EL RETRATO IDÉNTICO

Cansado de haber caminado durante bastante tiempo, recitando versos entre los brezos rosas, me había sentado sobre un tronco de un árbol en el lindero del bosque, y, como me ocurre a menudo, miraba la pequeña miniatura donde vive el querido retrato de mi amiga, de mi amiga por desgracia que ya no está. Absorbido por la dulzura de los recuerdos, no hacía ni un movimiento; de modo que los pájaros, primero asustados, fueron confiándose y volaban a mi alrededor, cantando sobre las ramas en torno a mi cabeza y discutiendo con sobresaltos de alas en el musgo a mis pies, mientras un viento fresco por haber atravesado las hojas y haberse mojado en las fuentes, hacía estremecer en murmullos prolongados la insolación de los ramajes y las hierbas; incluso un herrerillo familiar se posó sobre mis hombros; eso fue, pensé yo, para mirar desde más cerca el retrato de mi amiga.
¡Qué cruel había sido conmigo antaño! Yo no tuve necesidad de que se muriese para llorar; en vida me torturaba por sus desdenes y sus traiciones. Yo la amaba con un profundo cariño; y me había entregado a ella tan enteramente que todo lo que no fuese ella no suponía nada para mí; todavía componía versos porque ella se dignaba a escuchar la música; todavía anhelaba la gloria para impresionarla, tanto como desease, bajo el escaparate de un joyero, con el río de diamantes o de perlas que se le daría a aquella que se ama. Pero a ella no le preocupaba mi pasión día a día creciente; aceptaba como algo merecido mis abnegaciones, mis sacrificios, el ofrecimiento de toda mi alma; y su sonrisa, que se burlaba un poco, jamás agradecía. En los momentos de las supremas delicias, cuando besaba sus ojos, cuando besaba su boca, ella permanecía impasible con un aire de aburrimiento, no consintiendo en proporcionarme la ilusión de mi goce compartido; y yo estaba en la imperfecta embriaguez de mi paraíso, como un elegido que viese bostezar a su Dios. Por otra parte, lamentablemente, ella era más dulce; la sorprendí una vez con la mano en otra mano que no era la mía: sus miradas tenían una melancolía dichosa que yo jamás le había visto. ¡Ah, malvada, malvada! ¿qué corazón tenías para permanecer insensible a mis suplicantes ardores,– o si no lo tuvieses?
Pero una vez que murió, – ¿por qué florecéis todavía, flores de bellos jardines? ¿por qué cantáis todavía, bonitos pájaros del bosque, puesto que su labio se ha marchitado, puesto que su voz se ha callado? ¿y cómo es posible que no hayan desaparecido con ella todas las gracias y todos los encantos de los que daba ejemplo? – desde que había muerto, ya no me acordaba ni de sus barbaries ni de sus mentiras; la volvía a ver en mi pensamiento tal y como hubiera debido ser; suponía un delicioso dolor el contemplar en el querido retrato la frente puro en la que yo había puesto el calor de mi aliento, los vagos ojos donde se había mecido mi sueño, la boca fría como una flor de nieve rosa, que me debía tantos besos.
Mientras me inclinaba hacia la miniatura para aumentar en vano la deuda, oí una risilla detrás de mi, repentina y seca como el escape de un hilillo de agua a través de los guijarros; y, dándome la vuelta vi a un anciano, curvado, flaco, más bajo que el matorral de siringas de donde salía su cabeza; tenía una amplia cara pálida, sin arrugas, brillante, con un mentón agudo, entre cabellos canosos, largos y suaves.

II

Yo lo conocía. Era un loco. Vivía en el manicomio que se había construido sobre la colina a causa de los buenos aires. Como era completamente inofensivo con sus ensoñaciones infantiles, se le dejaba pasearse sin problema por el campo; y nos habíamos conocido una mañana que arrodillado al borde del estanque él soplaba una caña con cinco agujeros para enseñar a las ranas una antigua canción. Yo tenía por él una simpática compasión, conociendo su historia. Él también había sufrido antaño por el amor de una mujer, y había perdido su razón porque había perdido su felicidad. Pero su viejo corazón no estaba muerto, y la fuente de sus lágrimas no estaba agotada; de pronto, – después de vagos embotamientos ocupados en trenzar tallos para hacer jaulas para cigarras, – si veía un nido bajo las ramas o el vuelo entremezclado de dos mariposas, echaba sus dos manos al pecho, como para comprimir dolorosos latidos; luego, entre sollozos, enjuagaba los ojos sus largos cabellos blancos.

III

Me dijo riendo, a intervalos:
–¿Por qué miras ese retrato? ¿por qué quieres besarlo? No es parecido. Estoy seguro de que no es parecido. ¡Ah! ¡ah! ¿Crees encontrar ahí a la que has amado porque reconoces su boca, sus ojos, su frente, todo su rostro? ¿Piensas que la belleza de la mujer es la mujer en sí misma? Debes estar muy loco. La boca miente, los ojos engañan, la frente decepciona. Lo que tienes entre las manos es el reflejo de una hipocresía. ¡Ibas a besar la imagen de una máscara! Haz venir a todos los pintores de la tierra, los más sutiles y los más grandes, los actuales y los de antaño; muéstrales a tu amante, sin maquillaje, sin velo, absolutamente desnuda; ordénales que reproduzcan su forma sobre la tela y que se pongan a la tarea, – Rafael, Van Dyck, Holbein, M. Ingres,– con todo el ardor de tu voluntad y todo el poderío de su talento; ¡oh! verás nacer de un modo magnífico bajo los pinceles las miradas, las sonrisas, las carnes que has amado, que has poseído; pero tu amante, ¡no! Pues, en realidad, aquellos que quieren tener el verdadero retrato de una mujer deben tener el retrato de su corazón.
Lo escuchaba con tristeza.
– Tales pinturas – dije – no existen. ¿Qué artista, por prodigioso que sea, sería capaz de expresar mediante la línea y el color las indiferencias o las crueldades de las bien amadas?
– ¡Te equivocas!– exclamó con voz estridente y la mirada salvaje. Existen esos retratos. Y yo, el viejo loco, tengo uno. Sí, he rotos, desgarrados todas las miniaturas, las fotografías donde parecía revivir aquella que perdí; pero he conservado, lejos de todas las miradas, celosamente, la imagen perfecta de su corazón, tan perfecta que un lis se parece menos a un lis, una hoja a una hoja, una gota de sangre a una gota de sangre, que esta imagen se parece a ese corazón. Y tal es ese retrato extraordinario que no representa únicamente, en la intimidad real de la vida, a la mujer que yo amé, ¡sino a todas las mujeres en efecto que fueron amadas en este mundo!
Yo negué con la cabeza y me levanté dispuesto a seguir mi camino. Pero él me tomó del brazo, me retuvo y me arrastró diciendo:
–¡Loco! ¡loco! ¡ven conmigo! te mostraré el retrato.

IV

Cuando nos introdujimos en el bosque, lejos del lindero, lejos de posibles paseantes, él se detuvo jadeante; miraba a su alrededor con inquietud, como temiendo alguna presencia curiosa.
–¿Y bien? – pregunté yo.
– Espera – respondió.
Extrajo de su bolsillo un estuche de satén azul, desteñido y arrugado, dónde las lágrimas habían dejado pequeñas manchas pálidas, lo besó, lo abrió lentamente sacando finalmente un marco dorado, redondo, muy estrecho, que me mostró con aire triunfal.
Pero entre los bordes del marco no había nada, nada, aire, un poco de espacio, ¡nada! Era como la órbita dorada de un ojo antaño arrancado.
–¡He aquí el retrato de su corazón! ¡el retrato del corazón de todas las mujeres!
Luego, tras un brusco sollozo:
–¡Oh! ¡Cómo se parece!– dijo besando el agujero vacío con sus viejos labios.

Publicado en Gil Blas, 25 enero 1884.
Traducción de José M. Ramos
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