LAS ROSAS DEL JARDÍN AZUL I Jóvenes muchachos, jóvenes señoritas, ¡olvidaos de mantener el espíritu prudente y el corazón serio! Pero sed, a vuestra edad, locos encantadores y encantadoras locas. La inmemorial humanidad es una abuela que para animarse tiene necesidad de escuchar, niños, la música de vuestras risas y la más dulce aún de vuestros besos. Si alguien os dice que conviene ser serios y desdeñar los goces, haced oídos sordos a ese taciturno consejero; no escuchéis más a las personas taciturnas que cuentan las mentiras del placer, las amarguras de la felicidad, – la vanidad de vivir. No, ¡vivid ardientemente, alegremente! Arrojad, con canciones, manojos de flores a las narices de la experiencia, esa antigua aguafiestas. Sed jóvenes, puesto que lo sois en efecto. Abrid vuestras bocas donde se ha de posar la abeja del beso; abrid vuestros corazones donde anidaran como tórtolas los arrulladores amores; ¡amad! ¡amad! ¡amad! ¡oh! apresuraos a amar. No perdáis ni un minuto en vanas vacilaciones, Pues el tiempo pasa aprisa, llevándose consigo la ocasión de las delicias, la posibilidad de los encantos; y, si dejáis pasar la hora florida, podría sucederos lo que ocurrió en los tiempo de los genios y las hadas, en un reino cerca de Bagdad, a la más joven de las hijas del rey. De su historia se hizo una canción. La bella vestida de tul, y he olvidado las demás estrofas. Pero os contaré el cuento y como la princesa, en ese reino cerca de Bagdag, fue castigada por haber sido demasiado prudente. II El día en el que tuvo quince años, cuando se paseaba a
orillas del río, vio un jardín que era el más bello y el más raro que pueda
imaginarse; jamás había contemplado parterres ni céspedes que fuesen comparables
a los de ese jardín, además parecía grande como el mundo entero y estaba lleno
de hojas color del cielo y florido con flores que parecían llamas rosas; y esas
flores eran tan bellas y luminosas, exhalando un tan delicioso perfume, que se
habría podido creer que los invernaderos del Paraíso, transportados por un golpe
de viento, habían ido a parar allí. III …cuando un horroroso enano, completamente calvo y luciendo
barba blanca que parecía un anciano muy pequeño, surgió ante ella, apoyado en un
bastón, y comenzó a hablar tosiendo y escupiendo. IV ¡Podéis imaginar la perplejidad de la princesa! ¿A quién debía creer? ¿al enano o a la buena hada? ¿era a ésta a quién debía obedecer o a aquél? ¡Oh! ¡qué atraída se sentía por las milagrosas floraciones! Pero podía ser cierto que fuesen tan fatales como bellas. No sabiendo que resolver, regresó hacia su domicilio; quería razonar sobre esta aventura, pedir consejo a su nodriza, en una palabra tomar el tiempo necesario para reflexionar. ¿Qué arriesgaba? mañana, pasado mañana, no sería demasiado tarde aún para ir a hacer un ramo; con su follaje de hojas azul cielo y florido con flores de llama, el jardín siempre se desplegaría cerca del palacio a lo largo del río. V Pasaron varios días. La hija del rey permanecía indecisa. Hubiese dado tanto por poner en los jarrones chinos y en las copas japonesas, que están sobre las repisas, las Ternuras, los Besos, las Sonrisas, y sobre todo los Sonrojos del primer amor, todas las exquisitas flores que la dama vestida de brocados le había permitido coger; pero ¡cómo temía también tener, después de la recolecta, los dedos quemados! ¡cómo temía llevar al domicilio las Amarguras, las Desesperaciones, las Lágrimas y los Recuerdos de las felicidades perdidas! Después de un año transcurrieron más años. El padre de la princesa murió, el delfín fue rey. Preocupada, desconsolada de la mañana a la noche, y de la noche a la mañana, – pues no había querido casarse – se lamentaba a más no poder; de tal modo le parecía igualmete pensoso tomar un partido o el otro. Cuántas veces, acodada en su ventana, había tendido los brazos hacia la maravilla del jardín azul, allá abajo! Lamentablemente, las palabras del enano de barca blanca no podían salirle de la mente; y vigilaba a los sirvientes, alineaba la ropa en los armarios, colocaba cuencos de confituras sobre los mostradores del aparador. Pero, finalmente, una cálida mañana de verano, se dijo que no podía continuar viviendo de ese modo. Bruscamente decidió que iría, pasase lo que pasase, a hacer el delicioso y temible ramos; se puso en camino, sola, a lo largo del río. VI En ese momento la invadía una inquietud: ¿ y si se hubiesen
marchito las bellas flores de llama? La bella vestida de tul, Traducción de
José M. Ramos |