EL RATÓN

En el salón jaspeado donde la ventana abierta deja entrar el olor de las rosas, entre las telas esparcidas, cintas, trenzas, penachos, ellas están agrupadas, haciendo nudos, todas las hermosas de antaño que exhalan un aire de ámbar y sacuden, a cada movimiento de cabeza, una nube de polvos de maquillaje; todas las gentiles desaparecidas que Edmond y Jules de Goncourt han hecho revivir en un libro inolvidable: la señora de Choiseul, un poco melancólica todavía por la «pasioncilla» que ha mantenido con el músico Louis; la señora de Arly, que cena con la Guimar y cuenta muy ufana los «bonitos errores» de las pequeñas casas; y esa extravagante señora de Stainville, siempre prendada de Calirvar que la arruina y la golpea; y lady Sarah Lenox, hermana del duque de Richmon, que tenía, creyéndose Lauzun, la más hermosa garganta del mundo; y la señora de Epinay, que no olvida nunca esta frase, oída una noche de champaña: «¿El pudor? ¡bella virtud! que una se cuelga con alfileres,» y la señora marquesa de Lignolles, que se ha batido en duelo, la semana anterior, con la condesa de Gèvres, por Michu, de la Comedia Italiana, y otras más, otras aún, charlando y riendo entre las sedas y las muselinas, mientras el pequeño sacerdote, en un rincón, ojea el folleto nuevo que acaba de traer el buhonero, y canturrea: «Por un beso tomado en los labios de Iris!» Pero, de pronto, se oye un grito: «¡Un ratón!» Sí, un ratón, procedente del jardín o procedente del despacho. Se le ha visto atravesando la habitación, a pasos muy grandes, provocando el pánico. ¿Dónde está? Ellas se levantan, quieren huir. Es un batiburrillo de vestidos asustados, un galimatías de grititos. ¡Un ratón es muy capaz de deslizarse bajo las faldas y subir por las piernas! La señora de Satinville afirma que ella lo ha sentido pasar entre sus talones. «¡Creo que ha saltado sobre mi silla!» exclama la condesa de Gévres a punto de desfallecer. La señora de Choiseul aconseja llamar al gato. «¡Ay! me muerde!» dice la señora de Arly. – ¿Dónde?, pregunta el cura. Y lady Sarah Lenox, temblando, ha perdido la cabeza al punto de abrir su blusa para ver si el ratón se ha ocultado entre sus dos senos de nieve y rosas. Y el miedo aumenta por doquier, es un guirigay de espantada, un tumulto de pánico. «¿Cree usted que son venenosos, señor cura?» Solamente la marquesa de Lignolles ha permanecido sentada, imperturbable. Es una persona valiente, que antes de adorar a Michu, no tuvo temor, según se cuenta, de afrontar la brutal ternura de dos aguerridos sirvientes, uno alemán, el otro de la Champagne. Se bajó sin prisa y, extrayendo debajo de su falda por el rabo, el ratón que se había enredado en una ratonera de encajes, dijo: «Tanto ruido por tan pequeño animalito, y me parece que hemos visto muchos otros.»

Traducción de José M. Ramos
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