LAS SOLITARIAS

Érase una vez dos pequeñísimas hadas que se amaban con toda la ternura que uno se pueda imaginar. Una, no más alta que las briznas de hierba del prado, tenía por nombre Muguette; la otra, que tenía que incorporarse sobre la punta de sus pies para mirar por encima de un fresar de los bosques, se llamaba Liseron. Nada más imposible que encontrar a Muguette sin Liseron, si no era encontrar a Liseron sin Muguette, de tanto placer que encontraban viviendo en compañía. Se las veía juntas por todas partes: en el lindero del bosque de Broceliande, cuando las rondas matinales de las Buenas Damas rozan las ramas de donde gotea en prismáticas lágrimas el rocío; en el claro del bosque cerca de Atenas, entre los juegos de los silfos que suben y bajan, como los deshollinadores en una chimenea, en las orejas de Bottom: a orillas del lejano mar, donde se embarcan en navíos hecho de una cáscara de nuez o de un caparazón de escarabajo, para las islas de Avalon. Y cuantas veces las jóvenes pastores, que llevaban al atardecer los rebaños hacia el establo, o los jinetes acorazadas de planta que están afanados, a través de las soledades, en la búsqueda de princesas encantadas, escucharon subir de detrás del follaje un ruidillo tan vago y ligero que decían: «Dos pétalos de rosa, sin duda, se rozan cayendo en el césped; » pero era el ruido de los besos que daba Liseron a Muguette, Muguette a Liseron, pues ambas amigas se besaban en la boca.
Lejos de mi el pensamiento de aprobar, – por fragantes y rosados que fuesen sus labios, – una familiaridad tan contraria a las conveniencias. Creo, de acuerdo con la mayoría de los moralistas, que las femineidades, incluso muy misericordiosas e inclinadas a los fáciles abandonos, no deben conceder las delicias de las que ellas disponen, más que a viriles vencedores; esas dos hadas se habían equivocado al no reservarse para los merodeadores silfos y los robines de los bosques, que son muy apuestos pese a su corta talla; pero que se la va a hacer! los silfos y también los duendes, en esa época, estaban muy ocupados en cortejar a las hijas de los hombres; no se les veía casi nunca mezclarse en las danzas matinales o nocturnas sobre los linderos de los bosques. Ahora bien, os pregunto, – responded, estremecidos enamorados! que abrazáis con desenfreno las desnudeces languidecientes! – el culpable empleo de las dos adorables bocas ¿no es más digno de perdón que la inutilidad de su deplorable desempleo? En fin, ¿Qué os diría yo? los hechos son los hechos, nadie podría cambiar en absoluto las cosas como vienen dadas: justificables o no, las dos encantadoras haditas daban un mal ejemplo. ¡Pero qué bien lo daban! con qué placer, nunca desganado, siempre renovado! No dejarías de conmoveros, – aún reservándoos el juicio de vuestra conciencia indignada, – si las hubieseis podido ver, con sus bracitos sobre alguna hoja de plátano, abrazar sus cuerpecitos en la confusión apasionada de sus cabellos no más largos que el dorado plumón de los jilgueros salvajes; según la expresión de un heroico poeta, sería ¡la felicidad en el crimen!
Pero las providencias no autorizan la ininterrupción de los reprensibles éxtasis; Liseron y Muguette eran demasiado felices para serlo siempre. Sabed pues la aventura que las separó.
Una noche en la que buscaban un cobijo, –caliz de flor, un hueco en un abedul, o un bonito nido de musgo, – para su exquisito pecado, se encontraron en presencia de una flor de lis que era la más blanca de todas, y de una rosa, blanca también, que era la más admirable de las rosas, aunque un poco ajada por el rozamiento demasiado insistente de las apasionadas mariposas. «¡Ah! ¡que bonita flor de lis!» dijo Muguette. Liseron dijo: «¡Ah! ¡qué hermosa rosa!». Muguette dijo: «Dormiremos en la flor de lis.». Liseron dijo: «No, no, lo haremos en la rosa». Y comenzaron a discutir, una defendiendo la rosa y la otra la flor de lis. ¡Qué locas eran! ¡que importa la cama si existe la certeza de no dormir en ella! y, por experiencia, ellas sabían perfectamente que fuese cual fuese el lecho en el que se acostasen, no pegarían ojo, sino sus labios entreabiertos. Pero, al igual que las mujeres, las hadas son de un temperamento nervioso que no siempre pueden dominar. «¡En la rosa!–¡En la flor de lis!» Daban patadas, crispaban sus puños, mostraban toda la cólera de la que pueden estar invadidas dos pequeñas criaturas que una margarita aplastaría cayéndoles encima. Aunque la aventura tuvo un desenlace muy enojoso. «¡Yo me acostaré sola en la flor de lis!», dijo Muguette; y Liseron dijo: «¡Yo me acostaré sola en la rosa!». Luego, sin perder un instante subieron a lo largo de los taños, – como dos niños se suben al palo donde está suspendida una piñata – cada una hacia uno de los cálices, y desaparecieron, Liseron en la rosa y Muguete en la flor de lis, atrayendo hacia ellas, al igual que se cierra una puerta o se pasan las cortinas, los pétalos de la alcoba elegida.
Seguro que estaréis sonriendo, diciéndoos: «¡Bueno! ese capricho no fue duradero; pronto se volvieron a renunir.» ¡En eso os equivocáis! Obstinadas en su terquedad, no renunciaban a los amargos enfurruñamientos; ¡esa noche las dos esposas hicieron flor aparte!
Estoy dispuesto a creer que al principio se aburrieron solas, que más de una vez tuvieron ganas de reconocer sus errores o de intercambiar disculpas. ¡Pero tenían el alma orgullosa, aún cuando tuviesen el corazón tierno! e, inquebrantablemente, – apenas exagero, – cada una de ellas se mantuvo en la soledad de su morada. En un cobijo no se podría hacer otra cosa que soñar; incluso las propias hadas deben obediencia a los poetas. Por supuesto que soñaron. ¿Qué sueño las invadió en el balanceo, consejero de languideces, de la olorosa hamaca? ¿Pudieron impedir, – a pesar de los enfados, – pensar la una en la otra? ¿Encontraron en las quimeras del sueño a medias, la dulzura de los besos que antes oían los pastorcillos que bajaban de los montes y los caballeros en búsqueda de princesas encantadas; o bien, justificándose en la desavenencia, para atreverse hasta la infidelidad, imaginaron – habiendo llevado durante tanto tiempo una vida tan indecorosa y habiendo adquirido el encanto perverso de lo nuevo y lo prohibido – las caricias de algún brutal silfo, antaño rechazado? La brisa trataría en vano de negar que esa noche, siempre ocupada en seguir en el aire y en besar al paso el velo que la novicia de un monasterio próximo acababa de arrojar por encima de los molinos y campanarios, olvidó mecer las ramas, las floraciones y las hierbas; y, sin embargo la flor de lis donde se cobijaba Muchette y la rosa donde se guarecía Liseron fueron sacudidas durante todas las horas nocturnas, en una oscilación casi turbulenta; ¡se hizo pues inevitable creer que ese movimiento provenía de una agitación interna! y no se podría negar que antes de la mañana, en el gris claro todavía no rojizo del alba que no quiere nacer, cuando descendieron al césped, revelaban en sus lentos movimientos una deliciosa fatiga de enamorada finalmente muerta que no consiente en vivir más que para esperar la hora de volver a morir aún; el ojo de la última estrella que iba a cerrarse en el desvanecimiento de las tinieblas, vio sus ojos desfallecientes, pequeñas estrellas también, ojerosos de oscuras languideces. Ellas parecían deliciosamente cansadas, no habiendo ninguna razón decente que justificara esa lasitud; incluso un observador habría podido advertir que Muguette queriendo coger una fresa, y Liseron queriendo coger una avellana, daban muestra de una torpeza en sus dedos que dejaron caer la avellana y la fresa, siendo un síntoma de misteriosas fatigas.
Se vieron – ¡fingieron no verse en absoluto! se reconocieron, – ¡fingieron no reconocerse! ¿Lamentablemente una sola noche desierta había bastado para convencerlas de que la soledad tiene encantos y sortilegios que ni el más apasionado himeneo, real e incluso culpable, no podría igualar sus éxtasis? ¿Habían llegado a comprender tan rápido, –¡ah! ¡las desdichadas, felices sin embargo! – que toda realización, por perfectamente deliciosa que sea, no puede ser más que el después melancólico del divino deseo, y que ninguna alegría no existe más que a condición de no existir?
Los investigadores un poco sensatos saben bien que la nada es el único jardín donde florece la milagrosa flor de la total satisfación; y «Nada» tal es el verdadero nombre del paraíso terrestre.
A partir de ese momento Muguette y Liseron se evitaron; ellas que se habían buscado y encontrado tan ardientemente; no solamente ya no se testimoniaban cariño sino que ni siquiera se mostraban enfadadas; por las tardes pasaban una cerca de la otra con una indiferencia absolutamente sincera, Muguette para subier a su flor de lis y Liseron para subir a su rosa…
¡Ah! jóvenes de este siglo, vosotros me haréis justicia por no aconsejaros, al principio de este relato de tan siniestro desenlace, seguir el ejemplo de las dos haditas enamoradas que se reunían detrás de las matas para intercambiar besos cuyo ruido imitaba al de dos pétalos que se rozan; censurando a las culpables enamoradas del bosque de Broceliande o del bosque cercano a Atenas, ¡he querido apartaros del mal camino! Pero, sabedlo, el mismo crimen del que os trato de alejar sería menos espantoso que aquel en el que Muguette y Liseron se dejaron por haber discutido una tarde. Sea cual sea la propensión de las señoritas y las señoras en desear seguir el ejemplo de las reinas o las hadas, tened cuidado de no seguir el de las solitarias perezosas. Amad a pleno corazón, oh vírgenes, a vuestros novios; amad a bocas llenas, a plenos brazos, oh jóvenes esposas, a vuestros maridos, a vuestros amantes: resignaos incluso, si es necesario, si alguna abominable pendiente os inclina hacia abajo, a levantaros del diván donde os obliga a permanecer la insistencia de una detestable amiga; ¡pero en ningún caso consintáis la soledad infernal y paradisíaca de las quimeras! Que jamás, oh vírgenes, vuestras castas camas no se parezcan a la pálida flor de lis donde se encierra Muguette; que nunca, oh esposas, oh amantes, vuestras camas menos ingenuas no tengan la menor relación con la rosa un poco ajada donde Liseron se encierra. ¡No seáis las hermanas de estas espantosas haditas! No queráis vuestros labios en los vivos labios! ¡No os reservéis a las ausencias! pues el pecado que se comete no tiene excusa más que en la dicha que se le da. Y si seguís el avaro y celoso ejemplo de Muguette en su flor y de Liseron en la suya, seréis maldecidas por todos los amantes dignos de ese nombre, sí, maldecidas, ¡maldecidas y condenadas!... a menos que permitáis a la curiosidad ferviente de algún discreto cómplice, que tomará para él toda la condena, apartar, no demasiado próxima a la hora más misteriosa, las cortinas blancas, jóvenes muchachas, el lis de la alcoba, o los pétalos, jóvenes mujeres, de vuestro lecho abierto como una rosa blanca.

Traducción de José M. Ramos
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