SOR COLETTE
Colette fue
introducida en el locutorio del convento.
–¿Habéis solicitado hablar conmigo, hermana? – preguntó la superiora de las
Clarisas, anciana mujer con aire taciturno.
Colette estaba perfumada de ylang-ylang, un vapor de incienso llegaba de la
capilla vecina; ese olor de salón y de iglesia mezclados resultaba agradable.
Colette dijo:
–Madre, ¡soy una persona absolutamente digna de piedad! pues he cometido los
peores crímenes de los que se pueda arrepentir un alma cristiana, y, hay pocos
pecados de ternura a los que, en una deplorable debilidad, no me haya
abandonado. Añadiré incluso que había adquirido, en compañía de mi amiga Lila,
una fama cuyo recuerdo me obliga a todo el sonrojo del que soy capaz. En
definitiva, sí, yo era una joven mujer prometida a los suplicios bien merecidos
del eterno infierno. Pero merced al cielo, he sido tocada por la gracia. ¡He
conocido lo inútil de las agradables locuras! ¡Ah!, madre, los hombres valen
bien poco, y las mujeres no valen mucho más. Conozco la vanidad de los amores
ardientes y las amistades sinceras. Los más dulces sueños apenas realizados se
desvanecen; incluso el corazón no conserva más que ese poco de polvo fino que
dejan en los dedos las mariposas al levantar el vuelo. ¡Nada de lo que se llama
alegría puede tentarme a partir de ahora! Mi alma, llena de ilusiones muertas,
es semejante a un jardín convertido en un cementerio de rosas. Sería en vano que
se me condujese a fiestas donde hombres jóvenes solícitos y engreídos, alabasen
el encanto con los que el diablo, en execrables diseños, me dotó; soy incapaz de
las turbaciones y de las esperanzas de las que durante mucho tiempo estuve
engañada. El único porvenir que me tienta es pasar mis días en la paz redentora
del claustro y olvidar, en las prácticas de una regla severa, las frivolidades
de antaño, ¡que ahora odio y desprecio! ¡Oh, madre, acogedme! no me privéis de
los ayunos, las mortificaciones, la desnudez de las rodillas sobre las losas; ¡y
que pueda, liberada al fin de los odiosos paraísos humanos, merecer el paraíso
celestial!
Tras estas palabras, en la sinceridad de su desesperación (¡pues jamás Magdalena
arrepentida fue tan sincera como ella!), Colette vertió abundantes lágrimas; su
ceñida blusa que la hacía tan esbelta, la molestaba un poco para sollozar; pero
no se quejaba de ese sufrimiento, por otra parte leve; incluso aprobaba la
dureza de las ballenas que casi era como un adelanto del cilicio.
La Superiora, con compunción, respondió:
–Hermana, ¡es prudente desconfiar de las vocaciones imprevistas y demasiado
repentinas! Las jóvenes, antes poco recomendables, que se arrojan con un
impetuoso fervor en los brazos de la religión, están sometidas a recaídas muy
comprometidas en otros brazos; Dudad de tomar por un celo realmente sagrado...
La reverenda Madre se interrumpió. Alguien acababa de entrar en el locutorio.
Era un hombre joven, muy elegantemente vestido y con buen porte, con un fino
bigote moreno; estaba autorizado a ir una vez a la semana para entrevistarse con
su hermana, postulante en el convento de las Clarisas; saludó, ganó el fondo de
la sala, se acercó a la celosía y se puso a hablar en voz baja con una pequeña
novicia. Colette no lo vio al principio, ¡tanto su ferviente arrepentimiento la
ocupaba por entero!
–¡Dudad de tomar por un celo verdaderamente sagrado – continuó la Superiora –
los sentimientos poco duraderos de alguna desesperación mundana! Dios no acepta
más que aquellas que se entregan a él plenamente, ¡sin ninguna esperanza de
divorcio! ¿Acaso podéis saber si, acostumbrada a los vanos placeres terrenales,
no encontraríes pronto desagradables los severos goces de la oración y la
meditación? Podréis...
–¡Madre!–exclamó Colette, fanáticamente – me siento capaz de aceptar todo y de
acatar todo por la salvación de mi alma, lamentablemente tan comprometida. Nada
me echará atrás, nada me desagradará, ni los más terribles deberes, ni las más
humildes tareas, y también estoy dispuesta a todas las torturas! ¡Quiero
mortificar mi carne culpable! ¡Quiero someterme a la disciplina! ¡Quiero que
clavos de hierros pinchen mi piel para castigarla por haber sido tan dulce y tan
deliciosamente rosada! ¡y siento inquebrantable mi resolución de entregarme al
esposo divino, solo a él!
En ese momento, el visitante, que había acabado de conversar con la postulante,
salió de su rincón, saludó, atravesó la sala, empujó la puerta y desapareció.
Era realmente un muchacho muy agradable, al que su bigotito le sentaba muy bien;
a Colette siempre le habían chiflado esos bigotes.
La Superiora continuó con brillo en los ojos:
–Puesto que es así, hermana, puesto que os sentís fuerte, puesto que el cielo os
ha elegido realmente, ¡venid, venid con nosotras! Sin duda no os admitiré hasta
pasar las pruebas del noviciado. Pero haréis en nuestro monasterio un retiro de
varios meses; y si, transcurrido un buen tiempo, persistís en vuestra hermosa
vocación, entonces comenzaréis el dulce y rudo aprendizaje, seréis la novia del
Señor esperando convertiros en su esposa. ¡Oh, hermana! qué perfectas delicias
os esperan en recompensa de vuestra renuncia al mundo! ¡Conoceréis el
incomparable goce de las inmateriales bodas y las delicias del puro amor! y,
entregada a la embriaguez celestial, ¡sentiréis compasión de las culpables y
falsas alegrías de aquellas que se extasían en los pecados terrenales!
–Sí, sí... –dijo Colette.
Parecía un poco confusa, con aire de pensar; sí, ¿de pensar en qué?
–¿Y mi retiro deberá comenzar pronto? – preguntó.
–¡Hoy mismo! ¡Enseguida! Cuando se está decidida a entrar en el buen camino hay
que comprometerse sin perder un minuto. ¡El tiempo es del Paraíso!
–¡Sin duda! ¡Sin duda! Pero, ¿esperar a mañana sería un gran retraso? Vamos, ya
está decidido, yo regresaría...
–¡Mañana!
–O pasado mañana. O la semana próxima. En fin, dentro de algunos días.
Y después de una inclinación de cabeza donde oscilaron los rizos pelirrojos de
su pequeña frente, la arrepentida se escapó del locutorio. ¿A dónde iba tan
aprisa? Una vez cerrado el pesado batiente se encontró en la calle muy cerca de
aquél joven, precisamente, que tenía tan fino bigote; él acababa de subir a un
cupé detenido ante el claustro y cuya portezuela todavía estaba abierta. Muy
apuesto, ese desconocido, sí, en verdad, muy apuesto. ¡Pero muy impertinente!
pues, tendiendo el brazo, no dudó en tomar a Colette por la mano e introducirla
en el coche. ¡Ella quedó tan estupefacta ante tal audacia que no tuvo la
presencia de espíritu para defenderse! y, cayendo sobre un cojín, seguramente
estaría muerta de vergüenza si no hubiese comenzado a reír mientras el caballo
partía al galope y el secuestrador bajaba las cortinillas de seda malva del cupé
que se convirtió en un salón de cuatro ruedas.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |