EL ROEL
¿Por qué
capricho de Muchacha de Ojos de Oro había querido, esa noche, que el barón se
pusiese la blusa encintada, con un camisón de encajes rematado en ligeros
pompones, mientras ella ponía las ropas de su amante? ¡Ah! la cena sutil y loca,
tan cerca de la alcoba. Con la cintura ceñida por el frac negro que aprieta, la
pechera de tres diamantes inverosímilmente hinchado, el cuello almidonado subido
hasta las delicadas orejas, ella llenaba las copas y bebía, atacando, con total
desenfado y viriles impaciencias, al invitado disfrazado de mujer, que fingía
sus pudores, y eran los labios rosados donde ni siquiera un plumón se movía,
desde los que volaban besos a los bigotes.
Pero, de pronto, sonaron unos golpes en la puerta, y estas palabras de
Louissette a través de la madera:
– ¡Señora, señora! todo está perdido, ¡Ha llegado el Señor! El coche se ha
parado delante de la puerta. En el tiempo de subir los cuatro pisos, ¡estará
aquí!
Pues todavía hay, – en el siglo diecinueve – maridos que conservan la detestable
costumbre de los regresos imprevistos. En vano, muchos de entre ellos han sido
advertidos, por desagradables experiencias, de los inconvenientes que casi
siempre constituye tal conducta; eso no a ciertos esposos, cejar en ella; y hay
un buen número de hombres, muy inteligentes en otros ámbitos, hombres de mundo,
– incapaces de hacer, como se suele decir, la vista gorda, – que se deciden a
meter la llave en la cerradura del domicilio conyugal, cuando se les cree a dos
o trescientas leguas. Les está muy bien, y no tienen más que lo que merecen.
Sin embargo el barón y su bella amiga, a despecho de un contratiempo muy
natural, no perdieron la cabeza. En un abrir y cerrar de ojos, – mientras la
doncella recogía la mesa de la cena, – se dispusieron a intercambiar sus
vestimentas, devolviendo el frac, el chaleco y el pantalón; ella volviéndose a
vestir con una prisa temblorosa con todos los encajes todas la cintas. «¡Ahora
huid por la escalera de servicio!» Y cuando el marido entró en la estancia, tuvo
motivos para quedar plenamente satisfecho, – ¡yo le habría deseado peor fortuna!
– pues, en la silenciosa penumbra, donde moría la luz de una lámpara, no lejos
de la cama intacta, en una paz de inocencia y de fiel espera, la joven esposa
vestida con un camisón de encajes rematado en ligeros pompones, estaba acostado
sobre el largo diván, con los ojos cerrados, la mano colgando hacia un libro que
había dejado caer, adormilada.
–¿Vos, Fabrice? ¡Vos! – dijo ella con un rictus en su rostro que se convirtió en
la más bonita de las sonrisas!– ¡Qué grata sorpresa! Pero acercaos, Señor. He
envejecido durante esta larga ausencia, al punto de estar completamente fea, y
no desearéis besarme.
El la besó, con toda la ternura posible en un marido. ¿Qué sospechas hubiese
podido tener ante ese recibimiento, ese sueño y ese acariciador despertar? ¡Ah!
realmente ella era la más virtuosa y la más enamorada de las esposas.
Arrodillado ante el diván, ella le acariciaba los cabellos, la barba, le besaba
en los ojos, le decía dulces palabras: que ella había sufrido durante ese viaje,
que había permanecido en su casa siempre, ni bailes, ni teatros, no encontrando
ningún placer en las diversiones sin él, que su único consuelo había sido el
pensamiento de su regreso. Él la escuchaba con satisfacción. Incluso ella estaba
feliz, casi era sincera, en la alegría del peligro conjurado, en el triunfo de
su hipocresía; y, con un movimiento de pasión que no era más que medio ardid,
ella tomó entre sus brazos la cabeza de su marido, y la ocultó en su pecho bajo
los encajes del camisón.
–¡Ay!– dijo él, llevándose la mano a su mejilla donde se dibujaba el rosado
zigzag de un rasguño.
Ella adivinó, muy pálida, habiendo comprendido. Por desgracia, no se puede
pensar en todo. Ella había sacado el pantalón, el chaleco, el frac, pero no la
camisa con la pechera de tres diamantes; y hete aquí que el marido, siempre de
rodillas, miraba con ojos desorbitados por una estupefacción, sin duda legítima,
la lengüeta de tela fina donde estaba bordado en rojo un roel de barón.
Traducción de
José M. Ramos
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