EL REFLEJO, EL OLOR, LA LLAMA Y LA IMAGEN

Una noche en la que era muy pobre, más pobre todavía que el día anterior en el que era igualmente pobre, Albe Cyrille, compositor de versos por vocación y muerto de hambre por hábito, comenzó a notar que el tiempo se le hacía largo. No habiendo podido distraerse con su ocupación, ni siquiera por una ferviente aplicación en la finalización de un soneto, tomó la decisión de dar una vuelta por el bulevar: al menos allí oiría ruidos y vería cosas.
Cuando giraba en una esquina hacia el bulevar observó, por las cuatro ventanas abiertas de un primer piso, un suntuoso apartamento donde, bajo los cristales resplandecientes por las lámparas de araña, se estremecían levemente los estampados rojos de las cortinas y de los muebles en los que brillaban el dorado de las molduras: salones sin duda dispuestos para alguna fiesta. Y más allá, por la abertura menos iluminada de otra ventana, se veían sedas suaves los encajes de los doseles de una misteriosa cama. Albe Cyrille, expulsado tres días antes de un pequeño hotel de la calle Alemania, donde ocupaba una habitación a cuatro francos semanales, juzgó brutal, mediocre y burgués el lujo de esos salones, así como banal el elegante misterio de aquella habitación. Y siguió su camino cuando vio, sobre el asfalto brillante por una reciente lluvia, el reflejo de todo el apartamento. Lo encontró hermoso, se bajó, lo recogió como se haría con una luminosa tela extendida, lo plegó cuidadosamente y lo metió en el bolsillo derecho de su chaqueta para hacer uso de él en caso de necesidad.
De pronto un olor lo alcanzó. Guiado por el instinto de su olfato no tardó en encontrarse ante una tienda de comestibles dónde, tras el escaparate, unos pavos demasiado blancos y amarillos, sazonados aquí y allá con redondas trufas negaras, exhibían sus enormes pechugas hinchadas entre dos platos de rodaballos con una aureola de perejil, bajo una especie de cenador donde se entremezclaban ramilletes de cerezas, y de donde colgaban unos pomelos y unas piñas con la corteza bañada en almíbar, y, suspendido en el aire por unas cintas rosas o verdes, el leve dorado de pequeñas mandarinas. Desde que en la pastelería que está en la esquina de la calle Alemania con el paso del Eparge, se hubiesen negado a concederle crédito por un simple pastel, Albe Cyrille comía, dos o tres mañanas, – no probaba bocado por la noche, – en un pequeño restaurante una loncha de buey por seis centavos porque era de caballo, y una costilla de cordero por tres centavos porque era de perro. Cyrille despreció los pavos, como aves sencillas y familiares que eran, y los rodaballos, peces caros de banquetes de bodas y de comilonas masónicas, y los frutos maduros, aunque exóticos, de los países sureños demasiado próximos, pero tan lejos aun de los maravillosos que más allá son tan soleados. Solamente las menudas mandarinas, oscilando en el aire, pareciendo pequeños senos salidos de los pechos de niños dorados, le resultaron simpáticas; y las habría mordido. Una sola cosa le agradaba completamente, era el buen olor de las vituallas, el fresco perfume afrutado que le llegaba de toda la tienda. Entre sus dos manos, rápidamente cerradas para que no se pudiese escapar, agarró ese olor y lo metió en el bolsillo izquierdo de su chaqueta: tal vez se presentase alguna ocasión de hacer uso de él.
Una muchedumbre entusiasta, en la que se levantaban, entre cuellos de hombres, cabezas de muchachas con los ojos desorbitados, en los que se crispaban, con instinto de apropiación, puños de delincuente, buenos útiles para romper, se agrupaban, se amontonaban ante el escaparate de un orfebre que, en un enorme joyero de terciopelo azul pálido, exponía collares con triples filas de diamantes del Brasil, brazaletes de rubís del Cabo, broches abiertos en pétalos de zafiros, parecidos a rosas hechas de esplendores azules y el collar de bodas de la archiduquesa de Tesalia. Albe Cyrille, cuando vino de provincias, trajo consigo una pequeña cruz de oro hueca, – una de esas cruces que se llamaban juanetas, y que su abuela, anciana barbuda vestida de gris bajo un fular rojo, con sus viejas manos dirigidas hacia las brasas del sarmiento, bajo el tejadillo de la gran chimenea, le había confiado para que le diese suerte. En el Monte de Piedad le habían dado tres francos, y el beneficio fue de ochenta y cinco céntimos. No le resultaba fácilmente comprensible que se pudiesen desear vulgares joyas modernas, hechas de piedras finas que se encuentran por todas partes. Lo que a él le hubiese gustado ver era la diadema con la que la Paloma con pico de hierro, Chamiran, reina de Asiria, viuda de Menones y viuda de Ninus, se había ataviado para casarse en el sepulcro real con el cadáver de Ara el Bello. Sin embargo, mirando por encima de las cabezas curiosas, el esplendor de la vitrina deslumbraba, muy hermosa. Con la mano levantada, Albe Cyrille tomó esa llama como se haría con una mariposa luminosa, y la introdujo en uno de los bolsillos de su chaleco; las cosas más ínfimas, en ciertas circunstancias, pueden ser útiles.
En la plaza de la Ópera, delante de la escalera de cortos peldaños, se detuvo para ver a unas hermosas mujeres jóvenes apearse de los coches. Al principio parecieron muy viejas y muy feas; pues, lo con mucha frecuencia, son las pobres que, en compensación de tantas cosas que no tienen, poseen esa gloria, tanto o más exultante en los sucios vestidos y en los harapos, de tener veinte años y estar bonitas. Sin embargo, he aquí que salió de un coupé forrado de satén malva, y aquí y allá decorado de espejos, la perfecta Princesa en quien triunfa el más milagroso destello que una mujer pueda ofrecer, y que tenía, en su blusa abierta, bajo un montón de encajes, los senos de Afrodita, hechos de espuma marina redondeada y solidificada bajo la primera caricia de la palma de la mano de un dios. Albe Cyrille se quedó impasible. No es que tuviese alguna amiga la cual, dándole amor, lo apartase del amor; su última amante fue una doncella de una prostituta que atraía a sus clientes asomada a la ventana, casi vieja, casi sucia, que había conocido en la pastelería de la esquina de la calle Alemania con el paso de la Epargne; pero poco pagano, – desde que el Parnaso no renunció al Olimpo – estaba sobre todo inclinado a los pálidos y melancólicos pechos de los vírgenes, ya delgadas por el próximo martirio; la ferviente piedad de su sueño acariciaba esos senos que lloran. Ya se alejaba cuando vio, en uno de los espejos del coche, la imagen de la Princesa que había vuelto sobre sus pasos para coger el abanico que había olvidado. Y esta imagen, más bella que la propia mujer de la cual era reflejo, lo entusiasmó hasta tal punto que se precipitó en el cupe para robarla. Unos transeúntes se arrojaron sobre él, lo insultaron, lo amenazaron con conducirlo a la comisaría, casi fue agredido. Él los dejo decir y pudo evitarlos, contento, pues había tomado la imagen en su rápida mano. La guardó en un bolsillo de su chaqueta, no en uno de los bolsillos inferiores sino en los que están bajo el corazón. Esta imagen, sabría emplearla bien; ¿cuándo? tal vez pronto.
Continuó por el bulevar, la calle Real, atravesó la plaza de la Concordia, bordeó el Sena. Caminaba muy aprisa por la acera de la avenida, cruzándose con pocos transeúntes. Estaba cansado; no había dormido desde hacía mucho tiempo en una cama; con el vientre dolorido a causa de las parcas comidas, sombrío debido a las tinieblas que apagaban la esperanza en su ánimo, y desolado también por no ser amado, ni siquiera por la doncella de la casquivana que hacía la ventana, buscaba algún refugio donde podría estar triste, completamente sólo. Sabía que hay un puente cuyo primer arco pasa por encima de de una larga acera pavimentada. Había dormido allí en alguna ocasión. Reconoció la escalera que descendía; se encontró completamente solo bajo la ojiva del arco y con el silencioso ruido del agua discurriendo a lo largo de las piedras.
Soñó durante mucho tiempo.
Y sonrió.
Del bolsillo derecho de su chaqueta, extrajo el reflejo del apartamento y de la habitación, más bella que el propio apartamento y la habitación: lo extendió sobre las piedras grises del puente y todo el crepúsculo; fue como una fiesta. Como tenía mucha hambre, tomó de su bolsillo izquierdo el olor de las vituallas y los frutos, y, sobre una mesa ofrecida por el reflejo del salón, se dio un buen festín. Pero como comer en la oscuridad resultaba lúgubre, se acordó de la llama que tenía en su bolsillo; todo se iluminó con los diamantes más brillantes que los mismísimos diamantes, los zafiros más azules que los zafiros, y todas las deslumbrantes maravillas de una joyería ideal; no, ¡no eran más luminosos los fulgores de las pedrerías de la diadema de la Paloma con pico de hierro! Y en la incomparable luz, entre la pompa y el boato de las telas y los muebles de oro, se puso a comer, teniendo en las manos un cuchillo bermejo y un tenedor de plata, fabulosas viandas, y frutos que no maduran más que en el vergel de las Hespérides. Comía furiosamente, todavía comía, llenándose. Si, por instantes estaba obligado a cerrar los ojos a causa de la excesiva luz a su alrededor, pero no podía impedir abrir todavía siempre la boca a causa de su apetito renovado por las imprevistas comidas, era milagroso. ¡Pero uno se aburre cenando solo! Y, del bolsillo de su chaqueta, bajo el que late el corazón, extrajo la imagen, la imagen más bella que la princesa, la imagen semejante a una frágil mártir delgada, de pálidos senos puntiagudos, enhiestos en un deseo de paraíso. Y cenaron juntos, él y la imagen, en el sueño del apartamento, en el sueño de las pedrerías. Pero, porque es hombre, y como el sueño al final exige ser real, él lo transportó, reflejo a su vez, hacia el reflejo de la cama, más misterioso en el tembloroso ideal de las sedas y los encajes. Del mismo modo que había comido demasiado en la mentira de las caridades demasiado ardientes, amó demasiado sobre la ilusión del lecho. Y tocaba los senos y besaba una boca, y, sin descanso, sin fin, abrazaba, gritando todos los goces del amor y del cielo, a un querido pequeño cuerpo ligero y estremecedor de diosa exquisitamente convertida en pequeña santa, próxima a romperse en un inesperado martirio. Tanto, que al final le faltaron las fuerzas y el aliento, y desfalleció extasiado.
Algunas horas después de amanecer, el esquilador de perros y gatos, que añade a su oficio ordinario la función de afeitar al aire libre a los marineros de los barcos mercantes, vio a alguien que estaba muerto sobre el pavimento bajo el arco. Fue a dar cuenta al comisario de policía, quien se apresuró a acudir con un médico. Un corro de personas, alrededor del difunto, al ver las pobres vestimentas, comentaron: «Es alguien que se ha suicidado a causa de la miseria. – Es alguien que ha muerto de privaciones, de hambre.» El doctor, con una rodilla sobre el pavimento certificó la muerte de Albe Cyrille. Pero se quedó muy sorprendido cuando, tras un atento examen al cadáver, declaró que, contrariamente a todas las evidencias, ese desconocido había debido morir de un empacho, en una palabra de una indigestión, y de algún otro exceso, de exceso de amor. Y los ojos de Albe Cyrille, no cerrados todavía, estaban secos y calcinados, como los de un hombre que hubiese mantenido demasiado tiempo su cabeza dirigida hacia un horno de vidriero, o, durante mucho tiempo mirando el sol demasiado cerca.

Traducción de José M. Ramos
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