LA UÑA ROTA

Cierta mañana, hace de esto mucho tiempo ya, en una taberna cerca de Neckar, con la cabeza cubierta con un gorro sin visera de tres colores, los talones de sus botas sobre el vientre blanquecino de un galgo acostado recogido sobre sí mismo, un estudiante llamado Gottfried se aburría a más no poder ante una gran jarra de cerveza de donde desbordaba la espuma. Tenía dos razones para estar absolutamente abatido: sus compañeros de la universidad parecían haber olvidado que se habían citado para almorzar esa mañana en esa taberna, y que la sirvienta Otilia, de la cual estaba muy prendado, y a la que había querido besar hacía un rato detrás de la puerta, lo había rechazado con la más violenta de las bofetadas con las que se puede enrojecer una mejilla.
Se resignó pues a almorzar solo sin demasiado desconsuelo por ese lado; pero la crueldad de Otilia le inspiraba penosas reflexiones. Desde hacía tiempo codiciaba con la mayor decidida pasión a esta bella muchacha, gorda y blanca, de cabellos pelirrojos, labios rojos, y la blusa abombada encima de unos senos tan robustos que al tropezar con ellos en los descansillos de la escalera daba la impresión de tocar piedra; a través de la camisa pegada al cuerpo por el sudor, ella dejaba ver en el oriente de su pecho esa doble perla enorme un poco rosada que parece un cardenal. Desalentado por la bofetada, Gottfried se decía con amargura que jamás le estaría permitido a sus labios verificar la dureza realmente extraordinaria de lo que tanto lo excitaba; y era el enamorado más patético del mundo ante la gran jarra de cerveza espumosa, olvidando que tenía sed.
Un hombrecillo mayor entró en la sala, con aspecto limpio, de porte honrado, y ojos que pestañeaban bajo las gafas.
Se aproximó a Gottfried y lo saludó con gran cortesía.
–Señor, – dijo – puesto que está usted desocupado y que yo estoy ocioso, ¿no cree que podríamos jugar a las cartas para pasar el tiempo?
Gottfried respondió:
– Como guste usted, caballero.
E iba a llamar para pedir que le trajesen lo necesario para jugar, cuando el hombrecillo dijo:
–Es inútil molestar a las personas. Yo siempre llevo en el bolsillo algún juego de naipes; cuando estoy de viaje tengo por costumbre jugar partidas con jóvenes que voy conociendo.
Lugo, barajando las cartas, dijo:
– Pero no soy de esas personas desleales que se andan con hipocresías. Antes de comenzar debo advertirle una cosa.
–¿De qué se trata? ¡Hable!
–Yo soy el Diablo.
–¡Eso carece de importancia, mi querido señor! Juguemos.
En esos tiempos era tan frecuente ver al Diablo intervenir en los asuntos humanos que semejante encuentro no era motivo de sorpresa ni espanto para Gottfried.

–Escuche aún, – dijo el hombrecillo – no le he confesado todo. No solamente soy el mismísimo Mefistófeles, sino que además, juegue a lo que juegue, hago trampas descaradamente.
–Eso ya es más grave. Permítame hacerle notar que tal conducta debería repugnar a alguien realmente honesto.
–Me he tenido que resignar, muy a mi pesar, a esa costumbre. Pero el ejemplo de las trampas me ha sido dado por una persona de las más recomendables.
–¿Por quién? Dígamelo, por favor.
–Por la Virgen María.
–¿Es una broma?
–Nadie podría hablar más serio que yo. Usted no debe ignorar que el buen Dios tiene una balanza que utiliza para pesar el merito o el demerito de las almas que solicitan el favor de ser admitidas en el paraíso.
–Tengo alguna idea de haber oído hablar de eso.
–A un lado se ponen las faltas, al otro las buenas acciones del solicitante, el alma es elegida si es el platillo de las buenas acciones el que desciende, y condenada si es el platillo de las faltas el que se muestra más pesado.
–Nada más justo en verdad.
–Sin duda, nada más justo en teoría. Pero en la práctica, este procedimiento de estimación se presta a los más graves abusos; más de una vez he debido quejarme; sí, más de una vez, unos pecadores o pecadoras, que habrían debido pertenecerme, han sido recibidos en el cielo pisoteando todos mis derechos.
–¿Cómo es posible, señor?
–Del siguiente modo. La santa Virgen jamás deja de asistir a la prueba de la balanza; cuando el platillo de los pecados está manifiestamente más cargado que el otro, ella experimenta un dolor tal que se anega en lágrimas enseguida.
–A causa de la gran misericordia que hay en ella.
–Que sea misericordiosa es su problema; yo no tengo nada que ver con eso. Pero su piedad no está exenta de astucia. Con tanto llanto, ella se inclina en el platillo de las buenas acciones, y vierte allí tantas lágrimas, que éste aumenta de peso y desciende hasta que el alma se salva. El buen Dios, un poco anciano, no advierte ese fraude o finge no darse cuenta. En cuento a mi, me siento robado.
– Es cierto que se os engaña.
–De modo que no experimento ningún escrúpulo en hacer trampas en la tierra, puesto que también se hacen en el cielo. Queda usted advertido, joven.
– ¿Va realmente a jugar con toda la deslealtad de la que es capaz?
– Por supuesto.
–¡Adelante! ¡ No importa! – dijo Gottfried,– estoy tan aburrido que consiento en perder con tal de poder divertirme durante algunos instantes. Comience a dar cartas, se lo ruego.
–¡Ah! que prisa tiene. Todavía no hemos hablado de las apuestas.
– Es cierto.
– Le propongo lo siguiente: Si yo gano, me quedaré con su alma. ¿Está de acuerdo?
– Estoy conforme. Pero si la suerte me favorece, o si hago trampas mejor que usted, ¿qué beneficio obtendré?
–Ponga usted sus condiciones.
–¡Bien! Si yo gano, poseeré a Otilia, la sirviente de esta taberna.
–¡Magnífico! me gusta ver a un joven arriesgando su alma contra una hermosa muchacha. Juguemos.
– ¡Qué prisa tiene usted ahora! En realidad los juegos de naipes no son los que me gustan.
–No deseo contrariarlo en nada, ¿prefiere los dados?
–Es usted un diestro tentador.
–¿El dominó?
–No me gusta demasiado.
–¿El cara o cruz?
–Me queda una moneda de plata en mi bolsillo. Pero si la arrojase al aire, no volvería a caer.
–¿A los chinos?
–¡Puff!
–¿Al parchís?
–No hay tablero en este albergue.
–¿Las damas? ¿el trompo? ¿el pincho? ¿el tres en raya? ¿el ajedrez? ¿las canicas?
–Demasiados juegos de los que no sé nada. No continúe, por favor. Al que pretendo desafiarlo es de mi invención. ¿Está de acuerdo en hacer la prueba?
–¡Eh! ¡sin duda, sea cual sea! – dijo el Diablo. Siendo el príncipe del azar, estaba seguro de ganar.
–Estupendo.
Y con voz alegre, Gottfried gritó:
–¡Hola! ¡chica! ¡Otilia! aquí se te necesita. ¿Acaso no eres la sirvienta, y no debes venir cuando se te llama?

Otilia se presentó, muy gorda, con la piel de color de nieve bajo unos cabellos color de sol, con la boca roja, abierta como una gran rosa; y sus senos formando un redondeado voladizo bajo el lino de la camisa.
A esa vista, el hombrecillo no pudo impedir mostrar cierta admiración.
–He aquí desde luego una soberbia criatura; concibo que en la esperanza de poseerla en su fantasía arriesgue imprudentemente su salvación. Pero, dígame, ¿cuál es el juego que me propone?
–Nada más sencillo – dijo Gottfried – Extienda su dedo índice, señor, y aplíquelo sobre el pecho de Otilia, apóyelo con toda su fuerza, y si el dedo se hunde un ápice en la carne debilitada bajo la presión, ¡tanto peor para mi alma!, pierdo. Pero en caso contrario Otilia me amará, si...
El Diablo prorrumpió en carcajadas
–¡Bueno! – dijo –¿Tú añades fe a las metáforas de los poetas? ¿Crees que los senos son de piedra o de alabastro? Pobre muchacho, que me vas a decir a mi, a mí que he creado hermosísimas muchachas para tentar a los ermitaños, sobre la solidez de los pechos más firmes y de las más resistentes carnes. Vamos, acepto la apuesta, y vas a pertenecerme para siempre.
Se adelantó, extendió el índice, – un dedo nervioso, un poco velludo, con una uña puntiaguda, – y lo puso sobre el pecho de Otilia seguro de la victoria. Pero no, la carne no cedía; asombrado, se esforzó, presionó todavía más fuerte, con furia. En vano. Y, de repente, emitió un grito de derrota y de rabia pues ¡había roto su uña sobre el seno de la sirvienta! En cuanto a Gottfried, que ya no se aburría del todo, estaba radiante por haber ganado a Otilia y haber engañado al Diablo.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes