EL SUEÑO DE LILA

 

–¡Colette!

–¿Lila?

–He tenido un sueño.

–¿Despierta?

–Durmiendo.

–Qué fastidio. ¿No sabes que las horas de sueño deben ser empleadas solo para descansar de las dulces fatigas, para ser capaces de someterse a muchas más dulces aún? Hay que abandonar a las personas novelescas, grandes lectoras de poemas, el amor de las ilusiones nocturnas que también cansan; todo ello sin provecho real. Se debe estar contenta con las realidades, cuando se saben degustar – ¡no digas que no, Lila!– y que no se use la facultad de anhelarlas en la quimera. Me indigno cada vez que escucho hablar de un bonito sueño; ¿qué vale un sueño comparado con dos bocas reales que se besan? Los poetas echan a perder a las mujeres. En cuanto lo que a mí respecta, si fuese un hombre, sentiría un gran desprecio por una enamorada que se despertara con dos ojos deslumbrados donde yo no estuviese en absoluto.

–Sí, pero no importa, he tenido un sueño.

–¡Te desvives por contármelo!

–¡Evidentemente! Y este es.

Lila Biscuit extrajo una pequeña borla de su caja de polvos de arroz, rosado por un lado como una mejilla de aldeana, y se acarició el rostro, tal vez para velar, preventivamente, un posible rubor; dejándose caer en un sofá bajo, frente a su amiga tumbada en un diván, jugaba con la punta de su pie descalzo, hablando, con los encajes del camisón de Colette, que bailaban un poco bajo el pecho.

–Me encontraba en un país extraordinario, dónde las personas tienen sobre la virtud, unas ideas que no podrían aplicarse en el mundo en el que vivimos. Figúrate que los habitantes de ese país se considerarían deshonrados si se casasen con una persona que no hubiese tenido un muy gran número de aventuras probadas; y, la noche de bodas, todos los invitados, – en ocasiones hay muchos, – entraban uno tras otro en el lecho nupcial, mientras el marido iba a hacer dignas de un próximo matrimonio a todas las jóvenes de los alrededores.

–¿A todas? Exageras.

–Algunas. ¡Hace lo que puede! Es un número, más o menos grande, de señoritas de honor, – se las llama así, – del que la recién casada se enorgullece al día siguiente, de igual modo como se felicita el esposo del número, más o menos grande de invitados; los pocos casos de infidelidades legítimas, por parte del marido o de la mujer, serían objeto de divorcio. Y esas personas tienes otras costumbres que nos son menos singulares. Sus tribunales condenan, a las penas más severas, a los jóvenes convencidos de permanecer insensibles, durante cinco minutos, en compañía de una hermosa mujer; en ese caso, generalmente, los esposos o los padres se personan como acusación civil. Se señala con el dedo a las parejas que regresan del bosque vecino sin que el desorden de sus vestimentas revele que han cumplido con su deber. Mediante un arresto policial, las mujeres que no aman son condenadas a vivir en cierto barrio, en el cual las familias honestas se cuidan de no pasear; y, en los conventos o en las internados, se ofrece y se pone como ejemplo a las muchachitas la vida de los enamorados ilustres que, sin apartarse nunca del buen camino, ¡dieron al beso todos sus días y todas sus noches!

–Imagino, Lila, que en un país semejante, tú no has debido tardar en merecer un renombre muy honorable.

–¡En eso te equivocas, Colette! Los prejuicios que yo había llevado de nuestro mundo, – esa noche, precisamente, en la que me había dormido sola,– no dejaron de causarme un gran contratiempo; y fui detenida por la justicia por no haber puesto en el plazo legal, mis brazos alrededor del cuello de un transeúnte que me había ofrecido una rosa.

–¡Eh! ¿por qué, querida, rechazaste la obediencia a la ley? Hay que adaptarse a las costumbres de las naciones en las que se vive.

–¡No pude hacer dos cosas a la vez! En el momento que el paseante me presentaba una flor, yo estaba dando otra a un joven que se acomodaba de buen grado.

–¿Una rosa también?

–Mi boca.

–Te perdono, y me atrevo a esperar que el tribunal se mostraría indulgente por tu falta involuntaria.

–¿Indulgente? Ya verás. De entrada debí soportar el despiadado alegato del acusador público, que puso de manifiesto la enormidad de mi crimen. No solamente había desobedecido a las leyes de mi nueva patria, – podrían haberme perdonado esta infracción, a causa de mi reciente llegada, – pero había escarnecido la eterna moral. Me había atrevido a ¡no querer a quien me quería! A cambio de una flor, yo no había dado nada, ¡ni siquiera una sonrisa! Habría que buscar mucho tiempo atrás, en los anales del país, antes de encontrar un semejante exceso de impudicia y rebelión. Se imponía la necesidad de un castigo terrible. En ello estaba el honor de las familias, el honor de la nación entera. ¿Se podían prever las consecuencias de una absolución? Podía afirmarse que las jóvenes muchachas, que las jóvenes esposas hasta ese día fielmente atadas a sus deberes, no encontrarían en la misericordia de los jueces un pretexto para violar las obligaciones más sagradas? Si yo no era severamente castigada, tal vez se viese a otras mujeres – nada es tan contagioso como el mal, – rechazar las más legítimas reciprocidades, no dejar sus manos en las manos que las toman, apartar sus labios del beso, no abrir su puerta durante la noche, a los cantantes de serenatas; se escucharía, cosa aún desconida, bocas rosas decir ¡no! E incluso se sabía si no se encontrarían criaturas bastante corrompidas por mi ejemplo, bastante descaradas, bastante desprovistas de sentido moral para confinarse en la infamia de un solo amor. A esta reflexión, el acusador tenía su rostro enrojecido. Incluso llego al punto de pedir juicio a puerta cerrada. A decir verdad, yo tenía el derecho de objetar que, en el momento en el que la rosa me era ofrecida, yo estaba ocupada en funciones honorables y absorbentes de las que resulta muy difícil abstraerse. ¡Circunstante atenuante, de acuerdo! «Pero, gritaba el orador, la acusada negará que sus dedos, que sus miradas estaban libres, aunque no lo estuviesen sus labios y su palabra. ¿Acaso no le era posible aceptar la ofrenda en un tierno roce de mano,– sin interrumpir el beso – o prometer, con un vistazo, la próxima recompensa?» Y concluía con cólera en aplicación de la ley.

–¡Tiemblo por ti, querida!

–¡Con razón, querida! El jurado emitió un veredicto de culpabilidad y fui condenada a pasar el resto de mi días en el barrio descrito donde están relegadas las mujeres que no aman.

–¡Pobre Lila!

–Por fortuna, el rey fue menos cruel que los jueces. Se dignó a concederme el indulto, alegando que una persona, amable como yo lo era, no estaría alejada de la sociedad sin una gran pérdida para esta, y que los justicieros serían los primeros castigados. Fue pues decidido que quedara libre, con la condición sin embargo de salir victoriosa de una prueba juzgada bastante temible.

–¿Una prueba?

–Los jóvenes hombres del país se reunieron delante del palacio del rey, yo iría de uno a otro, sin dejar a uno solo, y tendría mi indulto, en su totalidad, si ellos aceptaban en proclamarme, por unanimidad, infinitamente bonita y deseable.

–Eso me tranquiliza. No careces de nada de lo que necesitas para dar placer.

–¡Eran muy numerosos!

–Tú tenías precedentes.

–Me preocupaba una cosa, sobre todo. ¿Con qué vestido me mostraría a los árbitros? No te ocultaré, – por excesivo que parezca– que al principio me sonrió la idea de despreciar los vanos collares y dejarme ver tal como me admira y cumplimenta la psique de mi cuarto de baño.

–¡Eso hubiese sido un gran error! Desconfiemos de la desnudez. Por tan exquisita que sea, un no siempre está segura de ser perfecta. Nunca has escuchado decir que un hombre de gusto se haya prendado ardientemente de una mujer por haberla visto, saliendo del mar, sobre la playa, en el traje que todo lo muestra. Hay poca fealdad en la más maravillosa belleza. Usamos el misterio turbador de los vestidos llenos de promesas. Es detrás de una nube como la luna está encantadora. Es bien cierto que llegado el momento, – y eso no es lo menos dulce, – donde las telas ya no tienen nada que hacer; pero, entonces, es demasiado tarde para que el amante se desdiga de su admiración, aunque se viese decepcionada, y su vanidad de poseedor nos es una garantía del entusiasmo que él nos demostrará y de su propia ilusión.

–¡Ah! ¡soy toda de tu opinión! Tras una corta vacilación, comparecí ante la multitud, velada hasta el labio, enguantada hasta el codo, y una aclamación apasionada me demostró que mi causa estaba ganada,– en parte al menos.

–¿En parte?

–Por desgracia, había en la clemencia del rey una clausula más, que no me había atrevido a decir. No solamente debía complacer a esos jóvenes hombres, sino que debía confesar que todos me gustaban a mí, y proporcionarles la prueba en un beso.

–¡Oh! ¿Cuántos eran, Lila?

–Tres mil.

–¡Misericordia!

–En los jardines reales, se ven muchos bosques, estrechos, floridos, galantes, con parterres de follajes, con alfombras de césped; tantos bosquecillos como enamorados hay en el país. Una matrona que vigilaba la estricta ejecución de las clausulas de mi indulto, me condujo hacia el lecho donde me esperaba uno de los tres mil jóvenes. ¿Piensas que estaba asustada? Lo que me tranquilizó un poco fue que él tenia unos frescos labios rojos bajo los más finos bigotes del mundo. Convertí mi mal en paciencia. Pero, del primer bosquecillo, pase a otro, luego a otros, a otro, ¡a otro más! Y te aseguro que no podría imaginarme nada más extraordinario.

–Quiero creer que cada enamorada, al menos, no reclamaba más que un beso, uno solo, ¿no más?

–¡Ah!, querida, las personas de ese país se muestran en esas materias, de una exigencia apenas inimaginable. Lo que es cierto es que, a pesar de los frescos labios y los finos bigotes, –¡ah! que jóvenes bocas, Colette! – yo me consideraba completamente digna de piedad…

–¡Te compadezco! ¡Te compadezco!

–Y, desde luego, iba a renunciar al beneficio del indulto, iba a pedir que se me llevase al barrio descrito de las mujeres que no aman, cuando en un suspiro más alarmado que todos los demás, me desperté bruscamente y estaba sola, mordiendo mis cabellos, más finos que unos bigotes, sobre los encajes de la almohada.

–¡Un sueño espantoso!

–¡A quién se lo vas a decir, querida!

Ambas se callaron un instante, Colette se había levantado a media, y acodándose en el hombro de la soñadora, hablándole en voz baja a los rizos del cuello:

–Pero entre nosotros, Lilette,  vamos, ¿en qué bosque te has despertado?

–¡En el décimo!–dijo Lila estallando de risa.

 

CATULLE MENDES

 

Publicado en Gil Blas el 5 de setiembre de 1884

Traducción José M. Ramos González

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