LOS TRES ENCUENTROS

– No existe el recuerdo amargo – le dije – Todo lo que ha sucedido parece dulce, incluso la traición y las desesperaciones. Cada aventura de antaño, por lamentable que nos haya parecido, sonríe en la memoria; es como un difunto del que sólo se recuerdan las virtudes. El viudo, a quién se le hablase del año en el que su esposa lo engañó, tal vez respondiese con un suspiro: «¡Ah! ¡Eran buenos tiempos!» Y eso porque para el hombre que ha vivido mucho y ya no siente demasiado el gusto de vivir, basta que la reminiscencia, sea cual sea, lo retrotraiga a los días de las primeras actividades y de cuando en él bullía la sangre con abundancia, para que su corazón lata con fuerza; no pudiendo llorar más, se recrea en las viejas lágrimas; en el daño sufrido ama la facultad, por desgracia perdida, de sufrir; y su indiferencia por el mañana la reconcilia con el pasado.
–¡De acuerdo!– dijo Valentín– Lo admito. El recuerdo es la esperanza a contracorriente, pero no es menos cierto que yo llevo en mi un muy antiguo dolor, tan vivo y tan desgarrador como en los momentos de las primeras punzadas; y no por ser lejano se ha vuelto menos cruel; y viejo como me siento, siempre soy joven para soportarlo. ¡Ah! ¡qué alguien me diga por qué camino desierto pasará esta noche el Azar, el astuto y feroz Azar, a fin de emboscarme y saltarle al cuello para estrangularlo! Pues tres veces, – me ha oído bien, sí, tres veces, – he tenido al lado, al alcance casi de mis labios, la más perfecta de las dichas, y tres veces me ha sido arrebatada por el todopoderoso Capricho que se burla de los hombres.
No tenía más de dieciocho años cuando llegué a París por primera vez. Esa noche se celebraba un festejo público. Alejado de mi pequeña ciudad gris, donde las lámparas se apagan pronto, en el esplendor de las calles iluminadas, experimenté el deslumbramiento de un topo que, saliendo de tierra, veía quemarse el bosque. Tras haber caminado durante mucho tiempo – pensé que había sido un minuto, – fui empujado por una avalancha de gente dentro de una enorme sala dorada y decorada, iluminada completamente con gas; unos hombres y unas mujeres, ellos cubiertos con sombrero, ellas con los cabellos al aire, bebían en un tumulto de carcajadas y palabras insultantes gritadas en alta voz. Tenía la sensación de estar en un palacio que debía ser un antro. Debía ser uno de esos grandes cafés demasiado suntuosos de los bulevares lejanos, donde hormiguea el populacho de las miserias y de los vicios. me senté, un poco espantado, en una mesa todavía vacía, en un rincón, no lejos de las mesas de billar donde los jugadores casi se tumbaban, en mangas de camisa; y miraba a mi alrededor. ¡Debí emitir un grito! Allí, muy cerca, sentada entre otras personas, sobre las rodillas de una especie de gigante vestido con una enorme blusa blanca, una mujer reía mirándome, tan blanca, tan ardientemente rubia, tan luminosa, que todo me pareció oscuro, excepto ella; y mi deslumbramiento no era debido, estoy seguro de ello, a la inocencia de mis ojos prendados hasta entonces de las delgadas señoritas domingueras, vestidas de oscuro, sobre el Paseo. No, ella era hermosa, realmente, de una belleza explosiva, con la pesada mata de sus cabellos pelirrojos, que le ocultaban la frente y le caían por la espalda, con sus ojos de un amarillo dorado, donde se iluminaba una falsa embriaguez, con su boca sangrante con unos dientes un poco grandes, de un blanco brutal, y su poderoso cuello sin arrugas parecido a una columna de mármol, y en su vestido destacando el hinchazón duro de su pecho, presionando la tela. ¡Jamás espléndida visión carnal fue ofrecida a la codicia humana! Yo la miraba arrobado, olvidando el lugar, la hora, la muchedumbre, tal vez extendiendo hacia ella las manos. Tengo el recuerdo de que de vez en cuando se producían a mi alrededor estallidos de risa; yo no prestaba atención, tanto como estaba hechizado por ella, jadeante hacia ella. De pronto tuve una alegría inmensa. Ella me había hecho una señal, sí, desde luego, una señal con la cabeza, con un alzamiento de hombros, como diciendo: «Ya sé que estás ahí. Pero aquí tengo que estar con estas personas que me aburren y me irritan. Espera. Cuando se hayan ido nos veremos.» Yo habría esperado toda la noche y todo el día siguiente, y más tiempo aún. Sin duda, a pesar de mi embriaguez no me hacía ninguna ilusión sobre esa admirable criatura: una muchacha, nada más, dispuesta a entregarse al primer recién llegado por oficio o por placer, puesto que bebía en esa sala en compañía, dejándose acariciar, abrazar, tocarse por todas partes. ¡Pero que importaba! ¡era tan bella, tan prodigiosamente bella! Sin embargo, el café se vaciaba poco a poco; ¡qué no hubiese dado para que se fuesen como los demás los hombres que estaban con ella! No se movían. Comenzaba a impacientarme. Tenía ganas de levantarme, de gritar: «Salid de aquí, dejádmela a mí», ella me aconsejaba que no actuara, que esperase. «Sí, enseguida estaré sola.» Finalmente ya no quedó nadie en la sala donde se comenzaba a apagar el gas, excepto yo, ella y los que la abrazaban. Era imposible que el desenlace no estuviese próximo. En efecto llegó, pero no tal como yo lo había esperado. Aprovechando un momento en el que los camareros estaban ocupados haciendo sus cuentas ante la barra, el hombre de la blusa blanca se levantó, se precipitó sobre mí, me tomó por las solapas, y, frágil como yo era, me arrojó sobre una de las mesas de billar, donde sus compañeros acudieron, levantando y bajando el puño, golpeándome como se golpea en una forja, moliéndome a palos abominablemente, ¡mientras podía oír las carcajadas de la hermosa muchacha! Luego huyeron, dejándome allí, roto, medio muerto; los camareros, que no se habían dado prisa en intervenir, me llevaron en un coche; y yo lloraba cálidas lágrimas penando en ella.

II

Dos o tres días después, – cuando pude hacer uso de mis piernas – me dediqué a buscarla. Me fue imposible volverla a encontrar. En el café, ni el dueño, ni los camareros la conocían; era una de esas mujeres que entran y salen y a las que no se las ve más. ¡No me creerás o te echarás a reír! Como quieras. Cuando estuve seguro que, a menos que se produjera una inverosímil casualidad, no encontraría jamás a aquella que tan cerca había estado de poseer, me sentí invadido de una tristeza mortal, semejante a la desesperación que causa el abandono de las más querida amante; de tal modo la belleza de la desaparecida permanecía en mis ojos, en mi corazón, en mis sentidos, ¡que estaba seguro de haber perdido la ocasión de la más incomparable embriaguez! A decir verdad, ese temor no tardó en atenuarse; por fin se desvaneció, fue algo olvidado; y, dos o tres años más tarde, una noche en la que cenaba con unas amables mujeres y unos buenos compañeros en no sé que restaurante de moda, ya hacía mucho tiempo que había dejado de pensar en esa antigua desventura. De repente, entre una algarabía de risas, se abrió una puerta, – una gran puerta blanca y dorada, cerrada de ordinario, que hacía de separación entre nuestro reservado y el contiguo – y en el resquicio de los dos batientes, vi su cabeza al pasar, sí tan blanca, tan ardientemente rubia, ¡tan luminosa! Ya no era la miserable criatura de los bulevares de la periferia; no, completamente vestida con pesadas sedas, con diamantes en las orejas y un collar de perlas sobre su amplio pecho escotado. ¡No importa! la reconocía, era ella. Loco de alegría me levanté raudo. Pero ella ya había cerrado la puerta y oí el ruido de un cerrojo que se activaba. ¿Qué hacer? Ella cenaba en alegre compañía: una cabezas de hombres se habían dejado ver detrás de la suya; hundir los batientes no hubiese producido más que un escándalo vano. Sin embargo mi deseo renovado no admitía demora. Me asaltó una idea. ¿Ahora era de aquellas que se venden caro? Lo más sencillo era pagarle bien. Una cantidad generosa ofrecida de inmediato allanaría las dificultades. Extraje de mi bolsillo dos o tres billetes de banco; escribí sobre uno de ellos algunas palabras con un lápiz y encargué al camarero que deslizara discretamente mi nota a la hermosa dama rubia del collar de perlas que se encontraba en el reservado contiguo; y me puse a cenar tranquilamente. Nada en el mundo podría impedir en esta ocasión la realización de mi mayor anhelo. Aquí no habría gentes groseras para tomarme del brazo y molerme a palos. Una vez abierta mi carta, la deseada no dejaría de responder, según mis esperanzas; y si no la obtenía esa noche, al menos sería recibido en su casa al día siguiente. De este modo mi gozo estaba asegurado, sí, asegurado y tan cercano. Pensaba, con los ojos medio cerrados, en los labios húmedos, en las pesadas matas de cabellos pelirrojos que mis boca besaría! El camarero regresó, con aspecto contrariado. «¡Bien!, le dije, ¿la respuesta? – He aquí vuestra carta, caballero. Esta dama la ha abierto y me la ha devuelto, con los billetes de banco. –¿Sin una palabra? – Ha dicho riendo que estaba aquí para divertirse con unos amigos, que este no era el momento para negocios.» Entonces comprendí que no había que guardar por más tiempo las apariencias. Aun a riesgo de provocar un escándalo, me arrojé sobre la puerta. «¡Eh! caballero, dijo el camarero, esa dama se ha ido. – ¡Se ha ido!, exclamé. – Sí, señor, hace breves momentos. – Pero al menos usted sabrá su nombre, su dirección? ¿Sabe quién es? – No, señor, es la primera vez que veo a esa dama.» El camarero hizo bien en salir, pues lo habría estrangulado. Caí sobre mi silla abatido, con los brazos colgando, y las personas que estaban conmigo habrían creído que estaba loco si no les hubiese parecido más sencillo pensar que estaba borracho.

III

La desesperación que me provocó este nuevo desengaño fue más tenaz que la de antaño. Habiendo sido en vano, como la primera vez, todas mis investigaciones, no logré dominar mi dolor y mi rabia. Esa mujer a la que yo sólo quería era de todos, de los fulleros de los bajos fondos y de los elegantes trasnochadores, ¡de todos, excepto mía! Sin duda las preocupaciones cotidianas, los trabajos, los placeres de la vida me desviaban frecuentemente del amargo pensamiento, pero en las horas de soledad, cuado la mente busca un sueño al que aferrarse, regresaba la violenta cólera de la presa escapada; e, incluso, más de una vez, besando los brazos o los cabellos de una amiga, tenía el furioso deseo de morder esos brazos, de arrancar esos cabellos ¡porque no eran los de la Otra! Transcurrieron varios años y yo continuaba pensando, muy a mi pesar, en la magnífica criatura, dos veces encontrada, dos veces desaparecida; repitiendo con melancolía: «No la volveré a ver más, no lo volveré a ver más.» Me equivocaba, ¡la he vuelto a ver! Hace dos meses aproximadamente, cuando regresaba a mi casa, en una noche húmeda, pegado a las paredes y con las solapas del abrigo levantadas, una paseante me tocó el brazo, diciendo una palabras en voz baja. Una callejera, del lodo hecha mujer. La aparté irritado con un movimiento del codo. Pero allí estaba, de pie, bajo la luz de una farola, y ¡vi que era ella! Sí, ella, con un vestido harapiento, con un sombrero de donde colgaba una pluma roja, – ¡pero siempre joven, siempre bella y resplandeciente en la claridad! Encontrarla de ese modo era una cruel suerte. Pero ni siquiera pensaba en eso. La veía, la tenía, podía tomarla – puesto que ella se ofrecía, – y el exceso de mi alegría ocultaba la insensatas: que la adoraba desde hacía mucho tiempo; que ella era más gloriosa que las reinas y las diosas; «¿Os acordáis de mí? recordáis el café, durante la noche festiva, y la puerta del reservado, que abristeis?» Yo añadía muchas otras cosas, con gestos de avaro fuera de sí que ha reconquistado su tesoro; y, tomándola por la cintura, «¡ah!, ven, ven¡» exclamé. Pero ella me rechazó dulcemente. Tenía en los ojos un no sé qué de melancolía, como un aire de tener piedad. «No, dijo, no quiero. –¡No quieres!» –No, no con vos. Es verdad que os he reconocido. Vos me amáis hace mucho tiempo. Eso me gusta. Os lo agradezco. Iros. » Yo agarraba mi cabeza entre las manos creyendo que me volvía loco. Ella continúo: «De los demás me burlo de ellos y de lo que puede ocurrirles. Vos sois diferente. Adiós. – ¡No! no te irás, dirás por qué me rechazas. Vamos, habla, por qué? –¡Eh!, dijo ella, porque... » Acabó su frase con voz muy baja, y se alejó a los largo de las paredes, mientras que, sin seguirla, ¡yo escupía mi rabia en un espantoso juramento!

Traducción de José M. Ramos
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