LA ÚLTIMA
HADA
Un día, en una
calesa hecha con una cáscara de avellana y tirada por cuatro cochinillas, el
hada Oriana, – que no era más grande que la uña de un dedo meñique, – regresaba
al bosque de Brocéliande donde tenía por costumbre vivir con sus semejantes.
Regresaba del bautismo de tres petirrojos que se había celebrado en la grieta de
una pared completamente florida de glicinas; la fiesta había sido muy agradable
en el nido bajo las hojas; los bonitos gritos de los pajarillos recién nacidos
moviendo sus alerones rosas apenas sin plumas, permitían esperar que los
ahijados del hada serían un día unos excelentes cantores. Oriana estaba pues de
muy buen humor, y como la alegría lleva aparejada la bondad, hacía favores por
el camino a todas las personas y cosas que se encontraba; llenando de ramas de
moras las cestas de los pilluelos que van a la escuela, soplando para ayudarlas
a madurar, poniendo briznas de avena encima de las gotas de rocío sobre las
yemas de las gavanzas, por miedo a que los ácaros corriesen el riesgo de
ahogarse atravesándolas. Dos enamorados, un aldeano y una aldeana, se besaban en
un campo donde el trigo verde apenas les llegaba a los tobillos; el hada hizo
madurar y crecer las espigas a fin de que no se pudiesen ver los besos desde el
camino. Y como, haciendo el bien que os aconseja la dicha, uno se vuelve todavía
más dichoso, el hada Oriana estaba en ese instante tan pletórica de alegría que,
si no tuviese miedo a que el coche volcase, se hubiese puesto a bailar en la
cáscara de avellana. Pero pronto dejó de estar contenta. ¿Qué había ocurrido?
Estaba segura de haber seguido bien el camino, y allí donde antes el bosque de
Brocéliande se movía bajo la brisa de los misterios encantados de sus profundos
verdores, no había más que una vasta llanura, con edificios dispersos, bajo un
cielo sucio de negras humaredas. ¿En qué os habéis convertido claros verdes y
dorados dónde se danzaba a la luz de las estrellas, repletos de rosas, matas de
espinos abiertos y grutas donde el sueño sonreía sobre musgos de oro, en los
perfumes y las músicas, y vos, palacio subterráneo con muralla de cristal que
los días de fiesta iluminaba mil lámparas de piedras preciosas? ¿En qué os
habéis convertido, Urganda, Urgèla, Alcina, Viviana, y Holda la pagana, y
Meslusina la encantadora, y vos, Mélandra, y vos, Aria, y vos también Mab y
Titania? «Pierdes el tiempo llamándolas, pobre Oriana, dijo un lagarto que se
detuvo en su huida entre las piedras. Unos hombres se han precipitado en gran
número a través de vuestras queridas soledades; para que se pudiesen edificar
casas, para abrir un paso a espantosas máquinas soplando vapores y llamas, han
talado los árboles, incendiado las matas de rosas y los arbustos de espinos,
llenando con piedras las grutas que accedían a vuestros misteriosos palacios de
cristal, y todas las hadas han sucumbido en el desastre, bajo los
desmoronamientos. He visto a Habonda, que se iba a escapar, morir con un pequeño
grito bajo el pie de un paseante, como una cigarra que se aplasta.» Al oír eso,
Oriana se puso a llorar amargamente sobre el destino de sus queridas compañeras,
sobre su propio destino también; pues, en realidad, era algo muy triste ser la
única hada que quedaba en el mundo.
¿Qué iba a hacer ahora? ¿Dónde se ocultaría? ¿Quién la defendería contra la
furia de los malvados hombres? La primera idea que le vino fue la de huir, de no
estar ya en ese triste lugar donde sus hermanas habían perecido. Pero no pudo
viajar en carrozas como era su costumbre; las cuatro cochinillas, – para quiénes
ella se había mostrado siempre tan buena, – habían escuchado el discurso del
lagarto y acababan de emprender el vuelo, con la ingratitud de todas las alas.
Fue un golpe muy duro para la desdichada Oriana; tanto o más que ella no
detestaba nada más que caminar. Sin embargo se resignó, y se puso en camino, a
pasos cortos, entre las hierbas más altas que ella. Había decidido ir al
domicilio de los petirrojos del muro florido de glicinas; el padre y la madre de
sus ahijados no dejarían de acogerla; su nido sería para ella un asilo, al menos
hasta el otoño. No se va tan aprisa con unas piernas tan pequeñas como en un
cáscara de avellana, tirada por animalillos del buen Dios que revolotean.
Pasaron tres largos días antes de que viese la muralla en flor; pensaréis que
estaba cansada. Pero por fin iba a descansar. «Soy yo, dijo ella acercándose,
soy yo, el hada madrina; venid a acogerme, buenos pájaros, sobre vuestras alas,
y llevadme a vuestro domicilio de musgo.» No obtuvo respuesta; ni incluso una
pequeña cabeza de petirrojo saliendo de entre las hojas para mirar quien estaba
allí; y, abriendo enormemente sus ojos, Oriana vio que, en el lugar donde estuvo
el nido, había colgado un trozo de loza blanca que atravesaba el hilo de una
línea de telégrafo.
Cuando se iba, no sabiendo lo que le deparaba el futuro, observó a una mujer que
llevaba en los brazos una cesta llena de trigo y empujaba, para entrar, la
puerta de una cabaña. «¡Ah!, señora, dijo ella, si me dejáis vivir con vos y si
mi protegéis, no os arrepentiríais; las hadas, como los duendes, saben mejor que
nadie separar los granos buenos de los malos, y a matizarlos incluso sin matiz.
En realidad, tendrías en mi a una sirviente que os sería muy útil y os ahorraría
muchas penas.» La mujer no escuchó o fingió no escuchar; empujó completamente la
puerta y arrojó el contenido de su cesta bajo los cilindros de una máquina que
limpió el trigo sin necesidad de duendes ni de hadas. Oriana, un poco más lejos,
encontró a orillas de un río unos hombres que estaban inmóviles alrededor de
enormes fardos y había allí, cerca de la orilla, un navío; ella pensó que esas
personas no sabían como hacer para embarcar sus mercancías. «¡Ah! caballeros,
dijo ella, si me dejáis vivir con vos y si me protegéis, no os arrepentiréis.
Llamaría en vuestra ayuda a gnomos muy robustos, que pueden saltar incluso con
fardos sobre los hombros; pronto habrán hecho transportar todas esas pesadas
cosas. En realidad tendríais en mi a una buena sirviente que os sería muy útil y
os ahorraría mucha pena.» Ellos no escucharon, o fingieron no escuchar; un gran
gancho de hierro, que ninguna mano dirigía, bajó, se hundió en uno de los
fardos, y éste, tras un giro en el aire, se abatió lentamente sobre el puente
del navío, sin que ningún gnomo se viese visto involucrado. Subiendo el día, la
pequeña hada vio por la puerta abierta de una taberna a dos hombres que jugaban
a las cartas, inclinados en una mesa; a causa de la oscuridad creciente, debía
resultarles muy difícil distinguir las figuras y los colores: «¡Ah! caballeros,
dijo ella, si me permitís estar con vos y si me protegéis, no os arrepentiréis.
Haré venir a esta sala a todas las luciérnagas que iluminan todos los linderos
del bosque; no tardaréis en ver con la suficiente claridad para continuar con
vuestro juego con todo el mayor placer posible. En realidad, tendríais en mi a
una sirviente que os sería muy útil y os ahorraría muchos contratiempos.» Los
jugadores no escucharon o fingieron no escuchar; uno de ellos hizo una señal, y
tres grandes chorros de luz, dentro de tres puntas de hierro, vibraron hacia el
techo, iluminando toda la taberna mucho mejor que lo hubiesen podido hacer tres
mil luciérnagas. Entonces Oriana no pudo impedir llorar, comprendiendo que los
hombres y las mujeres se habían vuelto demasiado sabios para tener necesidad de
una pequeña hada.
Pero al día siguiente tuvo esperanzas. Fue a causa de una joven muchacha que
soñaba, acodada en su ventana, mirando volar las golondrinas. «Es verdad,
pensaba Oriana, que las personas de este mundo han inventado muchas cosas
extraordinarias, pero en el triunfo de su ciencia y de su poder no han debido
renunciar al eterno y dulce placer del amor. Soy una tonta por no haber pensado
antes en eso.» Y, hablando a la muchacha de la venta:
«Señorita, dijo
la última hada, conozco, en un país lejano, a un joven más guapo que el día, y
que sin haberos visto nunca os ama tiernamente. No es el hijo de un rey, ni el
hijo de un hombre rico, pero sus cabellos rubios forman una corona de oro, y os
guarda en su corazón tesoros infinitos de ternura. Si consentís, yo lo hará
venir junto a vos, antes que de sea tarde, y vos seréis, gracias a él, la
persona más feliz que jamás haya existido.
–Es una bella
promesa la que me hacéis, dijo la muchacha asombrada.
–La mantendré, os lo aseguro.
–Pero, ¿qué me pedís a cambio de tal servicio?
–¡Oh! ¡casi nada! – dijo el hada; me dejaréis acurrucarme, – me haré más pequeña
aun de lo que soy, para no molestaros, – en una de las arrugas que las sonrisa
pone en las comisuras de vuestra boca.
–¡Como gustéis! De acuerdo.»
La muchacha apenas había acabado de hablar cuando Oriana, ni más gruesa que una
perla casi invisible, ya estaba acostada en el bonito nido rosado. ¡ah!, ¡qué
bien se encontraba allí! ¡Qué bien estaría allí para siempre! Ahora no lamentaba
que los hombres hubiesen saqueado el bosque de Brocéliande, y todo lo demás –
pues estaba demasiado contenta para olvidar mantener su palabra, – hizo venir
del país lejano al joven más apuesto que el día. Apareció en la habitación,
coronado de bucles de oro, y se arrodilló ante su bien amada, con el corazón
repleto de infinitos tesoros de ternura. Pero en ese momento apareció un feo
personaje, viejo, con la mirada bizca y el labio leporino; llevaba, en un cofre
abierto un millón de piedras preciosas. La joven muchacha corrió hacia él, lo
abrazó y lo besó en la boca con tal apasionado beso, que la pobrecita Oriana
murió aplastada en la arruga de la sonrisa.
Traducción de José M. Ramos
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