EL SUICIDIO
IMPOSIBLE
Una vez,
estando iracunda y desesperada porque pensaba que él la había traicionado, la
pequeña enamorada, tirándose de los pelos, declaró que quería morir. Para dar
cumplimiento a tan fatal proyecto, no le faltaban más que el puñal de las
trágicas reinas, o el veneno que contiene la vitola de las románticas heroínas,
o la cuerda a la que puede suplir una liga de seda, o la cálida exhalación de
los vapores que sigue al transporte de las almas.
«¡Morir! ¡morir!» esa era la palabra que repetía yendo de una pared a la otra; y
ustedes se habrían estremecido si les hubiese sido dado ver los aires resueltos
y siniestros que tenía en sus ojos, antes tan dulces y en los rasgos de su
delicioso rostro. Él, sin embargo, el amante, no parecía inquietarle la medida;
no le insistía en vivir, ni siquiera trataba de disculparse de una falta
injustamente reprochada; tranquilo, por instantes tenia el terrible coraje de
sonreír ante un espectáculo tan logrado para conmover un alma un poco sensible;
y cuando, después de imprecaciones con las que el otro por muy bárbaro amante
que fuese, se hubiese horrorizado, ella abrió la ventana con la evidente
intención de precipitarse, de romperse el cráneo sobre el pavimento de la calle,
él se limitó a tomarla por la cintura, y a darle en los labios – resistiéndose,
gimiendo y sobresaltada – un largo, tenaz y muy profundo beso. ¡Ay! ¡Qué enojoso
ser besada en la boca de ese modo, cuando se tiene tanta tristeza y rabia! Pero
el beso era encarnizado, violento y tierno, brutal y delicado. Y ella se
callaba, con los labios semejantes a una rosa que una abeja libaba; incluso no
se movía entre los brazos que la abrazaban con tanta fuerza. ¡Ah! la pobre ¡tan
digna de compasión! más desgraciada de lo que era posible, debió dejarse caer
sobre el diván que, por casualidad, se encontraba allí. Pero el despiadado beso
no soltaba a la desesperada; él se encarnizaba cada vez más, redoblando su
violencia y su ternura; y, en la habitación, en la penumbra de la dulzura
soñadora del crepúsculo, se produjo un largo, muy largo silencio, a veces
turbado por un suspiro, y otro suspiro, y un rumor de telas, o de un rumor más
suave y silencioso, como cuando las manos acarician la seda. Por fin, los labios
del cruel amante se apartaron, apenas, ¡oh!, muy poco, casi nada, y, no sin una
risita sarcástica, dijo:
–¿Y bien, querida, no queréis morir ya?
–¡Ah! – balbuceó ella, furiosa de no poder estarlo – sois un hombre
absolutamente insoportable; y ¿cómo me podría matar ahora puesto que heme aquí
muerta?
Traducción de José M. Ramos
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