LA RISUEÑA En el pequeño
cementerio que rodeaba la iglesia, fresco, bonito, completamente florido de
rosas blancas y dorado por el sol, vi a una joven muchacha, –¡ah! ¡qué joven
era! ¿Diecisiete años? todavía no, – una muchacha que se encontraba cerca de una
tumba y que reía. Uno no podría imaginar nada más lleno de gracia que esa niña,
completamente frágil y encantadora, con sus cabellos rubios un poco cortos que
se rizaban, sus ojos ingenuos y su boca de pequeña gavanza. Pero lo que me
irritó fue que reía; no es conveniente mostrar alegría cerca de las tumbas donde
reposan los difuntos; acercándome no pude impedir hablarle de este modo:
«Señorita, se equivoca al reír. Sin duda usted no ha conocido al que está
sepultado bajo esta piedra.» Traducción de
José M. Ramos |