EL RETRATO

La Señora Thérèse d’Albereine es casi tan bella como el retrato en el que Carolus Duran la ha representado blanca y de oro sobre un fondo rojo, con el opulento despliegue de su melena pelirroja, labios de sangre, hombros desnudos y el pecho tensando la blusa.
Incluso sería completamente igual de bella, si se dignase a mostrarse, en el atrevido vestido del retrato con telas caídas recogidas con despreocupación por unas manos lasas, convertida de mundana en bacante.
Pero Thérèse d’Albereine también es casta en persona, puesto que lo es poco en pintura; y el retrato, en el que ella ha consentido lo anterior, en una intención ignorada, el retrato que revela todo lo que ella elude, está oculto a las miradas en el misterio de un lejano salón.
Piadosa, devota incluso, cumple a rajatabla sus deberes religiosos, va a misa, se confiesa, comulga. Muy austera, de rostro grave, corazón frío y la blusa siempre de cuello alto.
Casada, nunca ha amado a su marido; viuda, no tiene ningún amor, alejando con una sonrisa de asombro y un gesto que disuade, los cumplidos demasiado tiernos y los respetuosos saludos, exagerados, que pronto se convertirían, si se les permitiese, en postraciones de amor.
Fue en vano que Querubín recitase su romance; ella besaría, sin que una turbación aflorase al corazón ni a los sentidos, el aliento de Don Juan desvanecido después del naufragio; y si el conde Almaviva cantara su serenata bajo la ventana, haría arrojar una moneda a ese músico que pasa.
Siempre ha prestado oídos sordos a los sutiles excesos que uno se encuentra, para hacer codiciar y para aconsejar turbadoras delicias, la voz insinuante y lenta, apenas oída y tan bien comprendida, de la Serpiente en las ramas; no compadece incluso a los enamorados ingenuos que todavía creen en las margaritas deshojadas donde derraman un rosario de lágrimas.
Aquellos que han muerto por su amor duermen en las tumbas cuyo camino ella ignora; no sería conveniente que fuese al cementerio, ya que allí se encuentran acostados.
Vanamente también, las Condenadas desenfrenadas, devoradoras de vírgenes y esposas, le han enviado ramos de flores pálidas, mojadas aún de llantos de rabia por sus noches sin descanso y completamente acaloradas por sus pechos aplastados en vanos abrazos.
Ella sigue su camino, sin inmutarse, a través de los deseos, los amores, los sueños tumultuosos, al igual que una corriente de nieve fundida de las frías Aretusas; y sonríe, llevando el desdén hasta la indulgencia.
Pero Bertine, la doncella, pasando una noche, oyó una voz detrás de la puerta del lejano salón, una voz que se entrecortaba de ruegos y sollozos; y, curiosa, aplicó el ojo al hueco de la cerradura.
Un apuesto joven – de traje negro y un ramillete de lilas en el ojal – estaba arrodillado ante el retrato pintado por Carolus Duran, donde la Señora d’Albereine se erguía blanca y dorada sobre un fondo rojo, con el opulento despliegue de su melena pelirroja, labios de sangre, hombros desnudos y el pecho tensando la blusa.
Y ese joven, arrodillado en un éxtasis doloroso, con los ojos llenos de lágrimas, con los brazos extendidos hacia la magnífica imagen o golpeándose el pecho, era la Señora d’Albereine,– en traje negro y lilas en el ojal, – que entre jadeos repetía: «¡Thérèse, Thérèse, os amo eternamente!»

Traducción de José M. Ramos
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