EL SENO DE JULIETTE

Esa noche, en la platea del Odeón, donde conversaban en susurros, muy juntos, a él lo invadió un deseo loco e irresistible de ¡ver y besar el seno de Juliette! ¡Ah! que natural era ese deseo, puesto que todos los perfumes de todas las flores del campo, los jacintos salvajes, el muguete, los narcisos, esas inocencias que tan bien huelen, – y también todos los olores de las flores menos virginales, – lis, claveles, gardenias, esas voluptuosas embriagadoras, – emanan, ¡oh joven seno!, de vuestra cálida blancura. Juliette al principio se negó, objetando las luces vecinas y las miradas indiscretas. Pero él insistió con tantos dulces ruegos, y el fondo del palco era tan oscuro, que ella acabó por aceptar. Y, al cabo de un instante, en el rincón sombrío, él acariciaba con los ojos y los labios la querida blancura que tal fragancia emitía, cuando el acomodador empujó discretamente la puerta y dijo: «Las personas que están en la platea de al lado les ruegan que no guarden ramos de flores en el palco, ¡porque el olor les sube a la cabeza!»

Traducción de José M. Ramos
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