LA TERNURA DE
LA JUSTICIA
El Dios justo y
terrible que tiene el relámpago por mirada y el trueno por gesto, Aquél que
puede con una señal precipitar en la eterna nada los soles y las tierras en las
que no quedaría ni siquiera una alma para acordarse de ellos, escuchaba
pensativamente a los Ángeles que regresaban de nuestro mundo, uno a uno,
llevándole novedades.
El primer Mensajero dijo:
«He visitado las sombrías regiones misteriosas que los mortales llaman África.
Allí los hombres recogen, con brazos largos como los de los monos, extrañas
flores para envenenar sus flechas, y arrastran penosamente sus pesadas entrañas
de carne humana. Tan negros por dentro como por fuera, el pensamiento no ilumina
las tinieblas de su ignorancia como la luz no blanquea sus rostros. ¡Jamás
levantan la cabeza hacia el cielo! Sus divinidades, fetiches de madera
apolillada o de arcilla que se desgaja y son tan pequeños, casi al nivel del
suelo entre la peste del lodo y la podredumbre de los animales muertos, que no
les llegan a la altura de la rodilla; cuando los adoran parecen invocar a la
basura. Tienen esposas e hijos del mismo modo que los perros o los lobos tienen
hembras y cachorros. Viven de matar; matan para comer, pues todo cadáver es un
festín, matan para beber, pues la sangre es su bebida preferida; matan para
dormir, pues solo les invade el sueño cuanto tienen su frente sobre un cuerpo
muerto, y, por la noche, si el hambre los despierta, se sacian con su fétida
almohada. Inmundos y feroces, tienen reyes más feroces y más inmundos, que se
extasían con las masacres. Se necesitan más de mil suplicios para celebrar un
fiesta; y, cabezas cortadas, pechos abiertos, orbitas sin ojos, bocas sin
dientes, dedos sin uñas, el horrible licor rojo fluye tan abundantemente que
forma un mar de olas sombrías, en el que he visto príncipes nadando, mordiendo
pies de bebés y masticar senos de mujeres»
Dicho esto, el Dios justo y terrible tuvo un escalofrío de cólera, con la que
tembló la inmensidad, y se vio sobre toda la claridad del espacio la sombra de
su mano derecha exterminadora levantada.
El segundo Mensajero dijo:
«¡Yo visité el país del sol y del oro dónde cantan todos los pájaros, dónde
florecen todas las rosas! Allí, las llanuras son tan extensas bajo el enorme
azul del cielo, y tan profundos los bosques de sauces y robles, que el lejano
rugido de los tigres llega a ser percibido tan suavemente como un arrullo de
paloma; los elefantes reales, pisoteando los bambúes donde se entrelazan las
corales y las enredaderas, – serpientes-flores y flores-serpientes, – acuden a
beber a los grandes ríos estrellados de lis y nelumbos. ¡Oh, esplendor
paradisíaco de los horizontes! ¡Nieves del Himalaya que se funden en torrentes
de luz!¡Valles que emergen entre nubes de perfumes! Toda la India es el antiguo
Edén. Pero los viles Adanes, que ni siquiera ya tienen fuerzas para coger el
fruto de los árboles prohibidos, se revuelcan innumerables, y bostezan
estúpidamente bajo el más bello de los cielos. En la ardiente vida que los rodea
tienen horror por vivir; en su tedio, aspirando al sueño, al eterno sueño, no
son capaces de ver los horizontes, las nieves, los valles donde por las mañanas
resuena el galope de los antílopes; su indolencia desdeña el beso; y,
macilentos, descarnados, con la piel enrojecida sobre unos huesos sin carne,
tienen la Hambruna por huésped y la Peste por compañera de cama. Sin embargo, en
unas salas pavimentadas de piedras preciosas, bajo el resplandor de los lustres
diamantinos donde el día se ilumina, entre todas las magias del opio, los amos
triunfan, acostados sobre pieles de leones muertos y sobre pieles de mujeres
vivas. Una desmesurada fiesta se celebra en lo alto, no afectado ni un ápice a
la exagerada miseria de abajo. Todos los orgullos, todas las glorias, y la
blanca desnudez de las bailarinas envueltas en gasas, les confieren una especie
de apoteosis en torno a los príncipes; para proporcionarles un goce perfecto
donde la condenación se diviniza, cada noche se deshojan sobre sus augustos
lechos, al igual que olorosos pétalos esparcidos por el suelo, la virtud de las
esposas, el pudor de las vírgenes y la flor de las infancias mancilladas. De
modo que el ligero ruido que sube del continente soleado donde los señores
envejecen en la dicha, donde los pueblos duermen en la ignominia, está hecho de
algunos cantos festivos sobre un inmenso ronquido.»
Ante estas palabras, el Dios justo y terrible, frunciendo las cejas, bajó su
mano derecha dispuesta a realizar la formidable señal.
El tercer Mensajero dijo:
«Yo he visto las islas oscuras, más misteriosas que la propia África y más
repugnantes, donde el negro carnívoro ofrece a su huésped, los días de fiesta,
el ojo izquierdo de su hijo recién nacido; he visto las prósperas Américas que
se estremecen bajo el rugido de las máquinas, y donde las almas no tienen otro
sueño que el humo saliendo de las chimeneas de las fábricas. He visto Europa,
¡abominable y encantadora! Si se pareciese a su doble calificativo sería de oro
y de sangre; pero de ella emana una fragancia de flores debido a las jóvenes
mujeres. Allí los hombres no saben ya que tú existes, ¡oh Dios poderoso que los
juzgas! Y junto con la fe que te ha creado, han perdido todas las demás hermosas
creencias. Han arrojado a la basura los pudores, las caridades y las ternuras,
que solamente recoge el poeta de vez en cuando como un buhonero bajo las
estrellas; ¡el pájaro-esperanza ya no anida en las ramas del sueño! Se
sorprenden de los héroes, se ríen de los enamorados. Han escuchado hablar de la
amistad y de la fidelidad al juramento, pero ignoran lo que significa incluso
para ellos mismos; podrían decir del sacrificio: «Es alguien que no conozco.»
Codician el oro y el dinero a montones; que los corazones estén vacíos pero que
los cofres estén llenos, llenos hasta desbordar con una fortuna bien o mal
adquirida, es decir lujos, orgullos satisfechos, ambiciones realizadas, ¡a costa
de la miseria de los demás! Y, decepción suprema, ya no aman el amor. A pesar de
tantas bellas esposas y delicadas vírgenes, a pesar de tantas triunfantes
cortesanas, a partir de ahora les está prohibido conocer qué puro goce eclosiona
como una flor divina del himeneo de dos almas; y cuando incluso podrían coger
esa flor, no quieren porque otras preocupaciones ocupan su espíritu. Besan las
bocas rojas, abrazan los cuerpos níveos, se mueren sobre los senos palpitantes;
pero no hay uno solo que guarde entre las páginas de un libro una violeta cogida
por dos. Entran en los lupanares como entran en los restaurantes: porque tienen
hambre; y la mayoría son clientes a precio fijo. Luego, de pronto, esos hombres
aferrados a sus bajos goces, se ven tomados y sacudidos por la rabia. ¡No pueden
amar, pero pueden odiar! Se abalanzan unos sobre otros, enconados, espantosos,
con gritos de muerte para regocijo de los cementerios; y, sobre los campos de
batalla o en las plazas públicas, entre el estrépito y los incendios, fluye más
sangre todavía que alrededor de los monstruosos carniceros negros de África.»
Al escuchar estas palabras, el Dios terrible se levantó. Iba a finalizar el
gesto que sancionaría a los mundos culpables; la tierra, justamente castigada,
desaparecería para siempre en el inconmensurable abismo.
Pero llegó un cuarto Mensajero diciendo:
«Cuando regresaba al azul paraíso, eché una última mirada hacia la morada de los
hombres: en una callejuela de gavanzas, cerca de un pueblo de cabañas bajas,
caminaban dos niños, él, de dieciséis años, ella de quince, ambos rubios,
cogidos de la mano sin hablarse, pero mirándose, un poco en la distancia con los
ojos húmedos por dulces lágrimas...»
Escuchando esto, el Dios justo no acabó la señal condenatoria de los mundos, y
la tierra no fue destruida porque dos niños se amaban en ella.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |