LAS TRES DICHAS
I
Una vez, – yo no tenía más de dieciséis años, – me encontré
en el camino con la encantadora Cristina que caminaba a lo largo de la alameda,
a pasitos menudos como un pajarillo que se apresura. ¿Por qué no volaba, ya que
tenía tanta prisa? Ciertamente tenía alas, el bonito ángel, ocultas bajo el
dobladillo de su vestido; pero sería necesario quitar su corsé y, modesta como
era, jamás hubiese consentido hacerlo a pleno día. Así pues, trotaba con la
mayor diligencia posible; no tardó en recoger los ramos de rosas donde aquí y
allá una cochinilla se mostraba como una gota de rocío que fuese roja, en
escuchar los trinos de los herrerillos que disputan, en mirar las vibraciones de
las libélulas sobre el agua clara. La primavera debería sentirse muy humillada
viendo que pasaba por allí sin reparar en ella.
–¡Eh! tú por aquí, mi amiga Cristina – le dije yo.– ¿A dónde vas corriendo tan
aprisa, lejos de la casucha donde tu abuela se entretiene hilando con la rueca
la ropa blanca como la nieve?
Al principio ella dudó en responderme; era el tipo de confesiones que una no se
atreve a dar a las personas que pasan; finalmente, ruborizada, y bajando sus
ojos, cuyas pestañas pusieron sobre las mejillas unas pequeñas sombras en forma
de abanico, contestó:
–Voy a reunirme con mi enamorado. Me espera en ese bosque de álamos que ves allá
abajo, a la derecha del camino.
–¡Ah! ¡cuánta razón tienes! – exclamé yo.– Hay muchas jóvenes que en tu lugar
todavía estarían jugando con sus muñecas o se preocuparían de enseñar a leer a
sus hermanas pequeñas. ¡He aquí una diversión agradable y una ocupación
interesante! O bien ellas se ocuparían de los cuidados del hogar, ayudando a la
madre y a los sirvientes, abrillantando los muebles, ordenando los cubiertos en
las alacenas, tendiendo la colada; ¡excelentes medios para enrojecer las manos y
romperse las uñas! No, no, la cosa que conviene hacer, cuando se es tan joven y
bonita, es ofrecer sus labios a aquél que los desea. No sería dulce vivir, si no
fuese dulce amar. Tu corazón, tus sueños, y todos los encantadores misterios de
tu adolescencia abierta, dáselos en un solo ramo de flores dichosas. Debes saber
que la boca está hecha para el beso, como la rosa para la caricia de las
prendadas abejas; incluso cruel, el amor es el incomparable éxtasis; y después
del gozo de sonreír, no hay nada más delicioso que el de llorar. Vete, vete,
amiga Cristina, corre aprisa, mas aprisa aún, hacia las únicas dulzuras y las
únicas amarguras por las que vale la pena el haber nacido y no morir.
Pero sin duda, Cristina no tenía necesidad de ser alentada a la ternura, pues,
no escuchándome ya, se encontraba bien lejos, allá, cerca del bosque de olmos,
donde la vi entrar con la rapidez de una golondrina que cae en una trampa.
Me apresuré y me acerqué, detrás del espeso follaje no veía a nadie, pero
escuchaba – los pájaros se habían callado en la brisa atenta, – el ruido de un
beso, de otro más, y yo deseaba a mi amiga Cristina un bonito y duradero amor.
II
Otra vez, – todavía me acuerdo, aunque vagamente ya, del
tiempo en el que fui joven – encontré en una fiesta a la bella dama Cristina
atravesando la sala de un palacio con el caminar altanero de una emperatriz que
no se digna ni a sonreír. Ahora ya no se parecía demasiado a la muchachita que
trotaba tan aprisa a lo largo de la alameda primaveral. Menos bonita, sin
embargo estaba más bella, en la luz de las telas y el esplendor de las joyas; se
habría podido decir que la aureola que la envolvía estaba hecha de la claridad
de las lámparas o del amor de todas las miradas fijas sobre ella. Pues los más
apuestos príncipes, y todos los embajadores con todos los cortesanos, no
prestaban atención más que a Cristina; era evidente que el menos prendado de
ellos habría muerto con alegría nada más que por la gloria de besar de rodillas
las cintas de oro que ella tenía en sus zapatos de armiño. Pero ella no reparaba
en tantos amores y en tantos respetos. Ella atravesaba con indiferencia los
grupos extasiados. Ni siquiera vio, cerca de la puerta, a un pequeño paje que,
mirándola, desfallecía de languidez.
–¡Eh! tú por aquí, mi amiga Cristina, – dije yo. – ¿A dónde vas tan orgullosa,
sin compasión por la multitud que te rodea y te acompaña de tan ardientes
deseos?
Ella no me respondió de inmediato, considerándome con desdén; seguramente
pensáis que la bella dama ya no me reconocía; finalmente, soberbia, hablando con
la lentitud con la que se pondría a brotar gota a gota una fuente que derramase
diamantes y perlas, dijo:
–Voy a casa del rey; me espera en la galería donde están colgados los retratos
de sus antepasados; es hoy cuando debe ofrecerme, con el título de marquesa,
todo el botín de oro y piedras preciosas que ha ganado recientemente en sus
batallas contra el rajá de Sirinagor.
–¡Ah! ¡Cuánta razón tienes! – exclamé – Hay muchas mujeres que, en tu lugar,
permanecerían en su domicilio preparando las cenas de sus maridos o lavando la
cara a sus hijos; ¡he aquí un noble empleo del tiempo, y unas preocupaciones
propias de una persona inteligente! O bien, sintiendo sueños en el corazón,
ellas se enternecerían con los murmullos de esos príncipes, de sus embajadores,
de todos esos cortesanos dispuestos a morir de amor; ellas irían tal vez a
consolar con una lágrima al pobre pequeño paje que se extasía entre el oro de
los cortinajes. No, no, solo es digno de ocupar el alma el desenfrenado deseo de
las glorias y las riquezas. Lo que importa es ser saludada por la veneración de
los pueblos, es vivir en una casa de mármol y de mosaicos, augusta como un
templo, es tener en sus cajones, en sus cofres, inagotables riquezas. ¡Vete!
¡vete! amiga Cristina, vete a casa del rey; y se humilde de contentarte con un
título de marquesa y con el mediocre tesoro de un rajá.
Pero Cristina no había perdido el tiempo en escucharme; ya estaba lejos, en el
vestíbulo pavimentado de jade y malaquita; y la vi desparecer por una alta
puerta cuyos paños retumbaron.
Yo la había seguido y me acerqué a unas cortinas; a través de los majestuosos
pliegues de su espesor no podía ver a nadie, pero escuché, en el silencio
solemne que se hace alrededor del domicilio de los reyes, el tintineo de un
montón de oro y piedras preciosas, y yo deseaba a mi amiga Cristina una duradera
y gloriosa opulencia.
La volví a encontrar una última vez, – yo era menos joven ya; casi anciano y
triste; fue durante un crepúsculo de otoño, sobre la gran ruta, entre una doble
fila de olmos de hojas rojas. Se la había puesto, con el rostro al descubierto,
como es la costumbre en este país, sobre una litera negra que cuatro hombres
llevaban, y estaba muy pálida porque estaba muerta. Detrás de ella circulaba el
cortejo de parientes, de amigos, de plañideras que se lamentan bajo sus grandes
velos. Y el cielo, hecho de una sola nube gris, los campos negros mojados por
una lenta lluvia, y los árboles con hojas extrañas, producían un melancólico
cuadro en este final de tarde otoñal. Pero ella, difunta, no veía ni la
desolación de las personas ni la de las cosas; no estaba triste.
–¡Eh! tú por aquí, amiga Cristina, – le dije yo – ¿A dónde vas, con esta
taciturna pompa, lejos de tu casa, lejos de la ciudad, lejos de la vida?
Creí haber hablado en vano; es poco frecuente que los muertos apenas dormidos
consientan en despertarse para responder a las personas que pasan; sin embargo,
sin un estremecimiento de los párpados, sin un movimiento de los labios, con una
voz que apenas fue un soplido, dijo:
–Voy a mi fosa. La han cavado en el pequeño cementerio que ves allá abajo, a la
derecha de la carretera.
–¡Ah! ¡Cuánta razón tienes! – exclamé yo.– Es esta vez, esta vez en la que
tienes razón. Finalmente has recibido el más dulce de los besos, el que cierra
los labios para siempre, y la Muerte es un rey que te ha dado el tesoro
incomparable, el silencioso tesoro de la paz y el olvido. Que se den prisa los
enterradores acostándote en la tumba dulce y profunda, y que arrojen sobre ti
mucha, mucha tierra para que nunca vuelvas a escuchar el vano murmullo de las
cosas y el tumulto más vano aún de los hombres.
Yo la seguí sin llorar.
A través del verdor sombrío de los pinos y la ligera oscilación de los cipreses,
permanecí apartado y ya no vi el lecho fúnebre descender en la fosa; pero
escuché, – entre el silencio que sube de las sepulturas, el ruido, el ruido aún
de las paletas arrojando tierra, y deseaba a mi amiga Cristina un duradero y
buen sueño.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |