LAS TRES HADAS BUENAS

En aquél tiempo había tres hadas, – se llamaban Abonde, Myrtile y Caricine, – que eran bondadosas más allá de lo que se puede concebir. Solamente disfrutaban procurando ayuda a los desdichados, para lo cual empleaban todo su poder. Nada podía decidirlas a participar en los juegos de sus hermanas bajo la luz del claro de luna del bosque de Brocéliande, ni a sentarse en la sala de los festines, dónde unos silfos vertían gotas de rocíos en cálices de flores de lis, – que, según Thomas-el-Poeta, no hay bebida más agradable, – si antes no habían consolado muchos sufrimientos humanos; y tenían el oído tan fino que oían, incluso desde lejos, encogerse los corazones y derramarse las lágrimas. Abonde, que visitaba preferentemente los barrios de las grandes ciudades, aparecía de repente en las viviendas más pobres, bien rompiendo el cristal de un tragaluz – aunque era rápidamente reemplazado por un cristal de diamante, sin que hubiese necesidad de llamar al cristalero, – bien corporizándose en el humo del horno a medio apagar; apiadada a la vista de esas chozas donde tiritaban, muriendo de hambre, miserables familias sin trabajo, enseguida las transformaba en suntuosos domicilios, bien amueblados con hermosas piezas, alacenas llenas de vituallas, cofres repletos de monedas de oro. No menos caritativa, Myrtile frecuentaba sobre todo a las gentes de los campos que se lamentan en sus cabañas cuando el granizo destruye la promesa en flor de las cosechas, y que, entre el arcón sin pan y el armario sin ropa, se preguntan si no sería más sabio abandonar sus hijos en el bosque al no tener con que alimentarlos ni con que vestirlos; ella conseguía fácilmente infundirles valor, ofreciéndoles talismanes, aconsejándoles que formulasen deseos que nunca dejaban de verse cumplidos; y aquél que, tres segundos antes no hubiese tenido con que dar limosna ni a un petirrojo que fuese a picotear en el cristal, se encontraba convertido en un rico burgués en una casa aprovisionada con todo, o en un poderoso monarca en un palacio de pórfido y pedrerías. En cuanto a Caricine, lo que la conmovía más que cualquier otra desdicha, eran las penas de los enamorados; ella convertía en fieles a las casquivanas e inconstantes, hacía enternecerse a los padres avaros que se niegan en consentir la felicidad de sus hijos; y cuando era conocedora de que un anciano mendigo de los caminos se había prendado de la hija de un rey, lo metamorfoseaba en un príncipe apuesto como el día a fin de que pudiese casarse con su amada. De modo que, si las cosas hubiesen durado mucho tiempo así, ya no habría más miserias ni penas en el mundo gracias a las tres hadas buenas.

II

Esto no había gustado a un hechicero muy cruel que estaba animado de los más maléficos sentimientos con respecto a hombres y mujeres: la idea de que se dejaría de sufrir y de llorar en la tierra le causaba un insoportable tormento; en consecuencia se sentía lleno de ira contra esas excelentes hadas, – no sabiendo cual de las tres detestaba más, – y decidió retirarles el poder de conceder felicidad a los desdichados. Nada le resultaba más fácil debido al gran poder que tenía.
Las hizo comparecer ante él, luego, frunciendo las cejas, les anunció que estarían privadas, durante muchos siglos, de su mágico poder; añadiendo que no le quedaba más remedio que convertirlas en animales feos y dañinos o en objetos sin pensamiento, como mármoles, troncos de árbol, arroyos de los bosques, pero que se dignaba, por misericordia, a permitirles elegir las formas bajo las cuales ellas pasarían sus tiempo de penitencia.
No os podríais hacer una idea de la pena que invadió a las hadas buenas! No es que estuviesen tristes desmesuradamente por perder sus glorias y privilegios; les costaría poco renunciar a las danzas en el bosque de Brocéliande y a las fiestas en los palacios subterráneos iluminados con soles de rubís; lo que las afligía era que, sin su poder, no podrían socorrer a los infortunados. «Cuantos hombres y mujeres, pensaba Abonde, morirán de frío y hambre en las chozas de los barrios y a los que no podré consolar más!» Myrtile se decía: «¿Que será de los aldeanos y aldeanas en sus cabañas cuando los chaparrones de granizo hayan roto las ramas de los manzanos en flor? ¡Cuántos niños llorarán abandonados entre los matorrales sin camino, no viendo ninguna claridad mientras el lobo los acecha, que la lámpara, iluminada a lo lejos, de la esposa del ogro!» Y Caricine, sollozando: «¡Cuántos enamorados van a sufrir! pensaba. Precisamente yo estaba informada de que un pobre trovador callejero, sin casa ni familia, languidece de ternura por la princesa de Trézibonde. Por desgracia no la esposará.» Y las tres hadas buenas se lamentaron, mucho tiempo, mucho tiempo, como si padeciesen en sus carnes todos los dolores que habrían podido convertir en alegrías, como si derramasen todas las lágrimas que no podrían enjuagar.
A decir verdad, en su desesperación tenían un pequeño consuelo. Les estaba permitido designar las apariencias bajo las cuales vivirían entre los humanos; su bondad, gracias a una feliz elección, encontraría tal vez aún el medio de ejercerse. Aunque reducidas a la impotencia de los mortales o de las cosas perecederas, no serían del todo inútiles a los desdichados. Se pusieron a reflexionar, se preguntaban lo que era mejor para no dejar de ser servicial. Abonde, que se acordaba de los pobres de los barrios, concibió al principio el deseo de verse convertida en una rica persona que reparte las limosnas sin contar; luego pensando en los hornos que se apagan, en los catres sin colchones, no le hubiese disgustado convertirse en una llama que calienta, o en una buena cama donde descansarían los trabajadores fatigados. Myrtile soñaba con ser una reina que haría de de todos los campesinos vestidos con harapos, unos chambelanes policromados, o el rayo que aparta las malas nubes, o la leñadora que devuelve a su domicilio sanos y salvos a los niños perdidos. En cuanto a Caricine, en su deseo de ser dulce a los corazones, hubiese consentido en convertirse en una bella esposa, fiel, sincera, teniendo como única preocupación la felicidad del esposo, o en una tímida y amante novia. Luego las invadían otros pensamientos y dudaban, comparando las ventajas de las distintas metamorfosis.
Sen embargo el Hechicero exclamó:
–¿Y bien? ¿Lo habéis decidido? Lleváis demasiado tiempo reflexionando y no tengo tiempo que perder. ¿Que deseáis ser? Vamos, hablad enseguida.
Se produjo todavía un largo silencio; pero finalmente:
–¡Que yo sea – dijo Abonde – el vino que se bebe en las tabernas de los barrios! Pues, mejor que el pan de la limosna y la calidez de las estufas, y el descanso en una cama, la borrachera consoladora encanta a los cuerpos y a los corazones cansados.
–¡Que yo sea – dijo Myrtile – las cuerdas del violín de un viejo músico ambulante! Pues, mejor que vestidos dorados reemplazando harapos, y que la huida de las amenazantes nubes, la canción que hace bailar es buena para los miserables.
–¡Que yo sea –dijo Caricine, – la bella prostituta bohemia de las encrucijadas que ofrece a los transeúntes su risa y sus besos! Pues, es en el amor libre, loco, variable, aleatorio, sin decepciones ni lamentos, como el hombre olvida el tedio o la desesperación de vivir.
Desde esos tiempos, Abonde ríe en los vasos llenos en la mesas de las tabernas, y Myrtile hace bailar en las bodas aldeanas bajo los árboles de la plaza mayor o en el patio de los albergues; las hadas buenas son felices con la alegría que proporcionan, pero están celosas también, celosas de Caricine, porque saben que es ella la que ejerce la mejor caridad.

 

Traducción de José M. Ramos
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