ESCARAMUZAS
LOS
SIMPLISTAS
En la
literatura, o en lo que así denominamos, se produce un hecho relativamente
extraño. Que mis lectores me permitan hoy no escribir uno de esos frívolos
cuentos que tan mal cuento, y de los que, además, cuando he acabado de
escribirlos, no recuerdo de ellos más de lo que recordaría un pájaro, que de
inmediato echa a volar, de la ramita desde la que hizo caer sobre el césped,
posándose menos que un instante, algunas gotas de rocío con uno o dos chicoleos.
Otras preocupaciones me reclaman; quiero ser el primero en señalar de una manera
un poco general, el singular acontecimiento, – advenimiento, si ustedes quieren,
– que comienza a revolucionar las letras francesas.
Sucede que la modernidad se está volviendo simple. Sí, han leído ustedes bien.
Simple. El poema, la novela, la comedia, quieren ser simples. El estilo quiere
ser simple. Junto a los clásicos, los románticos, los parnasianos, los
naturalistas, los simbolistas, ahora estarán los simplistas; es decir que hay
hombres que piensan, o quieren hacernos creer que piensan lo siguiente:
«Nosotros ya tenemos bastante, todo el mundo tiene bastante, invenciones
fantásticas, singularidades, perversidades, complicaciones y manierismos. La
mejor metodología consiste en concebir, componer, escribir con absoluta
franqueza, como personas de las que este no es su oficio. No esperamos llegar,
–¡tal sería lo ideal!– hasta la perfecta tontería; ¡pero nos aproximaremos tanto
como se pueda mediante la inocencia, el candor y la simplicidad!»
¡Ah! ¡Qué adorable quimera!
Pues, ser simple, absolutamente simple, seria no saber nada de lo que ha sido
experimentado, de lo que ha sido escrito, recibir de la naturaleza y de los
seres impresiones que no despierten la reminiscencia de ninguna similitud, de
ninguna analogía, y, lo que se percibe de ese modo, expresarlo en una lengua que
ignore todas las formas y todas las metáforas antes utilizadas, las búsquedas,
las rarezas, los refinamientos; sería semejante a un recién nacido en quien
penetra la vida imprevista y que balbucea su asombro, hecho de alegría o de
pena, mediante unos sonidos que no comprende y que le arrancan la inconsciente
necesidad de la palabra!
Ese sueño no es más que un error, es radicalmente absurdo.
***
No habiendo
vivido en épocas primitivas, – sino en existencias anteriores que me han dejado
recuerdos poco precisos, – no me niego a admitir que existieran, antes de los
Valmiki, Kinos y Homeros, esos decadentes, poetas realmente ingenuos que
cantaban sin hacerlo a propósito, sin siquiera imitar la involuntaria melodía
del viento y de los pájaros en las ramas. Puede también que, en la actualidad,
en el más misterioso interior de la África negra, dos o tres cantores, comedores
de carne humana, cruda – pues si la comiesen cocinada, estarían tocados por la
civilización, y, entonces, ¡adiós a la simplicidad! – improvisen poemas sin rima
suficientemente despojados de maliciosa sutilidad.
Pero si encontrase, entre la puerta Saint-Denis y la iglesia de la Madeleine, un
poeta, o un novelista, o un autor dramático, que, no pudiendo ignorar que en la
calle Richeliu hay una biblioteca bastante bien dotada de libros antiguos y
modernos, y, en el Bois, en los cupés y en los victorias, bellas personas
deshabituadas a dormir solas, me dice: «¡Miradme! ¡Leedme! ¡Soy un escritor
simple!» yo le respondería con claridad: «Colega, ¡eso no es cierto! Reconozco
que usted tiene todo el talento del mundo, ha sido usted agraciado, por la
varita de alguna hada bienhechora, con el don casi milagroso de dar vida, vida
palpable, a los fantasmas de su imaginación, y usted escribe en una lengua que
le envidian – aunque aquí y allá, esa lengua hubiese preocupado a Baudelaire o a
Flaubert, – los más perfectos artistas de los que se honran las letras
francesas. Pero, en cuanto a ser simple, eso es una quimera que le aconsejo y
deseo que renuncie. ¿Cómo es posible que sea ser que usted simple, si Paul
Verlaine ha publicado, ayer, un soneto de una singularidad muy inquietante? – no
diga que no, ¡usted lo ha leído! Y anteayer, ante las butacas de orquesta,
estaban sentados unos hombres, un poco menos ingenuos que los pastores del Tirol
austriaco, y en los palcos, solo la solemnidad de una primera representación
aconsejaba a jóvenes mujeres unas reservas desprovistas además de toda
ingenuidad, se ha representado una comedia de Henri Meilhac incuestionablemente
más complicada que los juegos dramáticos a los que tal vez se dediquen, cerca de
Lucerna o de Constanza, los huéspedes de las habitaciones lacustres».
***
No exageramos,
ni siquiera para divertirnos. Hablamos en serio. Es imposible que un poeta, –
sea cual sea el género en el que se materializa su pensamiento, bien en prosa o
en verso, – no sea contemporáneo de sí mismo. Nosotros no hemos elegido ni el
lugar ni la fecha de nuestro nacimiento, y debemos asumir la fatalidad del
momento; ¡no podemos dejar de asumirla! ¿Qué hombre, en apariencia, mediante la
calidad de su talento, mediante la pendiente de su alma, por la elección de los
temas donde se enciende su inspiración, está más alejado de su época, está más
aislado de las contingencias modernas, que el autor de Kaïn y des Erinnyes?
Falsa apariencia: no hay, en toda la obra de Lecomte de Lisle, un solo verso, ni
uno solo, que hubiese podido ser escrito en otros tiempos que no fuesen los
nuestros, y, él mismo, el magnífico y altivo poeta, que, por la grandeza de sus
sueños, por el espacio entre sus versos, donde el pensamiento circula como la
luz entre las columnas de los templos, da la ilusión de la simplicidad; ¡él
mismo no es simple!
Pues nadie lo es.
Veamos las cosas tal como son. El alma francesa en este fin de siglo, lo quiera
o no, lo reconozca o lo niegue, no tiene nada en común con la de las niñitas que
todavía no han hecho la primera comunión. La inocencia absoluta no es lo que
distingue a los hombres y las mujeres de treinta años. Existen personas buenas,
caramba, ya lo creo; pero existen tal vez muchas más que no. ¿Pero quién,
entonces, entre los más puros y los más honrados, ha conservado intacta la
ilusión de la pureza y la honestidad de todos? ¿Quién cree en la inocencia
universal? Y voy más lejos todavía: ¿quién, en la actualidad, se adaptaría a
vivir en una humanidad donde la estricta virtud, regla única e implacable,
presidiese todas las relaciones sociales? A partir de ahora, se ha instalado la
complejidad, se ha desarrollado en todos los corazones, en todas las
conciencias; no hay hombre vivo que no se sienta doble, triple, y que, en una
parte u otra de su multiplicidad, no sospeche de sí mismo, – ¡a menos que
todavía tenga en una cueva montañosa, donde beba agua de la roca y coma raíces
de hierbas, alguna ermita para orar ante una cruz de madera!– Y los espíritus
son todavía más complejos que las conciencias y los corazones. Después de Balzac
y de Hugo, después de Musset y Baudelaire, esos dos espíritus extrañamente
fraternales, después de los genios y los talentos, después de los iluminados y
los enfermos, después de tantos esfuerzos, triunfos o abortos, después de las
ideas desechadas, del pensamiento desgarrado, prolongado hasta más allá del
sueño, después del lenguaje obligado a expresar, a fuerza de grandilocuencia,
todas las sublimidades del pensamiento, y, a base de ligerezas, de matices, de
todos los entresijos de lo inexpresable, ¡la literatura no puede ser simple!
Pues si lo fuese probaría, que imbecilizada y puerilizada finalmente por el
abuso de lo excesivo, se ha reducido a parecerse a esos libertinos
septuagenarios a los que divierte y que predispone solo a reminiscencias de
placer la ignominia de vestirse, con las piernas denudas, con un vestido de
bebé.
***
Pero, si no se
puede ser simplista, no resulta muy dificil parecerlo.
Con el fin de hacer decir: «¡Ah! ¡Qué claro es! ¡Ah! ¡Qué francés! ¡¡Ah! ¡Qué
fácil de leer! ¡Qué poca dificultad en comprenderlo! Con él, enseguida se sabe
donde se está y no hay que buscarle tres pies al gato!» para obtener esos
elogios, para estar bien visto en el mundo, para evitar que no se os confunda
con aquellos cuyo pensamiento se sutiliza hasta los más malsanos refinamientos,
y cuya frase se encanalla – no sin cierta gracia sin embargo – en las
curiosidades del neologismo, para ser en fin un honrado hombre de letras, se
puede llegar a fingir la ingenuidad en el tema, la torpeza en la composición, y,
en el estilo, esa negligencia, más bella que el adorno, que provoca
exclamaciones del tipo: «¡Escribe como se habla!» ¡Oh! ¡Gloria de ser así
admirado! ¡Gozo inefable debido a una convención tácita de mentiras entre el
autor y el lector!
Solamente, esta simplicidad, – deseada, buscada, – no es otra cosa que un
crimen, puesto que es hipocresía, y ello implica – al mismo tiempo que un
cálculo poco loable – una depravación intelectual, una superchería artística,
cien veces más condenable que la franqueza, al menos de aquellos que, siendo
complicados, lo son, y que, siendo amanerados, no se ocultan de serlo.
***
Yo no
descubriré nada nuevo a nadie diciendo que en las salas de los restaurantes
nocturnos hay un cierto número de mujerzuelas vestidas con trajes de todos los
colores y mostrando sin recato, bajo el incendio de las lámparas, sus hombros,
sus brazos, – polvo de arroz sobre la nieve. – y unos senos tumultuosos que
desbordan de las blusas. ¡Raramente observan las conveniencias! Van de mesa en
mesa, bebiendo en todos los vasos y besando todas las bocas. Hablan de un modo
extrañamente cínico, y no dejan ninguna duda de su intención de aceptar aquello
que podría serles solicitado por personas dignas de confianza. En definitiva, al
tener malas costumbres, no tienen aspecto de parecer buenas, y, vendedoras de
amor, ellas mismas son las impudentes enseñas de su mercado. Ahora bien, algunas
veces, no lejos de ellas, un poco apartada sin embargo, se mantiene sentada,
sola ante una mesa, una persona insignificante, vestida de colores sencillos, en
traje sin escote, con los ojos bajos, los cabellos teñidos de un color que
parece natural; no ríe, no habla, apenas levanta la cabeza para responder a
quien le habla, a veces se niega a contestar. ¡Qué! ¿Será una decente señorita
perdida en ese sórdido lugar? ¡Oh! no. La muy ladina sabe muy bien lo que hace.
Dentro de un momento comenzarán a merodear a su alrededor, seriamente
interesados, hombres serios, que a veces frecuentan esas salas donde se cena,
adoptando aires de amabilidad, o fingiendo tragarse el cuento, – pues, hoy en
día, las propias víctimas ya no se lo tragan, – ¡Ah! ¡La muy puta! ¡Más puta que
las otras! Es una simplista.
CATULLE MENDÈS
Publicado en Gil Blas, 31 enero 1888
Traducción de José M. Ramos González
Para http://www.iesxunqueira1.com/mendes
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