LA TRISTEZA DE LAS SIRENAS

Un día que pasaba a orillas del mar, oí el lamento de unas Sirenas bajo la soledad azul y completamente melancólica de la luna.
«¡Oh, qué desgracia! ¡Qué desgracia! Se acabaron los tiempos en los que los bellos muchachos de la tierra, hechizados por nuestras llamadas, prendados de nuestras blancuras entrevistas bajo el misterio diáfano del agua, nos seguían a las profundidades y morían por nuestros besos sobre un lecho flotante de algas. Vanas resultan ya nuestras audacias cerca de las orillas, nuestros cantos en el crepúsculo, nuestros brazos levantados; nadie nos escucha o no se detiene; ¡y nuestros suspiros se confunden hasta el amanecer con el lamento vago de las olas!»
Como yo escuchaba atentamente, pude distinguir entre las voces una más triste que decía:
«Todas las noches, allá, entre dos rocas, se ilumina una ventana, y veo, a través de la sombra y las cortinas, una forma acodada, con la cabeza hacia unos libros. Renace en mí la esperanza, me deslizo entre las olas, me aproximo a la claridad ascendiendo por la arena, desgarrando con los guijarros mis costados y mis senos. ¡Escúchame, trabajador solitario, que consumes en estériles esfuerzos la hora nocturna de los besos! No hay realidad humana que valga la quimera de mi amor. ¡Abandona los decepcionantes libros! ¡Desprecia la vana ciencia! Es en mis ojos glaucos dónde podrás leer el más dulce de los secretos; mi boca te revelará el misterio de la alegría. ¡Oh, ven! te enseñaré las languideces en la que duerme el pensamiento amargo. Pero aquél al que llamo permanece inmóvil, acodado en su mesa, y desdeñoso, no toma en consideración mi suplicante ternura, como si se tratase de los gemidos de las rachas de viento, o como los golpes de alas contra el cristal de una gaviota deslumbrada.»
La voz se calló. Otra se elevó, más triste todavía, diciendo:
«En una noche de verano, vi en la proa de un navío a un hombre que se inclinaba, mirando temblar el cielo en el mar. Como era muy joven y tenía mucha dulzura en los ojos, creí que su corazón no sería cruel, y, dándome la vuelta, cruzando detrás de mi cuello mis brazos, le mostré mi encantador vientre luminoso, mientras le hablaba entre los ruidos susurrantes de la espuma y el agua. ¡Contémplame, tú que sueñas! ¿No soy más hermosa que tus pensamientos? ¿Acaso prefieres un astro del cielo a la doble estrella rosada que se ilumina en la blancura de mi pecho?, ¿y qué cielo reflejado en el mar vale el infinito de mis verdes pupilas?» En los países lejanos a dónde te lleva tu navío no hay frutas tan sabrosas como mis labios al ser besados; ninguna siesta es tan dulce, ni en los bosques soleados, ni entre los calurosos perfumes y trinos de los nidos, que el sueño bajo mis cabellos, que el rumor de mis risillas y mis susurros. ¡Oh! ¡ven, tú que te exilias en un exilio más encantador que todas las patrias, en el mundo ignoto de inefables delicias! Pero aquél al que yo llamaba no interrumpió su sueño; seguía inclinado en la proa del navío, teniendo ante él la inmensidad y detrás los fardos de mercancías dispuestos sobre el puente. Y entonces me percaté de que no miraba temblar el cielo en el mar, sino que contaba, a la luz de las estrellas, monedas de oro en una bolsa abierta.»
Otra voz se hizo escuchar entre los desolados silencios de la luna.
«Lleno de un ruido de multitudes y tintineo de armas entrechocar, una nave más grande que todas las naves atravesaba el tumultuoso mar; la claridad del amanecer, entre los sonidos del cobre se desplegaba sobre los cascos y los sables en mil destellos de acero; y nosotras, semejantes a un vuelo de gaviotas, haciendo emerger nuestros brazos donde la espuma parecía convertirlos en alas, envolvimos la nave en marcha con nuestros juegos y nuestras risas que sonaban alegremente en el estrépito de las olas. ¡Ah! ¡Qué locos! ¿A dónde iban? ¿Hacia la batalla? ¿Hacia el odioso tránsito? ¡Cómo! ¿Por esas vanas quimeras que los hombres llaman honor, gloria, patria, cuantos jóvenes corazones dejarían de luchar, y cuántas bocas no conocerían otro beso que el de la pálida muerte? ¿Es que no hay lechos más agradables que los campos de masacres, empapados de fango y sangre? ¡Pero nos creeréis, jóvenes hombres! Lejos de las guerras, las fatigas y los estériles triunfos, vendréis con nosotras, con nosotras tan rubias y cariñosas; preferiréis al rudo cuerpo a cuerpo las caricias de nuestra desnudez desarmada. ¡Oh, venid! ¡Somos la belleza, el amor, el goce. ¡Oh, matarifes, nosotras somos la vida! ¿Acaso la sangre de nuestros labios no es más bella que la sangre de las heridas? Si anheláis combates, aceptar este dónde la victoria es segura, – segura y tan deliciosa. ¡Triunfad sobre nosotras, guerreros! No hay botín más valioso que nuestros senos desnudos, nuestros brazos abiertos, y después de nuestras felices derrotas, besos con los que, prisioneras, pagaremos nuestro rescate! Pero los hombres armados nos desdeñaban, nos rechazaban con un gesto de desprecio. Como yo me había aferrado al borde del navío, sentí en mi brazo levantado por un agarrón, la fría mordedura de una lama de acero, y volví a caer en las olas donde la espuma se volvió roja. »
Habiendo escuchado todo esto, dije a las tristes Sirenas:
«¡No esperéis que os compadezca, peligrosas tentadoras! Los hombres se han vuelto serios y están asiduamente ocupados con sus deberes o sus negocios, por lo que se aparten de vosotras con razón; no desconocen que tenéis con que turbar las almas más decididas, con que romper los más útiles propósitos; ni el sabio, ni el comerciante, ni el soldado, nadie, si os escuchase, seguiría su camino. Nosotros también sabemos, sabemos sobre todo que breve es la embriaguez que vosotras nos prometéis. ¡Oh mentirosas crueles! la muerte es la consecuencia de vuestros besos.»
Las Sirenas respondieron:
«¡Es cierto que somos temibles! Nuestro juego más querido consiste en debilitar con nuestras caricias el orgullo viril de las energías. Es cierto que somos pérfidas! nuestros amantes mueren en nuestro primer abrazo. ¿Pero que raza loca y despreciable sois vosotros, hombres de hoy en día, que preferís al goce la imbécil vanidad de las tareas humanas, y juzgáis que no vale la pena morir por un beso?»

Traducción de José M. Ramos
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