EL TESTIMONIO DE LAS PALOMAS

Lo que tiene de particularmente delicioso, entre mil cosas exquisitas, es el modo, que no tiene parangón, de arrojar sobre el sofá el corsé de terciopelo rosa y malva cuyo fino lazo y ligero se aleja tan vivamente fura del último ojal en un rumor de seda lisa que se desliza. No es mi intención humillar a nadie; admito y soy de la opinión que muchas mujeres jóvenes, tras serios estudios y algunos ensayos generales donde fue admitido público, han conseguido quitar su corsé – extremo dificultoso – de un modo suficientemente agradable de ver y apropiado hasta el punto de disuadir las tiernas intenciones de los asistentes: Dios me libre de suponer por un solo instante, lector, que su esposa o su amante, por la noche, de pie, ante el armario con espejo, contiene la respiración para obtener una retracción epigástrica, pasa las dos manos sobre sus caderas – con un rictus de esfuerzo en la boca y los párpados,– respira: ¡uf! en una suave liberación, cuando el broche por fin se ha soltado, y, tras haberse desprendido del satén y las ballenas, – como un hombre de leyes las ataduras de un documento – los cordones del lazo que arrastra y mete todo en el armario, entre la caja de guantes y el montón apretujado de las camisas de batista. No, me niego absolutamente a admitir que esta suprema desolación os sea impuesta. Por otra parte, me inclino a creer, – pues han surgido por entero dos cosas que no son susceptibles de perfeccionamiento, la Poesía y el Amor, y, el día del fin del mundo, ningún poema habrá superado el poema cantado por el primero de las grandes poetas, ni ningún beso habrá sido más dulce que el primer beso de la primera de las parejas humanas; – por otra parte, digo, me inclino a creer que las mujeres de épocas remotas fueron iguales a las de hoy en día en el prestigioso arte de encantar las miradas y los corazones; Eva, tras el pecado, – ¿pues antes de eso qué puede importarnos? – debió haber imaginado un muy insidioso método de dispersar al viento las hojas de la higuera con las que cubría un reciente pudor; y Laïs de Corinto y Rhodope de Tebas, más tarde, destacaron sin duda retirando las estrechas tiras de púrpura y metal con las que se ceñían como una armadura habituada a las capitulaciones, para los combates donde una doble derrota admite, a voces desfallecientes, el triunfo de Eros. Pero, sin embargo, yo afirmo con la imperturbable serenidad de aquellos que están seguros de tener razón a pesar de que lo que diga parezca contradecirse con una frase antes dicha, que ¡ninguna amorosa, moderna o antigua, no quita o no quitó su corpiño como la marquesa Coelia quita el suyo! y, de todas las glorias por las que he sido tentado, una sola me sobrevivirá, la de haber conocido y cantado la delicia del minuto en el que ella retira de su pecho, de sus esbeltos riñones y de sus ligeras caderas, la estrecha faja de terciopelo malva y rosa, añorándolas.

**
Llegado a este punto, la curiosidad de los lectores me interroga, y me obliga a dar unas explicaciones más precisas. Afirmar no basta, se solicitan pruebas. Sea, las proporcionaré, pero serán suficientes, os lo advierto, pruebas escritas; para las visuales os desafío.
De entrada, seré didáctico.
El Corsé es monstruoso.
Durante siglos, los turistas que visitaron las casas en las que vivimos, consideraron con espantosa estupefacción, entre los vagos vestigios conservados en los armarios y los cuartos de aseo, este instrumento de tortura y de afeamiento, anticuado, quimérico, odioso, ¡el Corsé! y, cuando se les comenta que las mujeres, amantes, esposas, que el único objetivo habría debido ser, puesto que eran mujeres, el delicioso abrazo o el fecundo yacer, consentían el permanente suplico de la ballena que aplasta el seno y que oprime el vientre, se encogieron de hombros diciendo: ¡Bárbaros!
Pero hoy, monstruoso o no, el Corsé se impone; ¡luchar contra él sería una vana empresa! estamos obligados a aceptarlo, como un pueblo convencido, por desgracia, de la inutilidad de toda revolución, lleva el yugo del extranjero, y nuestro único recurso, – actualmente – es que el horror de su tiranía sea atenuada en los límites de lo posible.
Ahora bien, del horror de esta tiranía, la marquesa Coelie, – ¡los dioses la recompensen! – ha hecho un encanto incomparable.
¿Por qué milagro? Helo aquí.
En el uso del corsé se producen dos momentos capitales:
Ponerlo.
Quitarlo.
El primer momento no presenta más que un problema fácilmente resoluble, a causa del misterio con el que se puede y con el que se debe envolver la vestimenta femenina. Las amorosas dignas de ese nombre no nos revelaran jamás, nunca nos autorizarán a sorprender el suplicio que padecen para parecernos más esbeltas; y nosotros, admirando la sonriente mentira de su cómoda respiración, fingiremos no saber por qué dejan cesan de tener hambre, de repente, después de la sopa.
Pero llega el minuto, el minuto terrible, en el que tienen que quitar ese corsé que se pusieron. Y yo me pregunto, lleno de misericordia y pavor, ¡cómo la más ardiente de las amantes o la más resignada de las esposas, puede considerar, sin desfallecer, el breve plazo de ese espantoso instante! ¡Cómo! La camisa arrugada, doblada en pliegues desiguales casi clavados en la carne martirizada, los surcos enrojecidos o azulados a través de la batista o la seda, las ballenas encarnizadas que se aferran, y el imprevisto despliegue de todos lo que estaba comprimido, la libre absorción del aire, y, ¡vergüenza suprema!, la digestión autorizada, ellas confesarán todo eso, ¡lo confiesan! Algunas en el instante fatal se escapan de la habitación, tras los prometedores besos, y no regresan allí mas que liberadas por fin de los duros abrazos del corsé y todas las huellas de la tortura, bajo una transparencia intacta, maquilladas de pálidos o rosados suficientemente auténticos. Pero eludir la dificultad no es más que un modo cobarde de vencerla. Los verdaderos valientes miran la necesidad de frente, y ponen su gloria a triunfar sometiéndose a ella. ¡Tal es la magnifica temeridad de la marquesa de Coelie! Ella se atreve a quitar su corsé delante de su amante, sin subterfugios de cortinas bajadas, de pudores distantes, de lámparas menos luminosas. Sí, a plena claridad, entre los dos espejeos, retira su corsé, tranquilamente; pero hay en la prisa, evidentemente metódica de los broches que se extraen, del lazo desenrollado del pecho, pleno de palpitaciones, en las batistas que parecen vaporizarse, en los blancores revelados, en los perfumes salvajes de los brazos lentamente levantados para que la camisa sea retirada, tanta gracia de expansión, de dispersión y de perfumes agrios, que seria bien enojoso que la marquesa Coeli no hubiese puesto por la mañana su corsé, puesto que lo quita por la noche de un modo adorable.

***

Por desgracia, lo reconozco, he divulgado mal el secreto de Coeli; y, después de mis insuficientes revelaciones, aquellas que quisieran imitarla en el modo de despojarse del instrumento de suplicio que la moda les impone, se encontrarían muy confusas. Es por lo que tal vez me haya equivocado antes, y que en realidad ella no tenga ningún secreto. ¿Quien sabe si su destreza no consiste simplemente en estar, con los velos ya desaparecidas, más encantadora que bajo ellos, y si el minuto en el que su corsé cae, exquisita a causa de su modo de quitarlo, no lo es sobre todo por lo que muestra quitándolo? ¡Oh, pecho sin par de diosa adolescente!, ¡oh, pecho tan fresco y tan frágil¡, ¡dulces pájaros de nieve con picos rosados! Sobre este punto os contaré lo ocurrido a dos palomas abrazadas bajo las ramas. Los bosques ofrecen a los enamorados misteriosas alcobas. ¿Y qué son los vestidos, en la soledad complaciente, sino vanos obstáculos, después del primer beso: «¿Pero dónde está mi corsé?», dice ella. El amante lo busca entre las ramas, en los musgos; por fin lo encuentra abierto, entre las hierbas. ¡Pero mirad que aventura aconteció! Dos palomas silvestres, muy pequeñas, blancas y estremecidas, habían metido, una a la derecha y la otra a la izquierda, en las concavidades de terciopelo y encaje donde estuvieron los senos y se picoteaban con sus picos rosados. «Vamos, dijo el amante, fuera, salid de ahí, pajarillos: Coelia solicita su corsé.» Pero las palomas se encontraban muy bien donde estaban. «Bueno, dijeron, ¿por qué nos echáis, os lo ruego, de este doble nido de tela donde tan a gusto estamos? ¿Acaso no somos tibias y delicadas, y tan tiernamente pálidas y estremecedoras? ¿Qué podría meterse en nuestro lugar que fuese más bonito, más níveo, más suavemente palpitante? Pero Coelia, que se aproximaba inquieta hacia su corsé, se inclinó: las palomas la miraban, levantando sus picos rosados; vieron su pecho desnudo, donde lucían dos rosetones. Entonces reconocieron que no tenían ningún derecho a permanecer allí, y las usurpadoras levantaron el vuelo humilladas.»

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes