SEGÚN UNA PINTURA

Empolvada, con las mejillas rojas del colorete, – se diría que ha nevado sobre una amapola, – con una mosca posada en el seno y otra al lado del ojo, y completamente engalanada con locas cintas que vuelan, Filis ha conducido a su rebaño bajo la sombra: los inocentes corderos a su alrededor, con sus balidos, se libran a mil juegos en las altas hierbas de donde las mariposas se dispersan; y la pastora, sentada a la orilla del arroyo entre los pliegues de su falda abombada, moja en el agua uno de sus pies, descalzo, tan pequeño y rosado que parece el pico de un pájaro que bebe. ¡Está completamente persuadida de que nadie puede sorprenderla en esta soledad! Pero Tircis, en seda violeta, la acecha entre las ramas, y de pronto se muestra, animado por los más intensos furores del amor. En vano ella invoca a Diana, que defiende el pudor de las pastoras. Diana, con sus ninfas despeinadas, pasa a lo lejos sin escucharla, en el fragor de la caza, mientras que el amante, hábil eligiendo la ocasión, desgarra el satén de la blusa y besa el satén de la piel. Pues bien, si las divinidades son sordas, Filis llamará a los hombres para que acudan a su auxilio. «¡Detente Tircis!, murmura ella, ¡detente! o pediré ayuda y algún temerario pastor vendrá y te castigará como es debido.» Él no atiende ni a las amenazas, ni a las súplicas y exclama con voz rotunda: «¡Te adoro! ¡Oh, la más bella de las pastoras!» llevando su insolencia hasta los límites más extremos. Y entonces Filis le dice: «¡Cállate!, ¡pero cállate ya! Tircis, ¡no vaya a ser que te escuchen!»

Traducción de José M. Ramos
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