LAS SEÑORITAS
MÉNECHME
¡Gemelas, y
completamente idénticas; iguales como dos hojas de una misma rama, como dos
gotas de un mismo licor, como los dos Lionnet de un único piano!
Una sola cosa, – pero una cosa oscura y secreta, – diferencia a las dos jóvenes
hermanas: Marta nunca ha sentido su pequeña mano de uñas claras estremecerse
bajo unos labios enamorados, mientras que Thérèse no da un beso que no haya dado
ya.
Los paseos nocturnos por parejas de los primos con las primas no están exentos
de peligro, sobre todo bajo los cenadores apenas iluminados por los rayos de
luna, donde hay bancos alargados.
Sin embargo Thérèse se va a casar; y no es precisamente con aquél que le ofrecía
el brazo, en el campo, después de los inocentes juegos. Está muy inquieta, y los
padres, que han sospechado algo del paseo tan prolongado, también están
preocupados por su hija; pues el futuro marido no pasa por ser un hombre sin
experiencia, y, si experimenta una decepción, es muy capaz de proclamar su
descontento al día siguiente de la boda, sin miramientos.
¡Temor quimérico! ¡el marido, cuando dan las doce, sale triunfante de la
habitación nupcial, y tiene todo el aspecto de un caballero vencedor que acaba
de conquistar Eldorado!
La alegría de
los padres es tan grande que ya no piensan más en el largo paseo bajo el
cenador, y no oyen a Thérèse, la recién casada, decir en voz baja a Marthe:
«Gracias, hermanita.»
Traducción de
José M. Ramos
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