LA UTILIDAD DEL SOL ¡Ya ha llegado el tiempo de los adorables desnudos! El calor de las soleadas jornadas y la calidez de las noches vienen en ayuda de la concupiscencia de los amantes; ¡debemos al verano, no menos que nuestros temerarios ardores de sedas levantadas y batistas desgarradas, la deliciosa visión de la belleza sin velos! Quien de nosotros, incluso en ese divino instante donde la más casta de las amantes confiesa el deseo de compartir, no ha tenido que luchar contra las resistencias de unas manitas asustadas que tratan de evitar el levantamiento de las telas, o no ha escuchado en la habitación invernal, esta absurda frase : «¡Oh! no, no, te lo ruego, ¡tengo tanto frío!» Sí, desde luego, absurda; pues los leños ardían en la chimenea, y las velas se fundían, en pálidas lágrimas, en los candelabros. Pero, ¡no importa! entre la atmósfera caldeada y pesada de perfumes, en la intimidad sobrecalentada del salón o de la alcoba, nuestras amigas declaran que tiritan horrorosamente, y que morirán congeladas si las obligamos a no tener puesta alguna prenda de encajes o de algodón; de modo que nuestras delicias resultan imperfectas, de modo que no nos es dado a contemplar, en su libre y total esplendor, los encantos de los que tan ávidos estamos, y ¡nuestros ojos, por desgracia, estarán celosos de nuestros labios! ¿Y por qué las más bonitas de las mujeres son hasta tal punto tan crueles? ¿A causa del invierno? Pretexto, lo he dicho, vana excusa en la que no vale la pena detenerse. Hay que descartar también la idea de que duden en dejarse ver enteras bajo el temor de que alguna imperfección en su persona no fuera a desalentar nuestro deseo; la mujer que es amada sabe perfectamente que no sabría aparecer más que exquisita a las miradas de aquél que la ama, que incluso una fealdad sería una belleza a añadir, y todos los hombres verdaderamente prendados son parecidos, ella no lo ignora, a ese amante que exclamaba con sollozos de embriaguez: «Lo que me vuelve loco de alegría, es que mi amiga tiene el pecho blando como una fruta madura, ¡y que sus pies son enormes!» ¿Por qué entonces nuestras enamoradas admiten la nieve sobre el pavimento o el gélido viento nocturno para negarnos en los apartamentos cálidos, el éxtasis de poseerlas desnudas? Tal es la importante pregunta que me planteo y a la cual quiero intentar responder. *** Sí, ¿por qué?
¿Por pudor? Tal vez. *** ¡Vamos, hay que
atreverse a decirlo! Lo que hace obstinarse a nuestras enamoradas en la negativa
de mostrar su belleza completamente al descubierto, lo que hace que, en la
tempestad de sus deseos, se aferren, como si fuesen náufragos, a vanos restos de
tela o de muselina, lo que no es más que una modestia que se desmintió en más de
una ocasión, es la convicción de que la desnudez completa no sirve para
sobrexcitar hasta un paroxismo sin fin la ternura del amante, sino que esta
ternura, muy al contrario, se vuelve capaz de los más tiernos transportes
mediante el hábil misterio de un velo, a la vez indiscreto y discreto, que no
oculte casi nada, pero que no muestre todo. Ellas piensan, basándose en alguna
libertina disertación o en un libro de amor escrito en un día de lasitud (pues
la literatura, en este aspecto, como en muchos otros, ¡es la gran culpable!)
piensan que un poco de reticencia constituye una excitación exquisita a los
mayores desenfrenos; que conviene a las estatuas destinadas a la adoración, no a
las mujeres deseosas de ser amadas, de manifestarse sin nombre, sin hipocresía;
llegan hasta a creer que la gloriosa brutalidad de la forma desnuda tendría de
que asustar la delicadeza tan refinada y un poco raquítica de la pasión moderna.
¡Somos personas civilizadas! Hemos hecho del amor un arte, y lo natural de las
cosas nada tiene de chocante para nuestras complicadas almas. Lo que es
perfecto, lo que es adecuado para despertar la voluptuosidad, esta gata
adormilada, es el delicioso cosquilleo del casi todo pronto retractado, el no
del todo en el abandono, el a medias del consentimiento en una sutilidad de
deseos dueños de si mismos. ¡Toda la desnudez exigiría un solo beso! y nosotros
hemos inventado más de mil. No hay estrategias más adorables ni más deliciosos
artificios que la transparencia de un encaje sobre la convexidad de un seno
donde florece una rosa maquillada, o como el sobresalto bajo una camisa de seda
de un pecho donde el corazón piensa tal vez en otra cosa, o como la sombra de
una puntilla cayendo como un velo transparente sobre la boca del beso supremo. ** * Pero hete aquí que el sol ha llegado, furioso y triunfal, – ¡quitándoles todo pretexto a frustrar nuestras ávidas miradas! y puesto que ellas no se atreverán nunca, – siendo tan tímidas– a confesar la autentica causa de su criminal pudor, será necesario que se resignen a todas las batistas convertidas en nubes que sacude un gran viento caluroso de tormenta; será necesario que parezcan divinas. ¡Oh, sol, buen sol, te amo y te bendigo, no porque hagas eclosionar todas los matorrales de las rosas, no porque dores con una llama brillante los ríos que discurren entre los sauces perezosos, no incluso a cusa de todo el espacio maravilloso y flamígero; sino porque, gracias a ti, que penetras, a través de todas las cortinas, en las más frescas alcobas, y gracias a las lánguidas noches que siguen tus lánguidas puestas, las jóvenes mujeres por fin deberán consentir en despojarse, desde los primeros besos, de todos los vanos obstáculos a nuestros perfectos goces; y por fin habrá, en las queridas camas, maravillosos desnudos pálidos y rosas semejantes a aquellas que, en los claros, abrazan, bajo tus furiosos rayos, a los sátiros violadores de ninfas. Traducción de
José M. Ramos |