EL RETRATO EN
LA PARED VACÍA
En este
apartamento donde me instalé en los primeros días de un invierno ya pasado,
había un retrato de mujer, sin marco, colgado de la pared de la habitación que
sería mi despacho. Apenas lo miré mientras los operarios de las mudanzas dejaban
mis muebles en su sitio. Rostro tierno, vago, pintura mediocre. «El anterior
inquilino, pensé yo, ha olvidado este retrato; vendrá a buscarlo hoy o mañana.»
Decidí dejarlo allí y no tocarlo; podía ser precioso para aquél que vendría a
recogerlo. Pero nadie lo reclamó. Dos días más tarde, disponiéndome a sentar
ante mi mesa, me molestó su vista. Llamé; mi criado se lo llevaría, lo guardaría
en cualquier rincón. Esperando, lo miré con atención; y cuando el criado, una
vez dentro, me preguntó: «¿Qué desea el señor?... – Nada,» respondí. Pues,
ahora, me parecía que reconocía, no ese retrato, sino a la mujer que era su
motivo.
Sí, la reconocía, desde luego, con toda seguridad... ¿Quién era ella? no habría
podido decirlo. Esos cabellos de un castaño sin brillo, esa frente un poco
amarillenta, muy lisa, atravesada de una sola arruga, esos ojos que tenían el
azul grisáceo de los lagos poco profundos, ¿dónde los había visto, en vivo? No
lo sabía. Su vista ahora me causaba una melancolía no exenta de dulzura; y al
mismo tiempo me parecía que flotaba en el ambiente una olor de fuego extinto, de
ceniza, como si el viento deslizándose por la chimenea hubiese esparcido a mi
alrededor, sobre mi, recuerdos de un antiguo hogar...
–¡Qué! – exclamé.
¡Claro! sí, era el parecido, evidentemente debida al azar, arruinada por otra
parte por un pintor torpe, de la dulce amiga, amante casi maternal, de la
acariciadora desprendida, que, de sus brazos siempre abiertos cuando yo
regresaba, siempre clemente a mis faltas, me consolaba con cariño de mis
primeras fatigas y mis primeros arrepentimientos. ¿Dónde estaba? donde están los
muertos. Quizás ese olor a ceniza que llenaba la habitación era el perfume de su
lejana tumba... Veía menos claramente el retrato a través de mis lágrimas.
A partir de ese momento me invadió un temor: ese retrato fue el causante. Pero
pasaron mucho días; no tenía ninguna noticia del inquilino anterior; acabé por
convencerme de que la imagen eran de mi propiedad. Le hice un marco de madera
negra, no brillante, donde puso un pequeño ramito de flores que, de parecer
muertas, nunca se marchitan. Se trataba de tranquilizar mis horas inquietas, de
tenerla allí, frente a mí, tan cerca, a la consoladora amiga.
Pero una vez que me vi obligado a realizar un trabajo de noche, había encendido
todas mis lámparas y las velas de los cuatro candelabros para iluminarme, no
pude, al levantar los ojos hacia el retrato, reprimir un grito de sorpresa. ¡No,
no, no se parecía a la maternal amante de mi adolescencia! ¿Qué visión, qué
ilusión me había hecho reconocerla en él? Tan tierna como fuese, gracias al
cobarde pincel, se parecía, no podía dudarlo, a la resplandeciente y maravillosa
criatura que encantó mis ojos e inflamó mi espíritu durante todo un año de goce
y gloria. La iluminadora de mis viriles años triunfantes, – lamentablemente
apagada desde hacía tiempo, – yo la encontraba ardientemente bella, como un
astro deslumbrante. Y estaba seguro de ello aunque viese mal el retrato a través
de tanta luz.
Durante varias semanas, dormía de día y trabajaba de noche. ¡Oh! ojala que no me
reclamaran el retrato! Le había hecho un marco de oro, donde lucía un violento
ramo de flores, cada noche renovado, lis de oro y pionías sangrantes! Y, cuando
se apagaba mi genio, lo volvía a recuperar con la llama de la resplandeciente y
maravillosa criatura.
Pero una vez encontrándome destrozado por el largo y estéril esfuerzo de los
desgarradores y vacilantes intentos de escalada hacia la ideal obra nunca
alcanzada, me dormí con la cabeza sobre la mesa y tuve, despertado de un rayo
rosa del alba, una extraña sorpresa mirando el retrato. Y pensé que había estado
loco durante mucho tiempo. No, no, no tenía ninguna relación con la belleza de
la espléndida amante, de la luminosa inspiradora! Pero allí, bajo la pálida
claridad del día naciente, estaba, demasiado poco exquisita es cierto, demasiado
humanizada por un artista sin talento, la deliciosa niña que, tan joven, tan
pueril, se dignó a amarme, envejeciendo ya, e hizo de su joven primavera el sol
de mi otoño. También estaba muerta, por desgracia, puesto que todas mueren. Pero
la volvía a ver en la ingenuidad de su eclosión próxima, semejante a todo lo que
será flor, canto, rayo, y no lo es todavía! Estaba seguro, aunque la imagen
apenas me resultase visible a través del llanto que tenía en las pestañas como
un rocío matinal.
Durante largos meses tuve por costumbre trabajar bajo las primeras claridades de
la mañana. ¡Oh! ¡qué desastre si el antiguo inquilino hubiese venido a reclamar
el retrato! En el marco de madera pintada de blanco, puse todos los amaneceres,
una pequeña margarita, una sola margarita, o un muguete, o una gavanza apenas
rosada; y, bajo la angélica y deliciosa niña que dignó amarme, envejeciendo ya,
mis poemas se llenaban de un aliente que va a ser la brisa, y de un verde
perfume de callejuela todavía no florida.
Pero hete aquí que, poco a poco, me invadió el desdén por las obras antaño
realizadas, y el aburrimiento por las obras futuras. Hacía bastante tiempo que
estaba instalado en el apartamento donde el anterior inquilino había dejado el
retrato. Y cada vez se parecía menos a las muchacha muerta, un tiempo resucitada
en él. Pronto ya no se pareció en absoluto. ¿Es que había tomado de nuevo los
rasgos de la triunfal enamorada, o los de la maternal amiga? No, no se parecía a
ninguna de aquellas que yo amé y que me amaron, no se parecía a nadie. Ya no
veía más que cabellos castaños, sin brillo, una frente un poco amarilla, muy
lisa, atravesada por una arruga, ojos que tenían el azul grisáceo de los lagos
poco profundos. Y ya no me ocupaba más de él y ya no lo miraba más; no habría
tenido ninguna pena si lo hubiesen reclamado...
Sin embargo quedé sorprendido, sin temor por otra parte, un día – ¡cuantos días
habían pasado desde que yo vivía allí! – un día que, con los ojos levantados por
casualidad, vi que el retrato ya no estaba en la pared. Llamé a mi criado,
envejecido a mi servicio; tenía cabellos blancos, como yo; le pregunté:
–¿Ha venido el anterior inquilino?
Pareció sorprendido.
–No, señor, – dijo – no ha venido nadie.
–En ese caso, – pregunté, – ¿quién se ha llevado el retrato?
Me observó con aspecto de estar mirando a un loco.
–¿Qué retrato?
–El retrato que estaba en esta pared.
–En esa pared nunca hubo un retrato – dijo.
–Bien, es posible – dije – puede retirarse.
No me entristecí. No hay domicilio por nuevo que sea donde, para aquellos cuyo
corazón todavía vive, el pasado no cuelgue los recuerdos cambiantes; pero
después de los años sobreviene el invisible olvido que se lleva los retratos de
la pared vacía.
Traducción de
José M. Ramos
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