LOS TRES SUEÑOS

I

Durmiendo, él sonreía.
Ella lo despertó enseguida, con un aliento tan perfumado que él creyó que le abanicaban los labios con una mata de primaveras.
– ¡Oh! ¡Qué culpable soy! – exclamó él. – ¿Me perdonaréis alguna vez el crimen de haberme dormido en la adorable cama en la que, los velos desaparecidos, se revela la maravilla de vuestra desnudez de nieve rosada? Los ojos que se cerraron merecerían ser arrancados o rotos, pero no por vuestras queridas uñas, – pues esos exquisitos instrumentos de suplicio añadirían demasiada dulzura al castigo, – cuando, permaneciendo abiertos, tenían tantas razones de las cuales la menos deliciosa de todas exigiría eternas atenciones.
Pero muy conciliadora, ella replicó:
–¡Bueno! ¡bueno! no os disculpéis. Dormid, – no demasiado – tenéis permiso después de las tiernas tareas a las que me negué a demostraros algún reconocimiento mediante suspiros; y el cansancio de los héroes no deja de ser glorioso. Si yo os he despertado no es para haceros oír reproches; es para preguntaros cual es el motivo de la sonrisa que teníais en los labios durmiendo.
–¡Eh! ¡Soñaba con vos, querida!
–¡Eso es evidente! Sería el colmo imaginar que otra que no fuese yo ocupase vuestra mente incluso dormido; vuestros sueños tendrían mal gusto. Pero, aún así, ese sueño que os encantaba, ¿cuál era, y de qué recuerdo o de qué esperanza estaba hecho su dulzura?
–¡Me acordaba – dijo él – de la hora, entre todas paradisíaca, en la que por primera vez la eclosión un poco húmeda de vuestra boca tan cercana me confesó el deseo del beso; era en vuestro salón, después de las visitas pesadas, antes de encender las lámparas, entre la cómplice sombra de la noche que comenzaba poco a poco; y, cuando perdiendo el aliento debí, para no desfallecer, apartar apenas mis labios de vuestros labios, me pareció que había bebido vino rosado y comido rosas!
– Uno podría tener pensamientos más penosos – dijo ella.

II

Durmiendo, él reía. Sí, verdaderamente, con los ojos cerrados sobre la almohada, se tronchaba de risa.
Ella lo despertó, enseguida, con una caricia más ligera que el ala de una tórtola casi no posada y que revolotea...
–¡Oh¡ – exclamó él – ¡Los infernales pensamientos de los Torquemadas serían incluso impotentes para inventar una tortura igual a la nueva ofensa de la que me siento culpable! ¡Que, salido de las tinieblas del sueño y sumido en las delicias misericordiosas de vuestra alcoba, semejante al Adán de un paraíso reconquistado, mis ojos, por segunda vez, se han cerrado, y mi boca, desviada del beso, se entreabrió quizás para un ronquido!
Ella era tan benévola que respondió:
– ¡Ah! ¡que presto estáis a calumniaros, amor mío! Algunos minutos despierto os habían bastado para adquirir de nuevo los más serios derechos a un reposo en el que mi ternura continuaba junto con mi estima; y, si os he arrancado de una bien merecida quietud, es por la curiosidad de saber de donde procedía la alegría que se expandía por vuestro rostro dormido.
–¡Eh¡ – dijo él –¡Soñaba con vuestro marido, pequeña!
– ¡Ya lo sospechaba! pues pocas personas tienen como él las ridiculeces que provocan la risa; vuestros sueños no sabrían imaginar nada más divertido. Pero, aún así, ese pensamiento que os divertía, ¿cuál era? y, entre los legítimos temas de burla que ofrece incuestionablemente aquél que me fue dado por esposo, ¿cuál excitaba vuestra hilaridad?
– Recordaba – dijo él – la mañana del mes pasado en el que recibí la visita de ese hombre verdaderamente bufo. Hacía cuatro días que no os había visto, e ignoraba aún cuando volvería a veros, pues en el baile de la embajada rusa, no habíamos tenido oportunidad de hablarnos al estar tan vigilados; y, con una prudencia que yo alabo, puesto que ella no excluye, cuando es la hora, los amables transportes de la pasión, vos temíais confiar vuestros recados a unas temibles criadas. ¿Me escribiríais? No, os prodigáis muy poco en las cartas, en vuestro sano horror a la literatura amorosa. Viendo entrar a vuestro marido, adiviné enseguida que había sido enviado por vos, que era el portador inconsciente de algún mensaje. Sin ninguna duda, mi perspicacia debía ingeniárselas en descubrir vuestro pensamiento en las palabras que le habíais encargado transmitirme, o en algún detalle de su vestimenta. ¡Problema rápidamente resuelto! Cuando quitó su sombrero sentándose delante de mi chimenea, donde ardía un gran fuego, vi en un espejo su cráneo calvo completamente amarillo y rosado, y, sobre ese liso pergamino casi rojo, estas palabras escritas a lápiz: «¡Mañana en mi casa, a las tres!»
–Es cierto, – dijo ella riendo a su vez, – que esa aventura es muy divertida; y se podrían tener pensamientos más tristes.

III

Durmiendo, él lloraba. Sí, dos lágrimas, lánguidamente, dolorosamente, fluyeron desde los extremos de sus pupilas hasta las comisuras de sus labios.
Ella lo despertó, muy aprisa, con un tierno abrazo, y, esta vez, a él no se le ocurrió disculparse del sueño recomenzado, de lo ocupado que tenía su corazón con una sincera angustia.
–Amor mío, amor mío, – dijo ella, – ¿por qué llorabas dormido? Tras dos sueños agradables, ¿qué cruel sueño ha atormentado la dulzura de tu reposo? Habla, no me ocultes el motivo de tu melancolía, dímela toda al objeto de que yo evalúe cuantas caricias y cuantos besos harán falta que consienta para transformarla en reconocidas delicias.
–¡Era un sueño horroroso! – dijo él, todavía asustado. – ¡Imagínate, pequeña! Delante de tu palacete había una gran multitud de personas y de coches; uno de los coches era terrible, – negro y blanco, con tantas coronas y guirnaldas de flores sobre una tela del color de la noche, bordada de plata. Sí, delante de tu puerta, ¡la carroza fúnebre del supremo viaje! y eras tú a quién se iban a llevar a la iglesia y luego al jardín de las sepulturas. Y todo el cielo estaba iluminado de sol. ¿Comprendes? ¡Tu estabas muerta, y hacía buen tiempo! Ya no sonreías más y había clematitas en flor en los barrotes de la verja; tú ya no hablabas, y un pájaro emitió un pequeño trino atravesando la calles. Yo me sentía igual a todo lo que es vacío, negro, arisco. Me parecía que mi corazón era un gran agujero desierto; y, a riesgo de comprometer tu memoria adorada, mi desesperación, manifestada en lágrimas, confesaba mi inconsolable amor.
–¡Oh! ¡la visión detestable! – dijo ella. – Pero gracias al cielo estoy viva; mira, fíjate, toca, tan viva como es posible!
¡Ah! desde luego, muy viva; y tuvo muchas dificultades en convencerlo, aún después de las pruebas que se dignaba en proporcionarle.
– Por añadidura, – continuó ella – para que te serenes de tu tercer sueño, tan desagradable, tienes el recuerdo de los dos primeros, tan hermosos.
Él no hablaba, con aspecto de madurar un pensamiento.
–Sí, tan hermosos, – dijo finalmente – y sin embargo no sé...
–¿No sabes qué?
–... ¡Si de los tres sueños no es precisamente el último el que prefiero!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes