LA SUPREMA VIRTUD

¡Te deam laudamus!
ARMAND SILVESTRE.

I

He tenido un sueño encantador. Estaba en el Paraíso. Veía, dos a dos, a los once mil vírgenes pasearse a lo largo de esa avenida de estrellas que llamamos la Vía Láctea. Era como la procesión de un pensionado interminable de ángeles. De vez en cuando se detenían para recoger flores de luz, las deshojaban rayo a rayo, – así como las chiquillas de aquí abajo deshojan las margaritas, – o se hacían unos ramos que prendían en la blusa; y sus conversaciones en voz baja, salpicadas de risitas, parecían los trinos de un millón de pájaros. Pero cuando hube caminado durante muchos años tras ellas, – pues el Paraíso es una estancia muy amplia que no se visita en unas horas, – me encontré en un lugar tan magnífico que tuve el alma encantada y los ojos deslumbrados. No, las más bellas mañanas de nuestros cielos inferiores, nuestros mediodías colmados de blancuras como llamas, el incendio de las puestas de sol en el mar, no sabrían dar una idea de esta dulce y a la vez terrible claridad por la que atravesaban silenciosos vuelos de Serafines, más luminosos que el día. Y esta claridad infinita, inmensa, plena de luz, era de la alegría, del amor, de la vida. En cada luz brillaba una virtud, en cada llama se iluminaba una embriaguez. Me sentía como iluminado de candor y de caridad, de pasión y de éxtasis. El sol de este inefable cielo debe ser un Corazón, un Corazón desmesurado, que se derrama y resplandece interminablemente.
Sin embargo mis miradas se acostumbraron poco a poco a tanto resplandor; entonces distinguí entre él, mezclados con él, a los Elegidos y a las Elegidas; fue un delicioso espectáculo. Sobre unas gradas de diáfano alabastro como la nieve hecha de luz helada, estaban sentados, los unos vestidos de púrpura, las otras de anaranjado, y en sus ojos, levantados hacia alguna prodigiosa visión que yo por desgracia no percibía en la sonrisa inmutable de sus bocas ni en la adoración de sus brazos extendidos, había una inexpresable delicia de perfectas voluptuosidades.

II

Me aproximé a una Elegida, y me puse de rodillas contemplándola. Arrodillados como yo, unos Querubines agitaban ante ella unos incensarios de plata, y cantaban sus alabanzas. Ella escuchaba. Estaba pensativa y encantada.
–¡Oh, bienaventurada! – le dije – me parece que al veros, un poco de vuestra dicha me envuelve y me penetra. Si alguna vez consentís en distraeros de vuestra eterna beatitud, habladme, os conmino. A este pobre hombre que viene de la tierra y debe allí regresar, que está condenado a errar mucho tiempo aun tal vez en el bosque de las tentaciones y de las pruebas, decidle ¿mediante qué virtud o penitencia habéis merecido tomar lugar en el corazón divino de las Almas, y ser alabada por esos Querubines con los incensarios de plata?
Ella bajó sus párpados que por haberme mirado se oscurecieron durante un instante, y con una voz tan parecida a un canto que creí que hablaba un ruiseñor, dijo:
– Yo era piadosa. Yo había abandonado el mundo para encerrarme en un convento; aunque la regla fue dura yo todavía la encontraba demasiado suave; me complacía en las maceraciones, en los ayunos, en los cilicios, pasaba todos mis días rezando, casi todas mis noches en oración. No sabía siquiera que hubiese sobre la tierra jóvenes muchachas que van a los bosques con sus novios y jóvenes madres que juegan con sus pequeños hijos. Daba besos a las reliquias. Y cuando acababa de tañer, antes del crepúsculo matinal, la campana que despierta a las esposas del Señor, no me quejaba de las frías losas de la capilla bajo mis pies descalzos.

III

Me aproximé a otra Elegida, que parecía más feliz aún que aquella a quién había hablado. Era tan deslumbrante como el paradisíaco día, por muy espléndido que este fuese se iluminaba con ella. Junto a unos Querubines, unas Potestades y unas Dominaciones cantaban sus alabanzas balanceando inciensos de oro. Ella escuchaba, estaba pensativa y encantada.
Me arrodillé temblando.
–¡Oh, santa adorable! – le dije – emana de vos tanta luz y fuego que mi alma tirita, se asusta y se estremece como una hoja seca en un gran viento de llamas. Si os dignáis alguna vez en desviaros de vuestra alegría infinita, habladme por favor , habladme. Soy uno de los taciturnos habitantes de la tierra, donde los dolores son tan numerosos y tan raras las alegrías. A este pobre hombre que ha llorado mucho y que no ha sonreído demasiado, que aun se arrastrará a lo largo de los días en la sombra y la torpeza del bajo mundo, decidle ¿qué méritos os han valido para revestiros de tal brillo, de conocer tales alegrías y de ser alabada por Potestades y Principales que hacen oscilar incensarios de oro?
Ella inclinó su cabeza, de donde emanaron unos rayos, y con voz semejante al suspiro de una arpa celestial que un ala al pasar roza, dijo:
–Yo era caritativa. No imitaba a aquellas que en la risa de las fiestas olvidan a los miserables y a los desesperados; y no me limitaba a la inactiva oración o a las vanas maceraciones. Yo visitaba a los pobres; no tenía nada que no fuese de ellos. Se me conocía en las cabañas donde se llora; allí cesaban de llorar cuando yo llegaba. Sentada, durante la noche, en tristes viviendas, cantaba canciones a las cunas de los huérfanos; consolaba a las viudas; daba a los ancianos que estaban solos la ilusión de los hijos desaparecidos. Al día siguiente de mi muerte no se encontró en el armario sábanas para amortajarme, porque yo había roto toda la tela para hacer camisas para los mendigos del camino.

IV

Entonces, yo me dije que se tiene razón recomendando a las almas la oración y la caridad, puesto que tales felicidades y tales glorias constituyen el premio. Al mismo tiempo no pude impedir experimentar una gran tristeza junto a una gran piedad a causa de tantas jóvenes mujeres sobre la tierra, que, dedicadas a otros cuidados, no oran más que rara vez y compran joyas o flores con el dinero que podrían emplear en limosnas. «¡Qué! pensaba yo, ¿no se sentarán ni un día, vestidas de púrpura o anaranjado sobre esas gradas de diáfano alabastro?» Pero percibí, un poco más lejos, a una Elegida tan resplandeciente y que parecía perdida en tan delicioso éxtasis, que las otras dos no le eran comparables; ella difería de sus vecinas tanto como aquellas diferían de las muchachas de la tierra; yo no la veía más que a través de una neblina que me incendiaba los ojos. Los lenguajes humanos no tienen palabras que puedan definir su milagroso resplandor. ¡Era como una mata de flores y de nieves de llamas! Y no eran únicamente algunos Querubines, con Potestades y Dominaciones, quienes cantaban sus alabanzas; sino todos los espíritus de los nueve coros y unos tres jerarcas se arrodillaban ante ella agitando incensarios de diamantes.
Yo me postré ante ella cerrando los ojos.
–¡Oh, la más maravillosa y la más dichosa de las Elegidas! – balbuceé– Ciertamente para merecer tan sobrehumano esplendor y tan divina beatitud, vos debéis haber practicado las más sublimes virtudes. Vos habéis rezado también, pero con un fervor desconocido a todos los hombres; habéis dado limosna también, pero con tal caritativo ímpetu, con un tan completo olvido hacia vos misma que os habéis dejado morir de hambre, tal vez, al lado del pan reservado a los vagabundos del camino. ¡Oh, muy piadosa! ¡Oh, muy misericordiosa! ¡rogad por mí, gran santa!
–Ella me miró. Sus ojos eran tan espléndidamente luminosos que ni siquiera mi oscuridad pudo poner en ellos un reflejo de sombra.
–No – dijo – yo no rezaba, y si me levantaba temprano o si me acostaba tarde, no era para ir a llevar limosnas a los pobres.
Yo estaba muy sorprendido y le pregunté:
–¿Cuál es entonces el mérito, ¡oh, incomparable bienaventurada!, que os ha permitido obtener tan magnánima gloria? ¿Que habéis hecho, qué erais, – que en vos están más que en cualquier otra, las paradisíacas embriagueces, vos a quien alaba y adora la celeste milicia más que a cualquier otra– para que el Señor os haya juzgado digna de tal recompensa? ¿Cual fue, hablad, vuestra virtud?
–Yo era bella – me dijo.

Traducción de José M. Ramos
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