ROSA EN ALQUILER

Como me paseaba por el jardín en una clara mañana de estío, admirando la reciente eclosión, aquí, de un clavel, allá, de un jacinto, observé entre frondosos zarzales, una pequeñísima hoja que sobresalía de entre las demás hojas como si hubiese querido llamar la atención de los transeúntes; y, tras ella, muy cerca, había una rosa de té medio abierta. Pero debía haber sido el viento que, agitando la rama, había apartado esa brizna de verdor, y ya iba a alejarme, cuando percibí, en medio de la estrecha y lisa superficie, signos infinitamente menudos, muy pálidos, apenas visibles; se hubiese dicho que se trataban de unas diminutas letras que habían sido trazadas por una pata de insecto empapada de polen o de un poco del polvo de ala de mariposa. Es probable que muchas personas, en mi lugar, habrían estado algo confusas descifrando lo que había allí escrito; yo sin embargo tenía la ventaja, en esta circunstancia, de haber estudiado hacía tiempo el lenguaje, casi imperceptible al oído humano, que hablan entre sí los animalillos de los parterres, y del alfabeto que ellos usan (la brisa complaciente inclina una rama o transporta una brizna de hierba) para comunicarse de un arbusto a otro, de una mata a otra mata. No sin esfuerzo, a pesar de mi costumbre a tales lecturas, distinguí estas palabras: ROSA EN ALQUILER, en la actualidad. No había duda posible, ¡esa hoja estaba escrita! y el mensaje era que se deseaba un inquilino para el cáliz abierto a medias detrás de ella.
Yo no dejaba de estar pasablemente sorprendido. Pues los insectos, – aun cuando se les acuse mucha veces de torpeza e inestabilidad, – raramente abandonan las flores en las que han elegido su residencia; tenía que haber un motivo muy poderoso para que el habitante o la habitante de aquella flor se hubiese resignado a cederla. Fijando la mirada en los pétalos entreabiertos de la rosa, vi, al fondo, una cochinilla que parecía presa de la más dolorosa melancolía. De ordinario las miradas humanas difícilmente disciernen un animalito de Dios devorado de preocupaciones de un animalito del buen Dios que se regocija en la existencia; pero enseguida reconocí que esa cochinilla estaba lamentándose a más no poder, y, mientras emitía suspiros que usted no habría entendido y que me partían el alma, mientras la pobre movía débilmente las alas, le dije con compasiva curiosidad:
–Señorita, ¿es usted quien quiere arrendar esta flor medio cerrada?
–Soy yo,–respondió ella– y puede decirse que no hay en todo el jardín un alojamiento tan bonito y tan confortable. ¡Véalo usted mismo! Es delicado, elegante, frescamente adornado; un delicioso olor emana continuamente de todas partes; y está tan bien distribuido, – con pequeños rincones sedosos, por todas partes, – donde pueden vivir dos, tres o incluso cuatro. Esta rosa convendría muy bien a una pareja de mariquitas o escarabajos que tuvieran varios hijos. Observe que todavía está por abrirse, de modo que se verá claro, incluso por la noche, a causa de las estrellas, sin tener necesidad de recurrir a las luciérnagas que a menudo son muy inoportunas y hacen pagar muy caros sus servicios. Por lo que al agua se refiere, hay rocío en todos los pétalos, por la noche y por la mañana. Pero, en verdad, pienso que estoy loca, y pierdo mi tiempo hablando de este modo; este alojamiento no podría, lo veo claro, convenirle a usted; usted es uno de esos gigantes que colocan nuestras casas en sus ojales, y cuyos habitáculos de ladrillo y de hierro son grandes como montañas.
–Tampoco – repliqué yo – es para mi para quien quiero alquilar su rosa, sino que hay un insecto entre mis amigos muy descontento con su actual domicilio a causa de un abejorro que en el tulipán contiguo, hace una música extrañamente ruidosa y discordante...
– ¡Vaya entonces a buscar a su amigo! – dio la cochinilla.– Siempre que sea un insecto honorable, tranquilo, de buenas costumbres; con tal que, sobre todo, no tenga ningún parecido con esas cantáridas tan bellas, siempre verdes y oro, pero que se enorgullecen de una tan malévola fama, le cedería con gusto el lugar. ¡Además, no pido ningún alquiler! No deberá preocuparse por los alquileres de que ordinario se pagan al crepúsculo de la mañana, al mediodía, en el crepúsculo de la tarde, a media noche (¡pues nuestra vida es efímera!) y todo lo que exijo es que mantenga en perfecto estado la rosa que le alquilo. ¡Ah! hace ya tiempo que estaría fuera de aquí si no temiese dejarla sin defensa, ¡ella, que tan querida me es, presa de la rudeza del viento o del vagabundo picor de los abejorros y las abejas!
– ¡Eh! cochinilla – dije yo – ¿por que está dispuesta a abandonar un alojamiento tan agradable?
–Lamentablemente – replicó ella – porque soy el más desgraciado de los animalillos del verano; porque aquél al que adoraba, – mi bello esposo de alas rojas, – me ha sido arrancado en un ráfaga de viento, porque voy a morir si no lo encuentro pronto. ¡Ah! ¡qué dulces eran los minutos donde entre los aromas de las flores desplegadas volábamos tan cerca el uno del otro en un rayo de sol, donde, en nuestro querido domicilio perfumado, consumábamos nuestro amor con los sobresaltos entrecortados de nuestra alas! Pero qué amargo fue el minuto en que el viento se lo llevó tan lejos de mí, quizás sin retorno. ¡Qué desgracia! ¿Qué le habrá sucedido? ¿Tal vez la tempestad lo haya estampado contra alguna pared o contra un tronco de roble? Lo más horroroso seria que hubiese pedido hospitalidad a alguna de esas cochinillas sin modestia que acechan, noche y día, a los que pasan, posadas sobre el más alto pétalo de sus flores siempre abiertas. ¡Ah, señor, apresúrese a traer al inquilino que vigilará mi domicilio, a fin de que pueda emprender la búsqueda del amigo perdido!

II

A decir verdad, – mientras me alejaba, tras hacer una promesa de difícil cumplimiento – estaba perplejo a más no poder. No conocía a ningún insecto que tuviese necesidad de una vivienda. Conocía zapateros, torniquetes, saltamontes; pero estaban alojados en tulipanes o en dragones; y en cuanto a algunos de mis amigos que estaban sin domicilio, eran notorios noctámbulos que, decentemente, no habría podido recomendar a la honesta abandonada, ya que habrían llevado una bella vida en la rosa! ¡Habrían cenado en la conyugal corola, y unas hespérides, que bailaban sin cesar, sacudidas por una orquesta de mosquitos, habrían escandalizado con una incesante algarabía de alas, a todo el follaje de los alrededores! No, no sabía que hacer para mantener la mentira que habían imaginado mi compasión y mi curiosidad, cuando, de entre el musgo, en donde se erguía del suelo el tallo altivo de un lis, vi a un animal del buen Dios que estaba realmente en un muy patético estado. ¡Un ala rota, se arrastraba, la desgraciada! Todo lo que pude adivinar entre las plantas, – cuando la hube depositado en el reverso de mi mano, – fue que había sido sorprendido en el lis por un muy irascible rival, en el momento en el que palpitaba sobre otro animalito de muy altiva raza; y, golpeada, mordida, desgarrada, la habían echado, – sin darle la opción del vuelo.- fuera de la real flor. Y ahora era un pobre pequeño ser que iba a morir. Pues bien, era precisamente el inquilino que me hacía falta. Iba a cumplir dos buenas acciones al mismo tiempo: la herida, – o más bien el herido, pues era un macho, este animal de Dios, – tendría un cobijo donde reconfortarse, y la triste esposa podría ir en la búsqueda del esposo desaparecido. ¡Ah! ¡Qué lejos estaba de sospechar la dramática escena que humedece de lágrimas mis ojos! Apenas regresado junto a la rosa a alquilar, dejé deslizar entre los pétalos al insecto en tal mal estado, cuando la cochinilla se precipito sobre él, y besó sus pequeñas alas estremecidas. ¡Lo reconocía! ¡Perdonaba al querido infiel! ¡Por desgracia, su alegría y la mía duraron poco! El esposo estaba muerto sin saber que ella estaba allí, viva y amante, como se extinguió Romeo ante del sueño de Julieta! y la inconsolable viuda expiró de tristeza sobre el bonito cadáver rosa. Yo miraba, lleno de melancolía, a su esposo difunto. Pensaba en versos que serían su tierno epitafio. Luego pasó una brisa, llevando, entre las hojas y las espinas, a lo lejos, sus restos mezclados...

III

Ahora la rosa de té está vacía. Aún puede leerse sobre la hoja escrita: ROSA A ALQUILAR, en la actualidad. Pero ningún inquilino se ofrece, y hay silencio y sombra, incluso en pleno día, en torno a la solitaria flor. Las mariposas pasan de largo, las abejas no se detienen a picotear, pues se cuenta que los fantasmas de los amantes fallecidos revolotean invisibles sobre el desierto cáliz, reuniéndose las noches sin luna. Nadie quiere vivir en la rosa fantasmal.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes