LA SORTIJA ENCANTADA I Tres jóvenes príncipes, apuestos y ricos, – uno se llamaba
Felibien, el otro Roland y el tercero tenía por nombre Aymeril, – viajaban a
caballo por todos los países del mundo, seguidos de una numeroso cortejo de
criados y carromatos donde transportaban los equipajes. Encontrándose por azar
en una hospedería, habían entablado amistad y ahora hacían juntos el camino.
¿Por qué viajaban? ¿Para estudiar de cerca del poder y las leyes de los
diferentes naciones? ¿Para ser más dignos de reinar cuando sus padres, que eran
tres poderosos monarcas, descendiesen del trono al sepulcro? Vosotros lo habéis
dicho, en efecto. Pero el príncipe Felibien y el príncipe Roland no hacían su
largo peregrinar sin un cierto enojo; sus compañeros envidiaban amargamente a
Aymeril que siempre se encontraba de buen humor y no dejaba de cantar a lo largo
del camino versos que había compuesto para su amiga, o canciones que le había
enseñado su nodriza. II Podéis imaginar la hilaridad que produjo esta respuesta. Una mujer en el engaste de una sortija era algo imposible de creer. ¿Amaba a una dama o una damisela enorme como un ácaro o colosal como una pulga? Ella debía tener unos cabellos tan largos como el invisible plumón de las flores; y cuando la giganta caminaba, con gran porte, por los senderos del jardín, sin duda tenía mucho miedo a ser pisoteada por las cochinillas que pasan. Aymeril había respondido con franqueza, pero ellos no entendían que todo es posible para el poder de ciertas hadas a las que él había hecho un gran favor, y no cesaban de reír diciendo: «¡Vamos, vamos, eso es una broma compañero!» Tanto insistieron que al final la paciencia se le agotó y decidió –¡fue una imprudencia!– mostrarles lo que se negaban a creer. Levantó su mano izquierda, donde estaba la sortija, abrió con la uña el engaste, y desde que hubo puesto el labio en la estrecha abertura, salió, muy pequeña, apenas visible, una figurita viva que, creciendo, hinchándose, estirándose, de inmediato se convirtió en una joven señorita completamente vestida de seda y oro, ¡la más bella del mundo! y rodeando con sus brazos el cuello de Aymeril, dijo: «¿Qué deseáis, mi querido señor?» La sorpresa de los dos incrédulos príncipes fue tan grande que no se podría expresar, y aumentó todavía más cuando, bajo un soplido de su amigo, la damisela disminuyó, volviendo a menguar y despareció en el engaste que se cerró sobre si mismo. Pero, por el momento al menos, él no volvió a hablar más de ese prodigio, pues los criados acudieron para advertir que los caballos ya habían bebido bastante y que era hora de ponerse en camino. III Incluso cuando hubieron comenzado a cabalgar de nuevo,
Félibien y Roland no dirigieron la palabra al príncipe Aymeril. Pero apartados,
ambos charlaban en voz baja. Por poco tiempo que se hubiese mostrado la
misteriosa habitante del engaste, ellos habían advertido que era muy bonita y
seductora en sus ricos atavíos, y serían dignos de piedad si no pudiesen hacer
uso de ella a su antojo. IV Hicieron como habían acordado. Cuando todos estuvieron acostados en el albergue elegido para pernoctar, y cuando Félibien y Roland supusieron que su compañero debía estar dormido hacía tiempo ya, se introdujeron sin hacer ruido en la habitación que le había sido reservada a Aymeril. Todo estaba silencioso y oscuro. Apenas se oía el ligero ruido de la respiración del joven dormido. Félibien, que tenía buena vista, ¡vio brillar algo!, debía ser el oro de la sortija. Tanteó con precaución. Sí, la sortija en efecto, en el dedo de una mano que colgaba fuera de la cama. Retiró la joya, lentamente, lentamente. Luego dijo en voz baja: «¡Salgamos! ¡ya está!» Y podéis imaginaros la alegría de los dos traidores cuando estuvieron de regreso en sus aposentos, después del éxito de su empresa, y como observaron, cerca de la vela encendida, el precioso engaste, ¡domicilio de una tan agradable persona! No había más que hacerla salir; Roland se encargó de esta fácil tarea; levantó con la uña la cubierta de oro, puso sus labios en la abertura… ¡De pronto lo invadió un temor! ¿Y si la damisela no estaba en la sortija? ¿ Y si durante la noche, Aymeril la liberaba para hacerla dormir a su lado? En su lugar eso es lo que ellos habrían hecho. No habían pensado en ese posible contratiempo. ¿Tal vez habían penetrado subrepticiamente en una habitación, manteniendo una conducta de perfectos ladrones, ellos, nobles y príncipes, para nada? Pero enseguida se tranquilizaron. ¡La damisela se encontraba en la sortija! o más bien no se encontraba allí más que a medias, puesto que estaba saliendo. Ellos veían, en la penumbra del apartamento, crecer, alargarse, hincharse las delicadas telas de seda y oro; ¡ah! ¡Qué bonito espectáculo! ya estaban completamente extasiados pensando en los goces que pronto disfrutarían, cuando la encantadora criatura, grande ya, les rodease el cuello con sus brazos, primero a uno, luego al otro, diciendo: «¿Qué deseáis, mi querido señor?» Sintieron en efecto una caricia en sus cuellos, como una manga que se desliza…, ¡pero una manga solamente! No, ¡no había brazo bajo la tela! Y, abrazando el vestido de seda y oro, pudieron comprobar que también estaba vacío. Al mismo tiempo, al otro lado de la pared, se oían ruidos de besos y risas. Imaginad la decepción. ¿Qué había ocurrido? El justo castigo de su traición. Aymeril, cada noche, no dejaba de acostar a su lado, como ellos habían advertido demasiado tarde, a la damisela liberada, Pero entonces, ¿por qué los vestidos saliendo de la sortija? Porque la previsora cautiva, antes del anochecer, tenía por costumbre desnudarse bajo el engaste, incluso antes de ser llamada, ¡para estar más rápidamente preparada para su apuesto amigo!. Traducción de
José M. Ramos |