LAS TRES SIEMBRAS

Tres jóvenes compañeros partieron a través del mundo. Como era invierno, llovía, ventaba y nevaba sobre todo país fronterizo; pero la ruta por donde ellos pasaban deslumbraba de sol, y de los rosales floridos, salían, a cada soplido de brisa, multitud de mariposas y abejas, porque eran unos muchachos de diecisés años; para que la primavera surja en torno a los viajeros, basta que esté en ellos; por el contrario, si un anciano entra en un jardín de abril en una mañana rosada, el día se apaga, el cielo se vela y las gavanzas blancas se transforman en pequeños copos de nieve.
Así pues, marchaban sin saber a dónde, y ese es el mejor modo de seguir su camino. Uno se llamaba Honorat y otro Chrysor; el más joven tenía por nombre Aloys. Eran guapos los tres, con sus cabellos en bucles que ondeaban al viento y con la fresca salud de sus mejillas y de sus bocas. Viéndolos caminar sobre la ruta soleada, apenas habríais podido notar diferencias entre ellos; sin embargo Honorat tenía el aire más altivo, Chrysor el aspecto más solapado y Aloys el más tímido. Lo que parecían por fuera, lo eran por dentro. El cuerpo no es más que el forro del alma, pero los hombres tienen la mala costumbre de llevar al revés su traje natural. Honorat, en sus quimeras, no podía impedir pnesar que era el hijo de algún poderoso rey! Cliente hambriento del albergue Azar, comiendo los mendrugos de pan que arroja por la ventana la saciedad de los ricos, bebiendo el agua de las fuentes en los cuencos de sus manos, durmiendo bajo la techumbre de las granjas, se veía rodeado de glorias y suntuosidades; soñaba con cortesanos deslumbrantes de pedrerías que se arrodillaban en la sala del trono, entre columnatas de jaspe o pórfido; y, por una enorme puerta con dos batientes, entraban embajadores llegados de las tierras más lejanas, mientras que, tras ellos, unos esclavos africanos vestidos de satén rojo, portaban cofres donde se amontonaban, maravillosas y encantadoras, piedras preciosas, perlas finas, telas de seda y brocados, los humildes tributos del emperador de Trébizonde y del rey de Sirinagor; o bien se imaginaba que llevaba a la victoria innumerables ejércitos, que derrotaba, con la espada al sol, las masas en retirada de las tropas enemigas, y que sus hombres lo llevaban triunfalmente bajo arcos engalanados con estandartes que aleteaban como las alas de la gloria. Chrysor tenía sueños menos épicos. Monedas, muchas monedas, siempre monedas, de plata y oro, sobre todo de oro, y diamantes sin número del que uno solo de ellos valía por todos los tesoros del más rico de los monarcas, he aquí lo que brillaba bajo sus ojos, lo que deslumbraba entre sus dedos, incluso a la hora en la que él tendía a los transeúntes su mano contenta de recibir un centavo de cobre; si se hubiese puesto entre dos puertas, la del paraíso y la de una caja fuerte, no hubiese abierto la puerta del paraíso. En cuanto al pequeño Aloys, – más apuesto y delicado que sus compañeros, – no se preocupaba en absoluto de los palacios, de los cortesanos, de los embajadores ni de los ejércitos; a una mesa repleta de oro hubiese preferido un rincón de pradera florida. Con su aspecto de adolescente, siendo adolescente, bajaba sus ojos para ver las mariquitas que subían por las briznas de la hierba y no los levantaba más que para admirar en el horizonte el color rojizo de las juveniles auroras o el de las pensativas puestas de sol. La única alegría que anhelaba, – y la tenía – era cantar cuando caminaba la canción que había compuesto la víspera, una canción de hermosas rimas que los pájaros aprobaban en los matorrales del camino repitiendo el estribillo. De modo que si por la noche, en el claro silencio de las estrellas, se despertaba, crecía y moría uno de esos ruidos que son los suspiros de la naturaleza dormida, «¿no es el eco de una fanfarria de cornetas?» preguntaba Honorat; «¿no es, decía Chrysor, el sonido lejano de una moneda de oro que ha caído de un cajón?» pero Aloys murmuraba: «Creo que es el suave gorjeo de un nido que vuelve a recuperar el sueño.»
Un día una anciana pobre, que abría con su azadón pequeños surcos para sembrar grano en una tierra estéril, los vio venir. Era tan vieja y tan harapienta que la habrías tomado por un siglo pasado vestido de trapos; y su antigüedad se complicaba con su fealdad. Un ojo glauco, completamente amarillo, el otro medio cubierto por una nube, tres mechones de cabellos grises se retorcían fuera de un fular de algodón sucio, la piel roja, con verrugas, y chasqueando los labios, ¡flic! ¡flac! faltos de dientes, cada vez que aspiraba el aire; estaba hecha a propósito para disgusto de la mirada; aquél que hubiese pasado ante ella, habría apresurado su paso, devorado por la necesidad de ver una hermosa muchacha o una rosa. ¿Pero quién entonces asumiría la tarea de escribir cuentos de hadas si no tuviese el derecho de transformar, en el transcurso de sus relatos, las más odiosas personas en jóvenes damas deslumbrantes de belleza y donaire? Se sabe perfectamente que en nuestras historias, cuanto más repugnante uno es al principio, más hermoso será después. La secular desdentada no fue una excepción a la poética del buen Perrault y de la señora de Aulnoy. Cuando los tres compañeros, – Honorat, Chrysor y Aloys – la vieron al borde de la cuneta, se había transformado en la más adorable hada que se pueda ver, y los volantes de su vestido estaban tan adornados con flores de piedras preciosas, que todas las mariposas que revoloteaban a su alrededor creían que el mes de abril se había desplegado en esa estéril llanura.
–¡Guapos mozos, deteneos! –dijo el hada.– Os quiero porque sois jóvenes y porque al caminar siempre tenéis cuidado de no pisar los insectos que atraviesan el sendero. Os aconsejo que vengáis y echéis vuestra siembra en el surco que he cavado. Palabra de buena hada que ese marchito campo os devolverá centuplicado todo lo que le deis.
Imaginad si los viajeros quedaron entusiasmados de ver a una persona tan hermosa y escuchar tan amables palabras; pero, al mismo tiempo, se encontraban en un aprieto al ser pobres hasta el punto de que no tenían nada que sembrar en el mágico surco.
–Por desgracia, señora,–dijo Honorat (tras haber consultado con Chrysor y Aloys), no poseemos nada que deseáramos ver multiplicado por cien salvo nuestros sueños, que no germinarían.
–¿Qué sabéis vosotros? – respondió ella apartando con una sacudida de cabellos una mariposa que le rozaba la oreja (y había un motivo, pues la oreja era un clavel) ¿Qué sabéis, muchachos ignorantes? Sembrad vuestros sueños en la tierra abierta y veamos lo que sale.
Entonces Honorat, arrodillado, y con la boca dirigida hacia el surco, comenzó a contar sus ambiciosas quimeras: ¡los palacios de pórfido y de jaspe donde resplandecen las pedrerías de los cortesanos, y los embajadores entrando por la puerta real, y los negros cargados de tributos, y los ejércitos y los triunfos! No tuvo tiempo de acabar. Numerosos jinetes al galope, con corazas de oro y penachos con alas de águila, surgieron en la llanura, proclamando que buscaban al hijo del rey difunto para que los condujese a su reino. En el momento que vieron a Honorat, exclamaron: «¡Es él!», y pletóricos de alegría transportaron a su amo hacia las bellas residencias de mármol y a las batallas y trofeos.
Habiendo visto eso, Chrysor no se hizo de rogar para sembrar en el suelo sus deseos de riqueza, su amor por las monedas contantes y sonantes y por las piedras preciosas. Apenas había pronunciado algunas palabras cuando el surco se lleno de oro, de plata, de diamantes y de perlas. Ebrio de alegría se echó encima, las cogió, se llenó los bolsillos, la boca también, y se fue de allí más rico que los más ricos, buscando alguna escondite seguro donde guardar sus tesoros.
–¡Bien!– preguntó el hada –¿en qué piensas Aloys? ¿No sigues el ejemplo de tus compañeros?
Él no respondió al principio, apenas habiéndose percatado de lo sucedido por haber estado ocupado con la boda de unas cochinillas en una enredadera.
–¡Eh!–dijo al fin – no deseo nada salvo oír el triste canto de los ruiseñores cuando anochece y a las cigarras que cantan al calor del mediodía. Todo lo que podría hacer, sería cantar hacia el surco el epitalamio que he compuesto ayer para el himeneo de dos urracas.
–¡Cántalo!–exclamó el hada; – esa semilla bien vale otra.
Cuando él comenzaba la segunda estrofa, una hermosa joven medio desnuda – tan bella que ningún sueño de amor la hubiese imaginado más perfecta, – salió de la tierra entreabierta, y poniendo sus dos brazos, lianas por el abrazo y flores de lis por su blancura, alrededor del cuello del radiante muchacho, dijo: «¡Oh! ¡qué bien cantas! ¡te amo!».
Fue así como la buena hada vino en ayuda de los tres muchachos vagabundos que seguían, sin saber hacia donde, la ruta soleada. Pero poco tiempo después se produjeron unos acontecimientos terribles. Vencido en un combate, tras prodigiosos actos de valor, por unos enemigos implacables, el rey Honorat fue obligado a abandonar su capital y refugiarse en un convento donde le cortaron los cabellos no sin haberle arrebatado antes su corona; los ladrones, que siempre están al acecho, acabaron por descubrir el escondite donde Chrysor-el-Rico había ocultado sus tesoros, y se vio obligado a pedir limosna en harapos por los caminos a sus ladrones que no se la dieron. Únicamente Aloys no dejo de ser feliz, besado de la mañana a la noche, y de la noche a la mañana, por la hermosa joven cuyos brazos ligeros como las lianas eran blancos como la flor de lis; y ella le fue fiel, siempre, siempre, porque él había cantado en el surco mágico una canción bien rimada.

 

Traducción de José M. Ramos
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