LA ÚLTIMA MORENA Se produjo un clamor triunfal, ¡unánime! Sobre todo los poetas, que son los únicos hombres razonables por estos andurriales, pues dudan de la realidad y no están seguros más que de quimeras, se sintieron llenos de gozo, y no dejaron de proclamar su aprobación en estrofas bien rimadas, – ¡una buena rima es el no va más del entusiasmo! – cuando vieron a la mayoría de las muchachas mostrar al sol sus cabellos tan dorados como el propio astro. Pues las enamoradas, antes orgullosas de sus negras melenas, ¡no querían ya portar esos cascos sedosos del color de la noche cerrada! No, ya no querían ser morenas; y aquellas que antaño estaban coronadas de sombras como reinas infernales aparecieron más pelirrojas que los maizales de Provenza o más doradas que las hijas obtenidas del azafrán. ¡Adorable victoria de las rubias! todas las antiguas metáforas fueron hechas realidad. A cada momento, besábamos en las frentes de nuestras amigas, en sus sienes y en el oloroso misterio de sus nucas, el oro pálido o amarillo, el oro rizado y estremecido. Se nos decía: «¡Tened cuidado con las decepciones! ¡todo lo que brilla no es oro auténtico! no olvidéis que la falsa ciencia de los químicos-perfumeros quizá haya colaborado con la naturaleza para producir este destello en los cabellos donde vuestros labios se extasían.» ¡Bah! ¡no dejábamos de decir! ¿Qué nos importaba? hacía ya mucho tiempo que habíamos admitido, en los asuntos de la belleza y del amor, la necesidad de la honesta y divina Mentira; ya nos habíamos acostumbrado a decir al maquillaje: «¡Tienes razón!» y nuestra resolución de estar deliciosamente engañados por la hipocresía de los tintes nos proporcionaba unas alegrías que no nos las hubiesen producido con mayor intensidad la franqueza de las cabecitas más rubias. *** Así pues, este modo de tener los cabellos del color de la aurora o del mediodía, reinaba entre las bellas personas que, de ordinario, dejan besar sus manos y sus labios sin demasiado rubor. Habríais buscado duramente mucho tiempo antes de encontrar una muchacha que se atreviese a la antitesis, es decir con una caída de su melena negra sobre la nieve de los senos. Nuestras amigas eran rubias, o pelirrojas, ¡todas! mechones flamígeros se escapaban de los sombreros, y, durante la noche no valía la pena mantener las lámparas encendidas en las habitaciones donde anidaba el amor, puesto que el resplandor de los moños liberados iluminaba las tinieblas. Tan sólo un único enamorado no parecía satisfecho por tal estado de cosas. Era Armand Silvestre; abusaba de la autoridad que le dan tantos maravillosos poemas para obligarnos a escuchar sus quejas, divinamente armoniosas; pero, aun encantándonos, no lograban convencernos; y, orgullosos de ver a nuestras contemporáneas conformarse con nuestros sueños llenos de visiones rojizas, vivíamos con la dicha de manejar, de aspirar, de morder unos cabellos como brasas encendidas, de hundir nuestras frentes en vivas malezas completamente hechas con pistilos de lis. *** Pero una vez,
en un moribundo crepúsculo de verano, en un lejano claro donde emanaban cálidos
perfumes, sucedió que una joven muchacha y un joven hombre, –bella ella, poeta
él, – bien lejos de ser felices como es convenido, estaban tristes hasta la
muerte. *** Ahora bien, oculto detrás de unas ramas, yo había escuchado el discurso de ese joven y esa muchacha. ¿Que hubieseis hecho en mi lugar? Desde luego, en estos tiempos, en los que tantas rubias compasivas deslumbran los ojos y los corazones, la idea de resignarse al amor de una morena tiene algo de absurdo y de horrorosamente doloroso; pero, por otra parte, ¿debía abandonar en la desesperación de su soledad a una persona que, en la conversación sorprendida, había dado pruebas de unos sentimientos completamente dignos de estima, y que, además, me parecía muy agradable? No vacilé, fui heroico, me dejé ver, me aproximé, le declaré con todos los juramentos al uso que la adoraba desde hacía inmemorables horas, que la adoraría hasta el fin de los días. Sí, le dije que la amaba, aunque fuese morena. Iba más allá: le juraba, con una generosa mentira, lo que espero me sea tenido en cuenta, ¡le juraba que la amaba porque era morena! En cuanto a expresar el agradecido éxtasis con el que se llenaron sus ojos, sus adorables ojos, ni siquiera voy a intentarlo. Ya nuestros labios se habían unido, y yo la abrazaba, blanca y fresca y completamente perfumada, como una flor de carne bajo la envoltura de sus pesados cabellos oscuros. Todos tenemos esas horas de magnanimidad en la que uno es capaz se los más sublimes sacrificios. *** Después de esa velada, no he dejado de consolar a la última morena con las más meritorias hipocresías. Dotado de un valor que sólo mi modestia me impide admirar, me esforcé en hacerle creer, conseguí hacerle creer, que beso con delicia la gruesa peonía de su boca, y la nieve tibia de todos su cuerpo, y las pequeñas rosas eclosionadas de sus menudos senos, ¡e incluso sus maravillosos cabellos nocturnos! Pero, en fin, la devoción humana tiene sus límites; uno no puede mantenerse siempre heroico; más de una vez ya me he sentido presto a desfallecer en el cumplimiento de mi deber; y sin duda no me resignaría por más tiempo a la embriaguez de abrazar a la más bonita y a las más tierna de las vivas, si no alimentase la esperanza que un día, pronto, ¡ella se teñirá! Traducción de
José M. Ramos |