LA VIDA AMOROSA

 

LA TÓRTOLA

 

Estaban en su jardín de amor, entre Maisons-Laffite y Cítara, – más cerca de Cítara sin embargo.– El creciente calor de la tarde entibiaba el agua del estanque; el césped, las hojas se adormecían entre los nidos de los pájaros y hacía bostezar las rosas. Todo se extenuaba de languidez, los lagartos asomados a las grietas de los muros, las abejas posadas, las enredaderas a medio cerrar, bajo la luminosa somnolencia del cielo; y nada vivía en las cosas ni en los seres vencidos por la canícula, salvo el recuerdo de apenas haber vivido. Es el verano la estación que nos enseña la dulzura de la inexistencia, la dispersión de nosotros mismos en el infinito de un inmóvil balanceo. Todo el jardín era como un incensario desde donde se expandía, en vaga humareda, una melancólica ensoñación de opio.

Él, en una de las hamacas, ella en la otra, se morían bajo la acariciadora pesadez del aire, a la sombra de las grandes acacias.

¿Para qué morir?–, pensaba él.

Él se acordaba, en una difusa idea, de ese ilustre rey de Asia que, para remediar las inexorables quemaduras del sol, se acostaba desnudo sobre las fríos mosaicos entre cuatro enormes abanicos, movidos sin cesar por invisibles resortes; y, al sur de la sala, una muchacha pelirroja y dorada como una llama, al norte, una virgen pálida, nívea, al levante, una niña rosada, al poniente, una tierna y lánguida mujer, gemían completamente desnudas ante los abanicos; de modo que dormía un sueño refrescado por los perfumes desde los cuatro puntos cardinales de la belleza femenina.

Esta imaginación real divertía la fatiga del amante en el jardín del amor, en Maisons-Laffite, cerca de Cítara; pero, inclinando el cuello, vio a su amiga acostada, con una pierna colgando, en la hamaca contigua, y se extasió, tal era su exquisito abandono.

Bajo unas muselinas, hasta tal punto ligeras, que la brisa las hubiese transportado a las ramas, ella desfallecía adorablemente, la ondulación de sus cabellos hacía creer en rayos de sol que hubiesen quedados allí retenidos; y su boca se abría, mientras sus ojos estaban cerrados, flor ofrecida, cielos cerrados; y el movimiento de su pecho despertaba la idea de una lenta ola de nieve que no se funde, no obstante cálida; y fuera de la chinela caída lucía un pequeño talón rosado y dorado; y de toda ella emanaba el aroma de una gran flor recalentada.

Por apático que estuviese el amante por los ardores de esa jornada, no pudo evitar excitarse un poco, a causa del pecho y del pequeño talón desnudo y de una tan tenue muselina sobre tantos olorosos tesoros. Después de asegurarse de un vistazo que nadie podía verlos en ese jardín cuyos muros eran altos, bajó de su hamaca, muy lentamente, – ¡qué calor! – y, arrodillándose sobre la arena, besó el pequeño pie colgante, que era fresco como un fruto.

 

*

Pero ella, con un bostezo de clavel que se entreabre, exclamó:

–¡Ah! ¡Dios mío, creo que estáis loco! ¿No exigiréis de mí, en esta pesada tarde de verano que debilita a toda la naturaleza, que yo consienta en realizar ciertas tareas a las que intuyo que deseáis? Realmente tenéis que ser presa de un extraño hechizo – cuya continuidad,  por halagadora que sea, no se podría explicar en semejante estación – para haber concebido la esperanza de que me afecte la insistencia de sus labios sobre mi talón. ¡Ya conozco vuestros labios! Si no me hubiese percatado de vuestra intención, ellos ya se habrían atrevido a cumplir su objetivo. ¡Nada podría imaginarse nada más inverosímil que vuestros deseos! ¿Cómo? En este septiembre tórrido en el que nos encontramos  sin recursos contra el sofoco y la media cocción, así como en la inmovilidad entera, el pensamiento que os ha invadido, por agradable que sea, ¿acaso no dejaría de agravar nuestras lasitudes? Sé  muy bien lo que me vais a responder. No habéis podido tener en cuenta, sin estar turbado por un amoroso deseo, la gracia de mi pereza; e insistiréis sobre el detalle de  que se ve la rosa de mi seno palidecer a través de la transparencia de los encajes. ¡Todo eso no serían más que excusas! Regresad a vuestra hamaca, os lo ruego. ¡Ah! Sois muy cruel por haberme despertado del sueño que comenzaba a abrazarme dulcemente. Pero, querida alma, ¿no veis que el calor pone gotas de sudor en mis rizos? ¡Ah! Dejadme, dejadme, os digo; me contraría absolutamente que penséis en imponerme un fardo más pesado cuando apenas ya puedo soportar, sobre la sensibilidad de mi cuerpo, unas telas tan ligeras sin embargo como el plumón de las palomas.

–¿Ligeras?, ¡no! Al contrario, ¡son pesadas e inoportunas a más no poder! – exclamó él con una violencia que indicaba una muy firme decisión.– Ellas son cómplices de este día demasiado caluroso, y agravan vuestro estado de lasitud, de donde mis más vivos ruegos no consiguen despertaros. Si consentís en quitaros esas vanas vestimentas como una molestia inútil, si vuestra blusa, y demás telas, una tras otras, se deshojasen de vos como las hojas de una rosa, os sentiríais envuelta en el más agradable frescor, y no tendríais ningún motivo para rechazar las caricias cuya calurosa pesadez, por lo que recuerdo, no siempre os resultaron penosas.

–¡Eh! ¡Creo que era invierno!

–Pues será un poco de invierno en pleno verano, como el frescor de vuestra belleza sin velos. O hermosa, más hermosa que las hermosas, ¿qué teméis, puesto que los muros son altos y solamente mis miradas se embriagarán con vuestros misterios desvelados? Por favor, girad la cabeza, y al no percibir nada, como si estuvieseis dormida – os prometo creer en vuestro sueño, – concededme apartar dulcemente, uno tras otro, los enojosos envoltorios desde las puntas de los dedos….

–¡Ah! ¡fí! ¡fí!, caballero, ¿qué idea es esa? ¿Cómo habéis podido sospechar por un instante que me resignaría, en pleno día, a tal enormidad? Además ya os lo he dicho, en semejante estación no hay otra delicia como la adorable holgazanería de dejar invadir todo el ser por un vago sueño, y duermo, duermo.

En ese momento, una tórtola silvestre arrulló lastimeramente en uno de los árboles de su jardín de amor.

 

***

 

–¡Fijaos!, ¡fijaos, caballero! – dijo la amante con una sonrisa, – ¿oís a ese pajarillo? ¡se lamenta! Opina como yo, estoy segura de ello. Es probable que el pájaro, que a veces comparte el nido con ella, la haya perseguido con deseos completamente fuera de lugar en esta estación; la pobrecilla ha debido escapar volante para evitar el exceso de golpes de alas; y hela aquí desolada, porque no se la deja dormir en paz con la cabeza bajo sus plumas.

–¡Que mál entendéis, mi querido amor, el lenguaje de los pájaros! Esa tórtola se queja, en efecto, pero no por la razón que imagináis. Lo que la molesta en esta tarde ardiente, es tener todo el cuerpo cubierto de un plumaje que le sobra. ¡Ah! ¡Cómo le gustaría despojarse de todas sus plumas, qué agradable le resultaría ser liberada, aunque fuese por un pico furioso, de la pesadez que la envuelve! Os juro, mi querido amor, que si ella se lamenta es por no estar desnuda; puesto que al hacer tanto calor no dejará de alegrarse si se le hubiesen quitado, una a una, sus plumas.

–¿Es eso posible? ¿Estáis seguro de lo que decís?

–¡Desde luego!

–¡Cómo! ¿Esa tórtola, cuando llegase el palomo, encontraría un delicioso frescor no estando vestida?

–¡Claro que sí, amiga mía!

La enamorada pensó y suspiró resignada.

–Si es así, desplumadme – dijo.

 

CATULLE MENDES

 

Gil Blas 7 de septiembre de 1886

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, agosto 2013

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