ROSA Y NEGRO

I

El amante demasiado discreto

–¡Pero a condición! – dijo ella…
Él mostró un aire muy ofendido.
–¿Por quién me tomáis, querida alama? Me insultáis al juzgarme comparable a esos frívolos amantes que añaden sobre todo a los tiernos triunfos, el deseo de poder vanagloriarse de ellos? ¿Pensáis que si codicio perdidamente vuestros labios es para conquistar el derecho de proclamar que su perfume ha dejado de serme desconocido? ¡Ah! vos podéis dejaros llevar sin temor por la misericordia que os aconseja vuestra amistad por un desesperado y leal amante. Los favores que estáis a punto de concederme, jamás nadie sabrá que me los habéis concedido; desconozco aun si es de oro marrón o de oro paja, – pues no hay que fiarse de la mentira de los cabellos, – lo que ilumina el misterioso nido de vuestros brazos, si, en el oriente de vuestros senos, esas gruesas perlas blancas, se enrojece una pequeña rosa o una clara violeta, y si la vena, azul en todos los casos, con la que se decora lo alto de vuestra cadera, imita el zigzag breve de un lagarto o la lenta ondulación de una culebra extendida al sol; pero, todo lo que ignoro, creed bien que nadie, cuando lo sepa, ¡nadie lo sabrá de mi! Y las bellezas que vos me hayáis revelado marcharán, a partir de ese momento, herméticamente vestidas de mi estricta discreción.
–Enhorabuena,– dijo ella asegurándose con una rápida mirada que el diván se encontraba en la dirección normal de la caída, a partir de ahora inevitable, y si la puerta estaba cerrada…
¡No tardó en estarlo!
Tres meses más tarde, había dos que habían dejado de quererse. Pues la inmortalidad no es la rosa que florece en la rama del rosal amor; por inverosímil que tal afirmación pueda parecer en primer término, uno ha visto, con mucha frecuencia, a personas que se habían jurado un eterno cariño, faltar a su juramento en menos tiempo del que emplea una veleta para obedecer a la nueva dirección del viento hacia otro punto del horizonte.
¡Pero aquel que fue amante no tenía nada que reprocharse! Con una imperturbable honestidad, había mantenido su promesa de no revelar a nadie los favores de los que se le había colmado; y su conciencia estaba serena.
Sin embargo, en el último baile de la embajada italiana, durante un vals que les había aconsejado la prudencia de no sorprender por la demasiado visible interrupción de una intimidad que tal vez fue notable, la joven mujer lo colmó con los más amargos reproches, es esos pequeños cuchicheos silbantes bajo el abanico, por los que la mujer es como la hermana gorjeante de la víbora.
–No, jamás hubiese creído eso de vos, ¡es una conducta abominable!
–¡Por desgracia, señora, ¿qué hecho mal? ¿Acaso he dado a entender qué es de oro bruñido lo que se ilumina – pues es de oro bruñido – en el misterioso nido de vuestros brazos? ¿He dicho que en el oriente de vuestros senos se expone apenas el pudor de una eglantina, o que la vena con la que se decora vuestra cadera imita el zigzag breve de un fino lagarto que sería azul? No desde luego; y no me he limitado al silencio. Para que vuestro buen renombre permanezca irreprochablemente intacto, he gritado con sollozos que yo os adoraba en vano, y que, a pesar de mi devoción, mis fervores y mis aceptaciones de todos los martirios a cambio de un minuto de paraíso, vos no consentisteis jamás, más arisca que las más salvajes tigresas, en dejarme besar la uña rosada de vuestro dedo meñique.
–¡Eh! precisamente, ese es vuestro crimen – dijo ella. – Se os pedía callar, no se exigía nada más. ¡Demasiado celo, señor! No hay que exagerar nada. Desde que vos os habéis lamentado sobre mi barbarie, nadie se atreve, por temor a una semejante desesperación, a afrontar mi insuperable virtud. Y he aquí que me hará recurrir a excesivas imprudencias, – ¡nada cuesta más a una persona realmente preocupada de su honor!– para obviar los graves inconvenientes de la demasiado buna reputación que vos me habéis hecho.

II
Alborada primaveral
(Poesía)

III

El mal sudario

¡Esa puta se moría! ¿Qué puta? Una como todas. La puta. Una tarde de otoño, hablando bajo a los transeúntes bajo la nieve menuda, entre la esquina del bulevar y el mastroquet, había cogido frio, porque tenía la manía de dejar siempre entreabierto el cuello de su blusa; un poco de piel es lo que tienta a los hombres; era su medio. Tras haber tosido durante meses, debió guardar cama. Ahora se moría. El médico acudió por caridad, sin prisa, se había limitado a un alzamiento de hombros, misericordia mezclada con el tedio de la vana molestia. Y ella iba a entregar el alma, allí, en esa habitación de hotel, en esa cama donde se había acostado tantas veces acompañada, con este o aquel, con no importa quien, con los que subían. ¡Ah! se puede decir que había conocido sobre esa especie de camastro, entre las sabanas de algodón, hombres que, al día siguiente, ella no reconocía si regresaban. No, tantas personas, haberte desnudado para tantas personas, era extraordinario incluso; entre los estertores de la agonía, que diferían poco de otros estertores donde ella imitaban antes el placer desde hacía tiempo olvidado, miraba como un loco seguiría con la mirada las varillas de un abanico lentamente desplegado, la puerta, la pared desnuda, el espejo, en acajou que se agrieta, la ventana de cortinas amarillentas, la chimenea con su reloj de péndulo entre dos candelabros con las mechas de papel, y la otra ventana, y el aparador cerca de la cama. Miraba, con la fijeza vacía de un ojo ya muerto, todas las cosas a su alrededor. Luego, bruscamente, sus rasgos se crisparon, y una risa muda salió de sus labios que mordían unos dientes cariados, revelando un intenso horror. ¿Se espantaba de la muerta tan próxima, del sueño en el agujero, y del cuerpo que ya no es un cuerpo, y de los gusanos, que también suben? O bien era ese el furioso desprecio de haber sido lo que fue sobre esa cama, entre las sábanas, lo que convulsionaba su cara y le torcía la boca! ¡Oh! ¡todos esos hombres que se habían acotado allí! Puede que incluso los brutos conociesen el remordimiento. Sin embargo, algo se movía por la habitación; unas mujeres; la vecina de arriba, la vecina de abajo, y la compañera que compartía con ella la mismo escalera. Iban y venían, muy atareadas, con aires enternecidos, caminando sobre la punta de los pies. Había una que alineaba las sillas contra la pared, porque no hay nada más triste que el desorden en una habitación de enferma; la otra zurcía la cama que habían sido rota por los sobresaltos de la moribunda; la tercera dijo, en voz baja: «¡Eh! vosotras, hay que pensar en todo, antes de un cuarto de hora más o menos, ¿hay alguna sábana para cubrirla? – Mira en el armario, dijo la vecina de arriba. – Unas sábanas, dijo la vecina de abajo, debe haber allí; ayer fue el día de la colada.» En el armario de espejo había, en efecto, sobre un estante, un par de sábanas de algodón, no nuevas, pero recientemente blanqueadas. Desplegadas mostraban unos amplios agujeros con los bordes deshilachados. Una de las mujeres no pudo impedir decir: «¡Por lo que se ve, está claro que las ha usado!» Y tanto, pero seguirán sirviendo; y con tal de que fuesen bastante largas para darle dos veces la vuelta… Pero la agonizante, con la cara verde, se había levantado, y sentado, agitando las manos, llena de reminiscencias y espantos: «No, no, farfulló, ¡oh! en esas sábanas no!»

Publicado Gil Blas 2 mayo de 1888
Traducción de José M. Ramos González
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