y eso porque, como muchos hombres y mujeres que son capaces de arriesgar todo por la satisfacción de un deseo, o enfrentarse con los obstáculos exteriores, sin embargo no emprenden nada contra ellos mismos. Tienen un absurdo respeto por las resoluciones que han tomado. No quieren confesar que se han equivocado. Una leyenda se forja a su alrededor, la de sus largos amores, y, por una entupida vanidad, quieren permanecer dignos, como si la dicha, cuando no está hecha de la desgracia de los demás, no fuese el primer deber de todo ser vivo. Mirando la puerta tendrán furiosos deseos de abrirla o de derribarla, de huir, de desparecer, No harán nada porque ellos han sido ellos los que han cerrado esa puerta tras de sí. Sufrir así y hacer sufrir, continuar sufriendo y haciendo sufrir, solamente para que no se diga –¿quién? la gente que pasa, – para que no se diga: «Fíjate, ¿sabes? parece que...» ¡Orgullo estúpido! No importa, esos reos conservarán su cadena, y no dejaran, – con todas las rabias y todos los disgusto, manteniendo su viejo amor acostado entre ellos como un cadáver cuya podredumbre los asquea – de fingir las voluptuosidad desde tanto tiempo no experimentadas, en tanto que finalmente llegue la hora en la que, aun cuando si ellos lo quisieran, fatigados, rotos, envejecidos, ¡serían incapaces de reconquistar la felicidad que se les había ofrecido!

Luego se odiarán. La irritante indiferencia dará lugar a un rencor sordo al principio, oculto, luego violento, que estalla. ¡Todo se habrá acabado! ¡No podrán amar más, ni ser amados! No es su voluntad lo que los mantendrá juntos, sino la imposibilidad, a partir de ese momento, de formar nuevos lazos. Condenados en el tiempo puesto que su liberación dependía de ellos mismos, – convertidos en unos condenados a perpetuidad. Y por una lógica absurda, pero natural, se detestarán, ¡viendo uno en el otro la causa de su irremediable desdicha! – «Yo habría podido ser feliz sin él!» Será el himeneo perpetuo de dos lamentos, de dos cóleras. Vejez rencorosa, repugnante, con reproches que se mascullan. Lo único que les impedirá morderse que no tendrán dientes. Y, en verdad, uno se asombra, – pues los mismísimos Filemón y Baucis1 hubiesen dejado de amarse mucho tiempo atrás, pues ningún amor dura, ya que la leyenda ha mentido esta vez– de que Baucis no hubiese vertido algún licor mortal en la escudilla de Filemón o Filemón en la de Baucis.

Notas del traductor:
1. Matrimonio de la mitología griega, conocidos por ser los únicos que permitieron entrar a su casa a los dioses Zeus y Hermes disfrazados de mortales. Cuando Zeus les ofreció un deseo, pidieron estar unidos para siempre. Tras su muerte, Zeus los convirtió en árboles que se inclinaban uno hacia el otro: Filemón en roble y Baucis en tilo.

Traducción de José M. Ramos
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