UNA DE LAS TRES FLORES

Lector, tú amante te engaña.
Observa que de entrada no he dicho: «¡Tu esposa te engaña!», porque, incluso en estas frívolas páginas, me gusta mantenerme respetuoso con el honor conyugal, y también porque no quiero suponerte lo bastante carente de sentido común ni abandonado por los dioses para haber cometido el torpe crimen de hacerte otorgar por la ley lo que no es precioso más que si el amor lo procura: el besar solamente labios libres; aquel que se casa despierta la idea de un hombre que fuese a pedir al Señor Alcalde permiso para coger una rosa. Por añadidura, alguien – creo que el gran Balzac – formuló el siguiente axioma: «No es en absoluto necesario tener esposa ni diario personal; siempre hay imbéciles que se encargan de tenerlos por usted».
Así pues, tu amante te engaña.
¡Te indignas! ¡Consideras que muestro una insólita impertinencia! «¿Y por qué razón mi amiga me habría de ser infiel? ¿Acaso no soy joven, guapo, elegante, simpático y rico? ¿Acaso no tiene ella, cada día, cuando pasea asida a mi brazo, la delicia de escuchar el envidioso cuchicheo de las demás mujeres? Ayer noche aún, después de muchas delicadas retóricas, le he demostrado en reiteradas ocasiones que mi apego a las frases literarias no me desviaban de mis deberes más importantes; ¿y no tenía ella alrededor del cuello, esta mañana, un collar de perlas y de zafiros que le regalé para agradecerle el tener los dientes tan blancos y los ojos tan azules? »
Lector, no tenías necesidad de decirme todo eso. Nunca he tenido intención de cuestionar sin duda a un Hylas, un Hércules, un Alcibiades y un Gorgias, con un poco más de modernidad. ¿Con qué derecho sino leerías tú ese periódico dónde escriben los buenos rimadores? ¿Con qué derecho te embriagarías de ambrosía si no fueses una especie de joven dios? Añadiría que yo mismo, por mediocre que me considere, habría evitado ofrecerte tantos cuentos, donde me esfuerzo en imitar a Amarou, Apuleyo y Théodore de Banville, si no te juzgase digno del amor de todas las mujeres, lo que implica la estima de todos los poetas.
No obstante tu amante te engaña.
Ella te adora puesto que mereces ser adorado; igualmente doy por hecho – de tal modo estoy dispuesto a las concesiones – que ella es, por naturaleza, tan virtuosa como enamorada, y que experimenta intolerables remordimientos cuando besa con los más apasionados balbuceos unos labios que no son los tuyos; ¡ah! ¡Dios mío! sí, la pobre, ¡sufre de serte perjura! no sabrías hacerte una idea de las angustias con las que se acompaña en la traición, sobre todo cuando no puede impedir sentir placer. ¡Pero su crimen le resulta agradable cuanto más espantoso es! Una mártir, eso es lo que es cuando desfallece de embriaguez. Pero, en fin, ¡te engaña, te engaña y te engaña!

***

Por otra parte, no tienes porque lamentarle en exceso puesto que el mal de cada uno duele menos cuando es común a todos. ¡Tu infortunio, lector, es el nuestro! ¡Tú eres engañado como lo somos todos nosotros! y en este aspecto, todas las amantes son iguales a la tuya.
¡Pero no intentemos dejar de quererlas!
Si son infieles, –¡ah, cuanto les cuesta! – no es culpa suya.
No, la culpa es de la sultana Amalaïdè, que se paseaba un día, hace un poco menos de veinte mil años, por el jardín del mago Jeschadour.

***

La sultana, respirando el aire fresco, dijo al mago:
–Es verdad que a partir de ahora me siento dispuesta a no mostrarme tan cruel con vos, que tenéis el derecho de reprocharme el haberlo sido hasta el momento. Además como vos os mostráis, gracias a vuestro arte mágico, tan bello como el más bello de los jóvenes que se parecería a las más bella de las mujeres, – vuestra barba, deliciosamente frondosa y rubia, tiene algo de turbador, que, en vuestro mentón, no parece en su lugar, – además como sabéis pronunciar palabras que harían latir un corazón en un pecho de mármol, vos me habéis otorgado unos dones que no me dejarán indiferente. Es a vos a quien debo la posesión de una perla que, cuando le soplo, se convierte, según mi deseo, en una estrella que puedo ponerme en los cabellos, o en un palanquín sostenido por unos cisnes que vuelan hacia la Vía Láctea. Vos habéis creado para mí un ruiseñor invisible que, con palabras más melodiosas que todos los trinos, ¡canta eternamente las alabanzas de la rosa pálida que florece en el dedo gordo de mi pie izquierdo! Y, una vez, atravesando un campo de margaritas, cansada de tanta monótona blancura, yo había manifestado el deseo de ver otro color, un poco de rojo por ejemplo; vos tuvisteis la deferencia de hacer decapitar ante mi, en una sola mañana, un millón de jóvenes pajes y de sirvientas, de modo que toda la tierra, hasta donde se veía el horizonte, fue escarlata como un campo de peonías. Tales cortesías están bien hechas para tocar un alma delicada. Y yo os confieso que por fin no estáis alejado de la suprema dicha que vuestra pasión solicita. Pienso incluso que el día no se acabará sin que tengáis mucho que agradecerme, – si puedo satisfacer, gracias a vos, un capricho que todavía me ha asaltado.
–¡Eh!, Señora, – dijo Jeschadour,– ¿de qué no sería yo capaz para obtener las delicias que emanarán de vuestro vestido abierto como la miel discurre de una colmena rota? Decid vuestro deseo, sultana, y, sea cual sea, será cumplido.
Amalaïdè, tras un silencio, suspiró:
– Es verdad que las flores de este jardín, donde tomamos el fresco, son muy bellas y deliciosamente olorosas. Pero, por desgracia, son jazmines, tulipanes, jacintos; florecen idénticos cálices en casi todos los parterres; y si yo cojo esta rosa, otra mujer, que venga detrás de mi, podrá coger una rosa también. Quisiera que hicieseis brotar unas flores que ninguna otra mano que la mía pueda desprender del tallo, y que, una vez recogidas, no vuelvan a florecer nunca más; unas flores que no vivirían más que un tiempo, ¡el tiempo de encantar mi mirada y de perfumar mis labios!
Jeschadour respondió:
– He aquí, Señora, un deseo que es bien fácil de ejecutar, y yo me esperaba, en mi gratitud ya de la recompensa que me ha sido prometida, una mayor terrible exigencia. Seguidme tras este matorral más alto que una muralla: veréis tres admirables flores que el ojo humano raramente ha contemplado, y vos elegiréis una de ellas, y aquella que vos toméis nunca más volverá a florecer sobre la tierra.
–¡Cómo! ¿de las tres no podré coger más que una?
–Desgraciadamente, mi poder tiene sus límites.
–Sabré pues limitar mi deseo. Pero apresuraos a conducirme hacia esas maravillosas floraciones.

***
Cuando estuvo en presencia de las tres flores, la sultana Amalaïdè no pudo impedir declararse turbada, ¡en tanto que lo que veía era deslumbrador y soberbio!
Entre una agitación de hojas que parecían esmeraldas vivas, uno de los cálices, amplio, orgulloso, augusto, se abría como una eclosión de aurora que se parecía a una enorme rosa hecha de oro y de nieve.
–¡Oh! ¿Cómo se llama esta flor? – preguntó la sultana.
Jeschadour respondió:
–Se llama Belleza, Señora.
Otro cáliz, una amapola, palpitante y moviéndose como si hubiese sido agitada por la tormenta, tenía el rojo de las puestas de sol en el horizonte que se abraza; y encantaba, asusta taba, y, manteniéndose cerca de él, se experimentaba por todas partes la delicia horrible de una quemadura.
– ¡Oh! ¿Cómo se llama esta flor? – preguntó la sultana.
Jeschadour respondió:
–Se llama Amor, Señora.
El tercer cáliz era severo y pálido como una muchacha vestida con un vestido blanco. Tenía el aire tan puro, pero un poco melancólico, de un lis que estaría hecho de grandeza y de virtud.
–¡Oh! ¿Cómo se llama esta flor? – preguntó la sultana.
Jeschadour respondió:
–Se llama Fidelidad, Señora.

***

Entonces, Amalaïdè pensó; luego, soñadora todavía, dijo:
– ¿Así que tengo que elegir una de entre estas tres flores?
–Sí, sultana,– dijo el mago.
– ¿Y si elijo la rosa de oro y de nieve?---
– ¡Jamás volverá a florecer!
–¿Queréis decir que ya no habrá más belleza sobre la tierra?
–En efecto, ya no habrá más.
–¡Cómo! ¿Incluso yo sería fea?
–¡Vos misma lo seríais! pero no por ello os amaría menos.
–Es una experiencia que no quiero tener; dejaré pues esta flor sobre su tallo.
Se aproximó al segundo cáliz:
–¿Y si cojo esta amapola? – preguntó.
– ¡Jamás volverá a florecer!
– ¿Queréis decir que ya no habrá más amor en este mundo?
–¡Yo mismo ya no os amaría! Pero vos no dejaríais de ser bella.
–¡Bueno! ¿Qué placer habría en ser bella para unos ojos que no sabrían apreciarlo? He aquí una flor de la que me cuidaré mucho de tocar.
Se inclinó hacia el tercer cáliz.
–¿Y si cojo este lis? – preguntó.
–¡Jamás volverá a florecer!
–¿Queréis decir que ya no habrá más fidelidad en este mundo, que ninguna dama, a partir de ahora, no amará con constancia a su amante o a su esposo?
–¡Vos misma traicionaréis los juramentos proferidos! Pero no seréis menos bella ni menos adorada.
Tras una reflexión, la sultana Amalaïdè, dijo con una risita:
–¡Eh! ¡eh! pienso que entre varios males hay que elegir el menor; y, puesto que mi capricho me insta a coger una de estas tres flores...
Cogió el lis tan puro, un poco melancólico, ¡el lis que estaba hecho de candor y de virtud! Jeschadour, al principio, aprobó la elección; pues el sultán, desde esa misma noche, fue engañado tanto como es posible serlo; pero el hechicero mostró menos satisfacción cuando, pasados tres días, Amalaïdè, siempre bella y siempre adorada, abandonó sus palacios y sus jardines, y al mago también, para seguir por las grandes rutas a un joven mendigo, vestido de andrajos y sol, que le había enviado al pasar, con un gesto de sus labios, un beso.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes