LOS TRES CAJONES Con gesto
decidido, – como una persona que a partir de este momento no fuese a cambiar de
idea!,– la condesa Madéline señaló el mueble japonés de tres cajones, cuyas laca
rosa y dorada temblaba a la luz de las lámparas, y, muy seriamente, la
encantadora mujer dijo: Él dudó mucho tiempo entre los tres cajones. Su temblorosa mano iba de uno a otro, no atreviéndose a tirar del pequeño pomo dorado; y su corazón se encogía ante el temor de una mala elección. Por fin se decidió, con los ojos cerrados, encomendándose a la divina misericordia de las providencias. ¡Oh, qué alegría, que infinita delicia! la respuesta – una hoja de papel rosa, rápidamente desplegado, – decía la adorable palabra: Sí. ¡Tomó a Madéline entre sus brazos ardientes y la llevó completamente turbada! Ahora no había ninguna posible resistencia, – a menos que se produjera una odiosa falta a la palabra dada. Y la condesa era una persona honesta que caracterizaba por hacer honor a sus compromisos. Ella se resignó. Estuvieron juntos hasta la hora en que por la mañana, los dedos apartan la muselina de las cortinas, cuando las queridas dulzuras del amor se apagan y siempre acaban avivándose. Sin embargo
Valentin no estaba enteramente satisfecho. Tras los éxtasis lo invadió no sé yo
que melancolía, notándosele en las arrugas de la frente y en los ojos. Traducción de
José M. Ramos |