LA SORTIJA ENCANTADA

I

Tres jóvenes príncipes, apuestos y ricos, – uno se llamaba Felibien, el otro Roland y el tercero tenía por nombre Aymeril, – viajaban a caballo por todos los países del mundo, seguidos de una numeroso cortejo de criados y carromatos donde transportaban los equipajes. Encontrándose por azar en una hospedería, habían entablado amistad y ahora hacían juntos el camino. ¿Por qué viajaban? ¿Para estudiar de cerca del poder y las leyes de los diferentes naciones? ¿Para ser más dignos de reinar cuando sus padres, que eran tres poderosos monarcas, descendiesen del trono al sepulcro? Vosotros lo habéis dicho, en efecto. Pero el príncipe Felibien y el príncipe Roland no hacían su largo peregrinar sin un cierto enojo; sus compañeros envidiaban amargamente a Aymeril que siempre se encontraba de buen humor y no dejaba de cantar a lo largo del camino versos que había compuesto para su amiga, o canciones que le había enseñado su nodriza.
En cierta ocasión, estando reunidos los tres, hacia el mediodía, bajo el cenador de un albergue, esperando que se diese de beber a sus caballos, – en algunos instantes, se pondrían en camino hacia una gran ciudad donde querían llegar antes de que cayese la noche,– Félibien dijo:
–Debo penasr, mi querido Aymeril, que estás enamorado de alguna bella persona, pues no estarías tan alegre como siempre estás.
–Me inclino a pensar – añadió Roland, – que los sonetos y las baladas con las que diviertes a los pajarillos de las ramas no son más que tiernas mentiras y que seguramente fueron compuestos al azar, en previsión de un posible amor que todavía no te ha llegado.
Aymeryl sonreía sin responder.
–En cuanto a mí, – continuó Félibien, – me deprimo porque la única a la que amo me espera, a más de mil leguas, en un castillo donde no tiene más placer que la visión de su viejo marido; lo que no parece una distracción suficiente para una mujer joven.
–En cuanto a mí, – dijo Roland – si estoy apenado es a causa de la hija de un emperador, a quien he dado mi palabra y que se asombra, por las mañanas cuando se despierta y viene a asomarse a la ventana de la torre, al no poder encontrar un ramo de flores de lis silvestres que yo tenía por costumbre depositar allí cada noche, escalando de piedra en piedra aún a riesgo de mi vida.
Aymeril continuaba sonriendo y finalmente dijo:
– Seguro que tenéis motivos para lamentaros. Pero estaríais equivocados pensando que yo no estoy tan enamorado como lo estáis vosotros. ¡Ah!, si supierais cuanto adoro a la que amo. Lo único que ocurre es que, partiendo para un largo viaje, he tenido la precaución de no dejarla en su domicilio, torre o castillo y la he traído conmigo.
Los otros dos príncipes replicaron:
– ¿Quieres burlarte de nosotros? ¡Si la tienes contigo habríamos visto a tu amiga! a menos que la tengas oculta en uno de tus baúles, o que esté disfrazada bajo el traje de uno de tus pajes.
–No está oculta en ningún baúl; temía demasiado que estuviese incomoda por los movimientos del carromato en los baches; no se oculta tampoco bajo el traje de un paje porque vestida así se verían sus piernas, de las que soy muy celoso.
–¿Dónde la escondes entonces?
Aymeril dudaba en responder; pero como continuaban interrogándole con mucha insistencia, contestó:
–En el engaste de mi sortija.

II

Podéis imaginar la hilaridad que produjo esta respuesta. Una mujer en el engaste de una sortija era algo imposible de creer. ¿Amaba a una dama o una damisela enorme como un ácaro o colosal como una pulga? Ella debía tener unos cabellos tan largos como el invisible plumón de las flores; y cuando la giganta caminaba, con gran porte, por los senderos del jardín, sin duda tenía mucho miedo a ser pisoteada por las cochinillas que pasan. Aymeril había respondido con franqueza, pero ellos no entendían que todo es posible para el poder de ciertas hadas a las que él había hecho un gran favor, y no cesaban de reír diciendo: «¡Vamos, vamos, eso es una broma compañero!» Tanto insistieron que al final la paciencia se le agotó y decidió –¡fue una imprudencia!– mostrarles lo que se negaban a creer. Levantó su mano izquierda, donde estaba la sortija, abrió con la uña el engaste, y desde que hubo puesto el labio en la estrecha abertura, salió, muy pequeña, apenas visible, una figurita viva que, creciendo, hinchándose, estirándose, de inmediato se convirtió en una joven señorita completamente vestida de seda y oro, ¡la más bella del mundo! y rodeando con sus brazos el cuello de Aymeril, dijo: «¿Qué deseáis, mi querido señor?» La sorpresa de los dos incrédulos príncipes fue tan grande que no se podría expresar, y aumentó todavía más cuando, bajo un soplido de su amigo, la damisela disminuyó, volviendo a menguar y despareció en el engaste que se cerró sobre si mismo. Pero, por el momento al menos, él no volvió a hablar más de ese prodigio, pues los criados acudieron para advertir que los caballos ya habían bebido bastante y que era hora de ponerse en camino.

III

Incluso cuando hubieron comenzado a cabalgar de nuevo, Félibien y Roland no dirigieron la palabra al príncipe Aymeril. Pero apartados, ambos charlaban en voz baja. Por poco tiempo que se hubiese mostrado la misteriosa habitante del engaste, ellos habían advertido que era muy bonita y seductora en sus ricos atavíos, y serían dignos de piedad si no pudiesen hacer uso de ella a su antojo.
–Sí, pero sería difícil de conseguir – dijo Felibien.
–¡Bueno! ¿Tan poca imaginación tienes? – dijo Roland – ¿Qué habría de malo en introducirse esta noche, cuando se duerma, en la habitación de nuestro compañero y quitarle la sortija del dedo?
–¿Sin despertarle?
–¡Se duerme profundamente tras una larga jornada de viaje! y, cuando tengamos la sortija en nuestro poder, pienso que podríamos levantar el engaste y hacer salir para un beso a la encantadora criatura tan bien vestida y elegante, pues he visto como lo hacía Aymeril.
–¡Oh! el beso no es lo que me preocupa.
Departiendo de este modo decidieron acometer la empresa. ¡Urdieron un complot despreciable! No solamente serían unos felones hacia su amigo, que nunca les había hecho daño, sino que no harían honor a su palabra: Felibien a la dama que lo esperaba en un castillo, a mil leguas de allí, sin otro placer que la visión de un marido de edad avanzada; Roland a la hija del emperador que se lamentaba, apoyada en la ventana de la torre por no encontrar las flores de antaño. Por desgracia, en el mundo no faltan malos príncipes que obedecen a sus deseos sin preocuparse del tormento de los demás; así pues, no había de que sorprenderse. En cuanto a Aymeril, no habiendo escuchado nada, ignorante de lo que se tramaba en su contra, cabalgaba sin inquietud, tanto mirando al azul del cielo o a las nubes, tanto a la sortija cerca de su boca, cantando a media voz una canción para que la pequeña cautiva no se aburriese demasiado en su estrecha prisión.

IV

Hicieron como habían acordado. Cuando todos estuvieron acostados en el albergue elegido para pernoctar, y cuando Félibien y Roland supusieron que su compañero debía estar dormido hacía tiempo ya, se introdujeron sin hacer ruido en la habitación que le había sido reservada a Aymeril. Todo estaba silencioso y oscuro. Apenas se oía el ligero ruido de la respiración del joven dormido. Félibien, que tenía buena vista, ¡vio brillar algo!, debía ser el oro de la sortija. Tanteó con precaución. Sí, la sortija en efecto, en el dedo de una mano que colgaba fuera de la cama. Retiró la joya, lentamente, lentamente. Luego dijo en voz baja: «¡Salgamos! ¡ya está!» Y podéis imaginaros la alegría de los dos traidores cuando estuvieron de regreso en sus aposentos, después del éxito de su empresa, y como observaron, cerca de la vela encendida, el precioso engaste, ¡domicilio de una tan agradable persona! No había más que hacerla salir; Roland se encargó de esta fácil tarea; levantó con la uña la cubierta de oro, puso sus labios en la abertura… ¡De pronto lo invadió un temor! ¿Y si la damisela no estaba en la sortija? ¿ Y si durante la noche, Aymeril la liberaba para hacerla dormir a su lado? En su lugar eso es lo que ellos habrían hecho. No habían pensado en ese posible contratiempo. ¿Tal vez habían penetrado subrepticiamente en una habitación, manteniendo una conducta de perfectos ladrones, ellos, nobles y príncipes, para nada? Pero enseguida se tranquilizaron. ¡La damisela se encontraba en la sortija! o más bien no se encontraba allí más que a medias, puesto que estaba saliendo. Ellos veían, en la penumbra del apartamento, crecer, alargarse, hincharse las delicadas telas de seda y oro; ¡ah! ¡Qué bonito espectáculo! ya estaban completamente extasiados pensando en los goces que pronto disfrutarían, cuando la encantadora criatura, grande ya, les rodease el cuello con sus brazos, primero a uno, luego al otro, diciendo: «¿Qué deseáis, mi querido señor?» Sintieron en efecto una caricia en sus cuellos, como una manga que se desliza…, ¡pero una manga solamente! No, ¡no había brazo bajo la tela! Y, abrazando el vestido de seda y oro, pudieron comprobar que también estaba vacío. Al mismo tiempo, al otro lado de la pared, se oían ruidos de besos y risas. Imaginad la decepción. ¿Qué había ocurrido? El justo castigo de su traición. Aymeril, cada noche, no dejaba de acostar a su lado, como ellos habían advertido demasiado tarde, a la damisela liberada, Pero entonces, ¿por qué los vestidos saliendo de la sortija? Porque la previsora cautiva, antes del anochecer, tenía por costumbre desnudarse bajo el engaste, incluso antes de ser llamada, ¡para estar más rápidamente preparada para su apuesto amigo!.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes