LA RISUEÑA

En el pequeño cementerio que rodeaba la iglesia, fresco, bonito, completamente florido de rosas blancas y dorado por el sol, vi a una joven muchacha, –¡ah! ¡qué joven era! ¿Diecisiete años? todavía no, – una muchacha que se encontraba cerca de una tumba y que reía. Uno no podría imaginar nada más lleno de gracia que esa niña, completamente frágil y encantadora, con sus cabellos rubios un poco cortos que se rizaban, sus ojos ingenuos y su boca de pequeña gavanza. Pero lo que me irritó fue que reía; no es conveniente mostrar alegría cerca de las tumbas donde reposan los difuntos; acercándome no pude impedir hablarle de este modo: «Señorita, se equivoca al reír. Sin duda usted no ha conocido al que está sepultado bajo esta piedra.»
–¿Cómo que no lo he conocido? – dijo ella. – ¡Era mi amigo, era mi novio! No tenía más felicidad que la suya, más esperanza que la suya, y cuando murió creí que yo iba a morir también.
–¡Sin embargo usted se ríe! ¡se ríe! – repetí yo.
–¡Ah! – dijo ella – es que recuerdo. En vida, su única dicha era verme contenta, y, si llorase sobre su tumba ¡estoy segura de que le daría mucha pena!

Traducción de José M. Ramos
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